Economía

Iliberalismo, fase superior del neoliberalismo: los casos de Hungría y Polonia

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Tiempo estimado de lectura: 15 minutos

Por Miguel Urbán
Para Viento Sur

El ascenso del trumpismo y/o el bolsonarismo, como expresiones más significativas de una ola reaccionaria global, ha contribuido a extender definitivamente un nuevo concepto, el «iliberalismo».

Más de cuatro décadas de extensión del modelo de gobernanza neoliberal y de sus posteriores crisis han resultado en una cultura política profundamente antidemocrática. La búsqueda incesante del neoliberalismo por limitar el Estado y acabar con el control político de los actores económicos y los mercados, reemplazando la regulación y la distribución por libertad de mercado y derechos de propiedad, ha supuesto un auténtico ataque a la vida política y al concepto de igualdad; y es que la antipolítica neoliberal está detrás del crecimiento del autoritarismo antidemocrático. Así, la democracia, la más débil de los trillizos en disputa nacidos de la modernidad europea temprana, junto con el Estado-nación y el capitalismo, se ve amenazada por una suerte de autoritarismo iliberal. Un autoritarismo que está impregnando el conjunto del mapa político, mucho más allá de los propios marcos de la extrema derecha. Pero ¿acaso el autoritarismo no atraviesa el neoliberalismo desde sus propios orígenes? Por ejemplo, en América Latina, el origen del neoliberalismo es indisociable del autoritarismo y la violencia: nunca está de más recordar el apoyo unánime de Hayek, Friedman, Becker, Buchanan a dictaduras como la de Pinochet.

A partir de la crisis de 2008, el sueño de la globalización feliz del neoliberalismo progresista, si algún día existió, podemos decir que pertenece al pasado. Hoy ya nadie duda de que, además de una globalización financiera, cultural o de las comunicaciones, también hay una globalización de la miseria, de la desesperación que genera y de sus consecuencias. En este contexto, la única salida que se plantea desde las élites es aumentar los beneficios privados deteriorando las condiciones de vida y de trabajo en cada vez mayores proporciones de las clases populares, ya no solo en el Sur global, sino también cada vez más en el Norte, e intensificando aún más la depredación de la naturaleza mediante un modelo de producción, distribución y consumo, agravando el cambio climático. Esto solo es posible desde la intensificación del autoritarismo imperialista y neocolonial en el Sur global, pero también desde un autoritarismo austeritario en el Norte que ha cuestionado cualquier política de justicia social o redistributiva ante la crisis. De hecho, el cuestionamiento neoliberal de la justicia social se ha convertido en el sentido común de un robusto conservadurismo que ha recuperado a la familia como leitmotiv de su propuesta de organización social. No podemos olvidar el sueño ordoliberal de un orden de mercado, regido por una constitución económica y guiado por tecnócratas, que considera a la familia como un elemento esencial de organización social, al hacer a los trabajadores más resilientes ante las recesiones económicas y más competitivos ante los ajustes económicos de la competencia.

Como defiende Tomasz Konicz, el imperialismo de crisis del siglo XXI ya no solo es un fenómeno de saqueo de recursos, sino que también se esfuerza por aislar herméticamente los centros de la humanidad superflua que el sistema produce en su agonía. De modo que la protección de las relativas islas del bienestar que aún subsisten constituye un momento central de las estrategias imperialistas, reforzando las medidas securitarias y de control que alimentan un autoritarismo en auge (Konicz, 2017: 187-188). Una buena muestra de ello es el endurecimiento de las leyes migratorias en el conjunto de la UE y/o por parte de los distintos gobiernos de EE UU en las últimas décadas. Un autoritarismo de la escasez que conecta perfectamente con la subjetividad del no hay suficiente para todos que décadas de shock neoliberal han construido entre grandes capas de la población. Este sentimiento de escasez está en el tuétano de la xenofobia del chovinismo del bienestar que conecta perfectamente con el auge del autoritarismo neoliberal del sálvese quien pueda en la guerra de los últimos contra los penúltimos.

