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Publicado en Rebelión
La estrategia del secuestro del esfuerzo ajeno y la acumulación de sus réditos no se reduce sólo a los inventos y a las nuevas tecnologías sino a casi cualquier otro aspecto de la vida social, desde (1) el económico (2) el político hasta (3) el narrativo. “Con nuestro éxito y nuestra riqueza, nosotros aportamos a la prosperidad de los países mientras los vagos de abajo nos roban con los impuestos”, etc. Máscaras narrativas que, por supuesto, se cultivan en los medios masivos y germinan siempre en una buena porción de los de abajo, porción suficiente para ganar elecciones o mantener el statu quo cuando se pierde alguna.
De la manipulación política para incrementar los beneficios económicos nos detuvimos hace años cuando analizamos la corrupción legal, sobre todo en potencias hegemónicas como Estados Unidos, por la cual las corporaciones evaden impuestos en los paraísos fiscales, presionan a países pobres a través de los bancos mundiales y de sus propias inversiones volátiles (“hot money”) por la cual determinan las “políticas correctas” de desregulación, desprotección de trabajadores y destrucción de la soberanía de los países a través de tratados de “libre mercado”―aparte de escribir casi a su antojo las leyes en los países centrales, imperiales o como quieran llamarlos.
A través del control político de los gobiernos, de los parlamentos y hasta del sistema judicial, el gremio del Uno Porciento controla las instituciones capitalistas e imperiales como el ejército de Estados Unidos, los bancos nacionales e internacionales como el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio establecen leyes que se aplican según el poder económico y militar de cada país. Gobiernos como el de Washington, administran la divisa global y su fuerza militar para continuar y acelerar la transmisión de riqueza de las clases trabajadoras hacia el Club del Uno.
Un ejemplo más es la dinámica impuestos-bonos del Tesoro. En los últimos cien años, las organizaciones populares como los gremios de trabajadores han sido demonizados por los grandes medios (caso de William R. Hearst a principios del siglo XX, entre otros) hasta desmovilizarlos y casi anularlos. Este proceso, que a partir de los 80 produjo un crecimiento de la diferencia entre producción y salarios, y un distanciamiento entre el Club del Uno y el resto de la población, se aceleró con el aumento del déficit del gobierno de Estados Unidos.
Los gastos de las guerras siempre fueron a las arcas de El Uno. Para eso están. También los sacralizados “recortes de impuestos para estimular la economía”. En 2017, por ejemplo, el gobierno de Donald Trump aprobó un recorte de impuestos para los ultra millonarios por billones de dólares, mientras sus votantes y los votantes del partido Demócrata estaban distraídos en una disputa sobre racismo, el patriotismo y el peligro de los inmigrantes pobres de América Central. Este recorte para estimular la economía, como muchos otros, no tuvo ningún efecto en la economía, pero todos los estudios posteriores confirmaron lo más obvio: el único efecto, aparte de crear un abismo en el déficit público, fue que quienes menos necesitaban de una ayuda del Estado incrementaron sus fortunas de forma notable.
Es decir, a más capitales acumulados, más poder político y mediático de El Uno y, consecuentemente, más conflictos entre los de abajo: blancos pobres contra negros, negros contra indios, indios contra mujeres, mujeres contra inmigrantes, inmigrantes legales contra inmigrantes ilegales, jóvenes contra viejos, viejos contra chinos, destra contra sinistra… Bueno, así es como ha funcionado desde siempre y en casi todos los países.
Ahora ¿cómo hace un gobierno para cerrar la brecha entre gastos e ingresos? Una solución es imprimir dinero. Los países del Sur Global no pueden hacerlo, porque producen hiperinflación casi inmediatamente. Washington tiene un margen mucho mayor, porque el dinero que imprime está distribuido por cada rincón del planeta y sus efectos inflacionarios también. Claro que todo tiene un límite. Así que para no imprimir tantos cientos de miles de millones por año la otra opción es emitir “Treasury securities”, títulos, notas y bonos del Tesoro, dependiendo del tiempo de maduración de cada uno.
Se llaman seguros porque se asume que el Departamento del Tesoro de Estados Unidos siempre tendrá capacidad de pago―es decir, capacidad de imprimir cada vez que está al borde del default. Otra razón para entender los peligros que acarrea la dolarización de las economía de los países vampirizados por el BM y el FMI, otros dos instrumentos imperialistas de Washington que les exige e impone a las neocolonias una responsabilidad fiscal que Washington nunca, jamás ha practicado.
¿Quienes compran estos bonos?
Los millonarios y las corporaciones ultra millonarias. No los trabajadores. ¿Alguien conoce un compañero de trabajo que ha decidido poner, por decisión propia, sus ahorros en bonos del tesoro de Estados Unidos o de sus propios países? No es algo imposible ni está prohibido por ninguna ley, pero en la práctica son rarezas. Los trabajadores pagan impuestos. Es decir, cuando un trabajador asalariado o el dueño de un pequeño negocio, sea una pizzería o una fábrica de baldosas paga sus impuestos, le está entregando el cien por ciento de ese dinero al Estado. Si recibe algo a cambio será de una forma muy indirecta y a través de un servicio público que no es de su propiedad.
Diferente, cuando un capitalista o sus corporaciones compran notas o bonos del Tesoro, lo que están haciendo es prestarle al Estado el dinero que no han pagado en impuestos. Los bonos suelen ser de varios tipos; unos maduran en un año, otros, en quince o en treinta años. En cualquier caso, el prestamista del gobierno no sólo se asegura que su capital estará bien guardado, sino que recibirá el cien por ciento de regreso más intereses. Estos bonos en realidad son deuda del Estado, la que, llegado el momento de honrar sus compromisos con los inversores, deberán pasarla a los trabajadores en forma de impuestos o de reducción de servicios básicos como salud y educación. Todo en nombre del sinceramiento y la responsabilidad fiscal, “como la de cualquier hogar decente”.
El negocio es redondo y prácticas como estas, legalizadas por las mismas instituciones nacionales y globales, sólo incrementan el poder de los de arriba a costa del sudor de los de abajo, al tiempo que los convence de que si hoy están algo mejor que ayer (en el mejor de los casos), si hoy textean desde un teléfono de última generación mientras que sus abuelos tenían que escribir cartas a mano, todo se debe a las bondades del capitalismo y de que el Club del Uno ha sido protegido de los destructivos y fracasados críticos de siempre que quieren que los pobres y los vagos vivan del Estado sin trabajar―castigando el éxito de los ricos e impidiendo que la República X no se convierta en un país desarrollado como aquellos que saben cómo hacer las cosas, que tienen “otra cultura y otra mentalidad”, como Inglaterra o Estados Unidos.
JM, abril 2023.