Cientos de manifestantes protestaron este miércoles en la localidad de North Charleston, Carolina del Norte, por el asesinato del ciudadano afroestadounidense Walter Scott, de 50 años, quien fue baleado el sábado pasado por un policía blanco mientras intentaba huir, tras haber sido detenido debido a una aparente infracción de tránsito.
La difusión de un video que muestra al agente Michael Slager disparando a la espalda de Scott magnificó el sentir generalizado de descontento, sobre todo por el contraste entre esa evidencia y el reporte que el uniformado pasó a sus superiores luego del incidente. Según él, la víctima había intentado quitarle una picana eléctrica, por lo que se vio forzado a disparar para defender su vida. La salida a la luz pública del documento videográfico también propició un vuelco en las investigaciones sobre el caso, al grado que la alcaldía de North Charleston ha anunciado que Slager enfrentará cargos por asesinato y que podría ser condenado a cadena perpetua e incluso a la pena de muerte.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la brutalidad policial y la inocultable orientación racista del asesinato de Walter Scott no son rasgos aislados. Antes al contrario, forman parte de una distorsión de las funciones de seguridad que aqueja a las corporaciones públicas del vecino país, y que se ha expresado en numerosos casos de asesinatos violentos de civiles a manos de uniformados, en los que las víctimas son, por lo general, negros o latinoamericanos.
Entre los casos más destacados de violencia policial se encuentran el asesinato del adolescente Trayvon Martin, de 17 años, en febrero de 2012 en Florida por un guardia de seguridad que lo consideró sospechoso. El 30 de abril de 2014, el uniformado Christopher Manney disparó contra Dontre Hamilton, de 31 años, quien estaba desarmado. En julio de ese mismo año, Eric Garner, de 43 años, murió estrangulado por el policía blanco Daniel Pantaleo. Un mes después, el agente Darren Wilson asesinó al joven estadunidense Michael Brown, de 18 años, en Ferguson, Misuri, región en la cual, días después, fue ultimado Antonio Martin, de 18 años, también por elementos policiales.
Posteriormente, en septiembre, efectivos de Utah balearon al afroestadunidense Darrien Hunto, de 22 años de edad. El 22 de noviembre, Tamir Rice, de 12 años, fue tiroteado por la policía en Cleveland, al sacar una pistola de juguete mientras jugaba en un parque de esa ciudad. En marzo pasado, el adolescente negro Tony Robinson, de 19 años, fue abatido por un uniformado de Madison, Wisconsin.
A estos asesinatos deben añadirse los de los mexicanos Ernesto Javier Canepa Díaz, Antonio Zambrano Montes y Rubén García Villalpando, en Santa Ana, California; Pasco, Washington, y Euless, Texas, respectivamente, todos a manos de efectivos policiales.
El común denominador en estos casos, además de la condición inerme de las víctimas, es la tendencia manifiestamente racista y clasista en la aplicación del uso de la fuerza y la proclividad de las autoridades a proteger a los autores materiales de los asesinatos. Cabe suponer que de no haber existido el video que muestra el momento en que se dispara a Walter Scott, la situación se habría saldado con impunidad similar a la que prevaleció, por ejemplo, en el homicidio de Michael Brown.
Semejante combinación de barbarie policial, racismo e impunidad debiera propiciar en las organizaciones internacionales defensoras de los derechos humanos un repudio similar al que se ha originado en amplios sectores de la población del vecino país.
Por último, la circunstancia descrita pone de manifiesto el contraste entre las acciones y el discurso de un régimen que se presenta como líder mundial en la protección de los derechos humanos y la dignidad individual, y que desde esa posición autoasumida se dedica a hostilizar a gobiernos de otras naciones, como ha ocurrido recientemente con Venezuela.
Episodios como los de Ferguson y North Charleston dan cuenta de una crisis de derechos humanos dentro del territorio estadounidense que resta autoridad moral a las ínfulas humanitarias de Washington.
Fuente: La Jornada