El crecimiento de la ola reaccionaria y autoritaria global no se da en el vacío, sino que está profundamente marcado por la radicalización neoliberal que se produce a raíz de la crisis de 2008 y de sus consecuencias: un brutal aumento de la desigualdad, la aceleración en la destrucción de los restos del welfare y la expulsión de millones de personas trabajadoras de los estándares preestablecidos de ciudadanía. Porque, en efecto, hay una serie de hechos profundos, de carácter económico y social, que han removido de forma brutal la política, destruyendo los viejos anclajes partidarios y consensos, produciendo movimientos tectónicos y realineamientos impredecibles. Un proceso de polarizaciones políticas sobre las que se construye el auge del fenómeno iliberal abanderado por la extrema derecha.

Hablamos de polarizaciones en plural no por casualidad o capricho. El uso del plural implica varias cuestiones. Los ejes de polarización, a pesar de compartir factores, son muy particulares país a país. En una Europa atravesada por la contradicción entre sus instituciones supranacionales regulacionistas y las tensas interdependencias fundamentadas en relaciones asimétricas y desiguales entre Estados nación, las polarizaciones tienen siempre una doble cara. Por un lado, responden a factores asociados a la política europea, como la austeridad o las migraciones, pero a la vez tienden a buscar su resolución concreta en el marco del Estado nación, dando lugar a una situación paradójica: a pesar de que la problemática es cada vez más europea, no encontramos ninguna polarización organizada que se exprese a escala europea. La arquitectura europea todavía no ha encontrado una respuesta en esa escala y la cultura política nacional (a falta de construir esa cultura política europea) sigue determinando las formas concretas que adquieren las polarizaciones.

En ese marco de crisis sistémica, de deslegitimación de las élites del establishment y de los partidos del extremo centro, las tendencias autoritarias que representan especialmente la extrema derecha y el ascenso del iliberalismo no dejan de reforzarse. En palabras de Enzo Traverso (2018: 37):

“Forma parte de una tendencia general: el surgimiento de movimientos que ponen en entredicho desde la derecha los poderes establecidos y hasta cierto punto la propia globalización económica (el euro, la UE, el establishment) y que trazan una suerte de constelación posfascista; pero se trata de una tendencia heterogénea que reúne corrientes diversas”.

La extrema derecha europea mira hacia el Este y hacia las experiencias de los regímenes iliberales en estos países

Pero no nos equivoquemos, en el supuesto rechazo a la globalización y la emergencia de proyectos proteccionistas por parte de la extrema derecha no hay ninguna proyección antineoliberal, sino que responde a una batalla por cómo gestionar el neoliberalismo en la que un sector de las clases dominantes apuesta por intentar una recomposición en clave nacional.

Desde hace décadas, Europa es el epicentro de la ola reaccionaria global, en la que destacan los casos de Polonia y Hungría, las dos únicas experiencias de gobierno de extrema derecha en solitario en el conjunto de la UE que disponen de asiento propio tanto en la Comisión como en el Consejo Europeo. Son también los dos países que cuentan con una influencia determinante sobre el Grupo de Visegrado, cuya población sobre el total de la actual UE supone el nada desdeñable 15% del total. De ahí, de su posición en las instituciones europeas y de su peso poblacional, deriva gran parte de su importancia a la hora de analizar la historia y la agenda política de la extrema derecha en el conjunto del continente. En sentido inverso, se observa una tendencia a través de la cual la extrema derecha europea mira, cada vez más, hacia el Este y hacia las experiencias de los regímenes iliberales en estos países.

La socióloga estadounidense Kim Scheppele describe la Hungría de Orbán (aunque lo mismo puede aplicarse a la Polonia de Kaczyński) como un “Estado Frankenstein”, es decir, “un mutante iliberal compuesto por varias partes, propias de democracias occidentales liberales, ingeniosamente pegadas” [01]. Lo que refleja alegóricamente Scheppele es el hecho de que el primer ministro Viktor Orbán haya conseguido con éxito acabar con la democracia liberal realizando una inteligente e irregular imitación. Ha creado un régimen que representa un matrimonio feliz entre, en primer lugar, la idea de la política de Carl Schmitt, basada en el enfrentamiento dramático entre amigo y enemigo, y, en segundo lugar, una cortina de humo, una fachada de institucionalidad que le confiere autoadscribirse públicamente como un gobierno de democracia liberal.

El primero en acuñar el concepto de iliberalismo fue el politólogo norteamericano Fareed Zakaria a finales de la década de los noventa. Zakaria lo definió como una forma de gobierno a caballo entre la democracia liberal tradicional y un régimen autoritario, un sistema en donde se respetan ciertos aspectos de la práctica democrática, como son por ejemplo las elecciones, pero se ignoran otros igual de fundamentales, como la separación de poderes, al mismo tiempo que se vulneran los derechos civiles. Aquí es donde la alegoría del Frankenstein adquiere más claridad y sentido.

Esta doble tendencia es la que explica la estrategia de uso de una retórica justificativa y legitimadora por parte de Hungría cada vez que la Unión Europea critica al gobierno de Orbán por imponer medidas cuyo fin real es recortar el Estado de derecho o limitar la libertad de expresión. Que el gobierno húngaro señale rápidamente que cada cambio legislativo, regla o institución que lleva a cabo ha sido simple y fielmente copiada del sistema legal de uno de los Estados miembros de la UE, es una operación política que le ha permitido seguir ahondando precisamente en su programa autoritario. Así es como por parte de la UE se produce una dinámica política que oscila entre denunciar y manifestar rechazo hacia las medidas autoritarias de Hungría, pero a la vez comulgar con ellas tal y como exige su participación como miembro en la UE y, más críticamente, como permiten la propia arquitectura y correlación de fuerzas en la Unión. Por eso, no debe sorprendernos que haya muchos liberales occidentales que ven el régimen político de Hungría, pero también de Polonia, con el mismo “horror y repulsa” que el que llenaba el corazón de Víctor Frankenstein cuando observaba a su criatura [02]. El horror de verse reflejados en su propio espejo cóncavo, el esperpento de una deriva autoritaria a la que el ordoneoliberalismo de las instituciones europeas no es ni mucho menos ajeno, sino parte consustancial de la misma.

Pero para entender de qué manera el iliberalismo lleva consigo una política de exclusión de forma intrínseca, y cómo esta se articula a la perfección con el retroceso social y democrático, es fundamental analizar su cruzada contra la desnaturalización de la comunidad nacional. La movilización de la crítica a esta supuesta desnaturalización se ha llevado a cabo, principalmente, en el terreno de la migración y de los derechos de las minorías (entendiendo minoría desde el aspecto tanto cualitativo como cuantitativo), con la participación activa de la Iglesia católica.

La deriva autoritaria no solo atraviesa a Hungría o Polonia, está en el tuétano de la arquitectura ordoliberal de la UE

Al liberalismo se le acusa, en primera instancia, de eliminar la particularidad racial y cultural en una suerte de disociación de la ciudadanía de su ascendencia étnica, y, a continuación, de sustituir dichas particularidades por ideales abstractos como imperio de la ley o justicia procedimental. Esta crítica al liberalismo es el elemento central que permite vincular la inclusión de las minorías con la desnaturalización de la comunidad nacional, ya que estos ideales abstractos son identificados como una amenaza al debilitar y desintegrar las comunidades nacionales, conectando a su vez con las críticas tradicionales de la extrema derecha occidental al multiculturalismo o al globalismo.

Precisamente, es aquí donde la oposición a las cuotas de refugiados cobra su importancia política, de forma paralela a la propia reducción de derechos básicos para la población migrante. Esta importancia radica en que se conectan varios elementos clave: primero, la crítica a la UE como orden liberal que impone la desnaturalización de la comunidad nacional; segundo, la xenofobia antiinmigración (elemento esencial en el conjunto de las fuerzas de extrema derecha) y, tercero, la reafirmación de la soberanía nacional en defensa de una hipotética comunidad homogénea y contra las imposiciones del orden liberal, personificado en Bruselas. Pero no nos confundamos, la deriva autoritaria no solo atraviesa a Hungría o Polonia, está en el tuétano de la arquitectura ordoliberal de la UE; y si no, que se lo pregunten al pueblo griego que votó contra la imposición del memorándum, o analicemos las políticas migratorias de xenofobia institucional de la Europa fortaleza. Bruselas y Budapest se utilizan como espantapájaros comunes para justificar sus propias políticas.

En el mismo sentido, la lucha contra la llamada ideología de género impulsada tanto desde los gobiernos de Polonia como de Hungría responde en buena parte al rechazo a esta desnaturalización supuestamente promulgada por el liberalismo de la UE. Uno de los sucesos que mejor ilustra cómo se conjuga este recurso a la defensa de una cierta homogeneidad social, cultural e histórica con la lucha contra la ideología de género (es decir, contra los avances del movimiento feminista) es lo que ocurrió en 2014, después de que la presidenta de Polonia, Ewa Bożena, tomara una serie de medidas sociales que incluían la ratificación de la Convención de Estambul sobre prevención y lucha contra la violencia machista. El PiS (Partido Ley y Justicia) atacó duramente estas medidas alegando que respondían a la imposición de Bruselas y de su cultura liberal, y que atentaban contra los valores que conformaban la identidad polaca tradicional. Este ataque argumentativo acabó convirtiéndose en uno de los elementos centrales de la campaña de 2015, en donde la poderosa Iglesia católica polaca se decantó mayoritariamente por el PiS.

Fundamentalismo católico e identidad nacional

En las democracias iliberales de Europa del Este la religión católica actúa como un elemento fundamental conformador de la identidad nacional, mientras que el fundamentalismo católico es, a su vez, un rasgo definitorio de las fuerzas de extrema derecha. En este sentido, el feminismo cuestiona los valores patriarcales y el modelo de familia que dan sentido a la identidad nacional que defienden los regímenes iliberales, así como a los principios del fundamentalismo católico. Desde esta lectura se entiende la reacción visceral antifeminista de estas fuerzas de extrema derecha que utilizan la ideología de género como un enemigo multipropósito, un mecanismo que les permite unificar tanto a corrientes religiosas como a colectivos antiderechos y partidos de extrema derecha.

Pero el catolicismo como elemento de identidad colectiva y de la unidad étnica de la nación también es esgrimido como legitimador de las políticas antiinmigración o islamófobas. Orbán ha defendido en numerosa ocasiones que “la migración es peligrosa para la seguridad pública, para nuestro bienestar y para la cultura cristiana europea”, unas declaraciones que dejan claro cómo la religión se erige en elemento cultural excluyente y estigmatizador del migrante, al que se presenta como un enemigo de los valores y cultura nacionales. Pero el cristianismo no solo opera para definir y delimitar el ámbito de lo que ha de considerarse la nación, sino también de lo que debe considerarse como Europa. No está mal recordar cómo en 2009 el ministro del Interior francés, Eric Besson, en el marco del debate sobre la integración de la población migrante en el país, lanzó la polémica de lo que significa ser francés. En sus palabras esto consistía en llevar a cabo acciones para “afirmar la identidad nacional y para reafirmar los valores republicanos y el orgullo de ser francés”. El recurso a Europa como reafirmación de los valores nacionales (en este caso de los valores republicanos) es una estrategia política que se legitima con su uso reiterado por parte de los Estados miembros, pero también por parte de la propia Comisión Europea. Recordemos la reciente creación de un comisionado para promover los supuestos valores europeos. Que desde varios lugares se insista sobre la supuesta existencia de un valor, carácter o naturaleza europeo no hace sino legitimar aún más el uso de este recurso, incluyendo su versión ultranacionalista, excluyente y xenófoba.

Además de la utilización de ciertas minorías como cabeza de turco y del enfrentamiento (o seguidismo) con respecto a Bruselas para poder avanzar en su proyecto autoritario, es fundamental señalar que la emergencia de los regímenes iliberales en Europa del Este no es, ni mucho menos, casual: mencionemos el fracaso de la transición hacia el capitalismo de mercado; la incorporación a la UE y todas las reformas que supuso a nivel de Estado miembro, y la propia debilidad actual del liberalismo europeo, encarnado en la crisis orgánica, en todo el sentido gramsciano, del proyecto de la UE. Todos estos elementos, amparados por la constitucionalización del neoliberalismo como única política económica posible, son los que han sentado las bases para la emergencia de estos gobiernos iliberales.

Las expectativas frustradas de las revoluciones rectificadoras

En este sentido, la tensión que se crea entre las pretensiones autoritarias y el Estado de derecho muestra el relativo fracaso de la transición forzada que va desde el bloque soviético al neoliberalismo, sobre todo en cuanto al factor tiempo y a los espacios de decisión. Pero también son las propias fallas y la propia naturaleza del sistema neoliberal, basadas en la siembra de la explotación y exclusión, y sus efectos desiguales tanto a nivel geográfico como social, las que han reforzado en muchos países de Europa del Este las tendencias tradicionalistas y nacionalistas, alimentando las lógicas autoritarias. Asimismo, la dureza de la adaptación de estos países al mercado común ha abierto el espacio para que se construyese un relato altamente crítico, no con respecto a la UE, sino con respecto a la idea misma de democracia liberal, vinculándola directamente con las políticas neoliberales y señalándola como responsable de la degradación de la situación social en el país.

Sobre cómo ha operado esta sinergia entre impacto neoliberal devastador, calado del autoritarismo y asunción del mismo por parte de las clases más populares, da muy buena cuenta Przemyslaw Wielgosz, responsable de la edición polaca de Le Monde Diplomatique:

“Unirse a la UE cambió dramáticamente la situación de Polonia. Los grupos sociales más pobres se beneficiaron más en los últimos 10-15 años, pero las condiciones para la clase media baja empeoraron. Aquellos que creían en el mito neoliberal del éxito individual –los pequeños propietarios y los autónomos– se vieron a sí mismos compitiendo con el capital transnacional en un mercado dominado por las grandes empresas, y perdieron. Se reproletarizaron. Este es el grupo que apoya al PiS y a la extrema derecha” [03]. 

Con respecto a Hungría, la transición económica hacia su entrada en la UE también fue nefasta para su modelo social, y esto puede medirse a través de impactos antisociales que dicha entrada acarreó: entre otras cosas, la desaparición de la mitad de los empleos en los años siguientes a la caída del bloque soviético. Es sobre estas bases de institucionalización de la desigualdad y la desposesión sobre las que se han construido los proyectos iliberales de Polonia y Hungría.

El giro iliberal de la región no puede entenderse sin tener en cuenta la frustración de las expectativas políticas de normalidad

Para entender de qué manera estas transiciones económicas no conllevaron una alteración real del modelo y, por tanto, cuál fue el impacto de dicha falta de cambio al orientar la agenda política de una u otra manera, conviene recordar el concepto de revoluciones rectificadoras o revoluciones para ponerse al día, del filósofo alemán Jürgen Habermas, usado para definir la transición de la Europa del Este soviética hacia las democracias liberales occidentales. Según Habermas, estas eran revoluciones sin ideas innovadoras ni orientadas hacia el futuro, y su objetivo no era otro que recuperar la normalidad, reincorporándose a la modernidad occidental que representaba la UE. No es de extrañar que uno de los eslóganes de la transición poscomunista polaca fuera precisamente libertad, fraternidad, normalidad. Así,

“algunos de los líderes políticos más influyentes de Centroeuropa y Europa del Este abrazaron con entusiasmo la occidentalización copycat como el camino más rápido hacia la reforma, justificando la imitación como un retorno a Europa, lo que significaba asimismo un regreso al auténtico yo de la región” (Krastev y Holmes, 2019: 38). 

Por lo tanto, el giro iliberal de la región no puede entenderse sin tener en cuenta la frustración de las expectativas políticas de normalidad creadas por la transición de 1989 y la política de imitación, de retorno a la liberal y verdadera Europa, que legitimó. A lo que hay que sumar que la propia crisis orgánica de la UE, incapaz de ofrecer propuestas que hagan frente a los desafíos políticos que vivimos, y con una arquitectura institucional que se ha demostrado profundamente antidemocrática, favorece el declive de su hegemonía política en la región y, por ende, debilita, a su vez, las lógicas de imitación entre las élites centroeuropeas. Todo ello favorece el crecimiento de una aversión al imperativo de imitación, en donde el iliberalismo aparece como un mecanismo de reafirmación nacional capaz de deshacerse también de esa dependencia colonial implícita en el propio proyecto de occidentalización. Como argumentan los politólogos Krastev y Holmes, “la era de la imitación liberal se ha terminado, pero la era de la imitación iliberal acaba de comenzar” (Krastev y Holmes, 2019: 469).

Una buena muestra del fracaso de la era de la imitación liberal y la pujanza del iliberalismo es la propia evolución de Fidesz [Unión Cívica Húngara]. De grupo juvenil en la oposición anticomunista en los años ochenta a partido de la Internacional liberal en los noventa, pasó a convertirse finalmente en referente del iliberalismo europeo en los inicios del año 2000. Además de referente, a través de sus políticas de xenofobia institucional, de antisemitismo –con la campaña contra Soros– y de las disputas con Bruselas, también se ha convertido en una de las mejores muestras de cómo un partido conservador perteneciente al Partido Popular Europeo (PPE) llega a adoptar la agenda y los discursos propios de la extrema derecha. Fidesz es un ejemplo paradigmático de la derechización de la política en la UE y de cómo el autoritarismo avanza de forma preocupante en el conjunto del continente. El giro iliberal del PiS tiene mucho en común con esta evolución del Fidesz. Los hermanos Kaczyński también comenzaron su militancia política en la oposición anticomunista, y después de transitar por diferentes opciones partidarias terminaron fundando el PiS, con el que poco después, en 2005, consiguieron llegar al gobierno por primera vez. Una primera experiencia de gobierno breve y que no parecía vislumbrar el giro iliberal solo ocho años después.

Con sus similitudes y diferencias, tanto el ejemplo polaco como húngaro representan hoy en día un fenómeno emergente en Europa, el iliberalismo, que se ha convertido en referente de una parte importante de la extrema derecha en el conjunto del continente y también de sectores cada vez más amplios del conservadurismo del PPE. Y no es menor el dato, pero tanto el giro iliberal de Fidesz como el del PiS son posteriores a la crisis de 2008 y a la agudización de las políticas austeritarias. Produciéndose así una ruptura del poder de atracción de la UE e iniciándose por tanto su crisis orgánica como proyecto político y económico. Como explica Wendy Brown (2021:56):

“El ataque neoliberal a lo social es clave para generar una cultura antidemocrática desde abajo, al mismo tiempo que para construir y legitimar formas antidemocráticas de poder estatal por arriba. La sinergia entre las dos es profunda: una ciudadanía cada vez menos democrática y cada vez mas antidemocrática está mucho más dispuesta a autorizar un Estado cada vez más antidemocrático”.

Es decir, el iliberalismo en el Este emerge como consecuencia primera de las políticas de la transición forzada desde el bloque soviético al neoliberalismo y como causa posterior de la propia crisis del proyecto de la UE y de la agudización de las políticas neoliberales a partir de las dificultades de la eurozona en 2010. Pero seríamos ingenuos si pensáramos que el Frankenstein del iliberalismo es un monstruo que pertenece exclusivamente a los países del Este o a las formaciones de extrema derecha. El iliberalismo es un proceso antidemocrático a escala global que se está destapando como la fase superior del neoliberalismo.

Referencias:

Brown, Wendy (2021) En las ruinas del neoliberalismo. Madrid: Traficantes de Sueños.

Konicz, Thomas (2017) Ideologías de la crisis. Madrid: Enclave.

Krastev, Ivan y Holmes, Stephen (2019) La luz que se apaga. Madrid: Debate.

Traverso, Enzo (2018) Las nuevas caras de la derecha, Buenos Aires: Siglo XXI.


Miguel Urbán es miembro del Consejo Asesor de viento sur y eurodiputado de Anticapitalistas

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