Por Miguel Angel Ortega Lucas
Para CTXT
Parecía, dijeron los familiares de ella, el matrimonio “entre un elefante y una paloma”. Pero lo cierto es que el elefante era un crío, y en los ojos de la paloma dormitaba un jaguar.
Cuenta la leyenda, propagada por él mismo, que, un día de 1923, el pintor Diego Rivera trabajaba en los frescos que le había encargado el gobierno mexicano para decorar uno de sus edificios académicos, cuando “una niña de doce años”, con “un aire de dignidad y seguridad muy poco habitual”, irrumpió en la sala. Ésta le pidió quedarse para verle trabajar; él accedió. Cinco años después, en 1928, pintando otro fresco, subido a otro andamio, ocurriría una escena simétrica. Pero la niña era ya una joven de “pelo largo y espesas cejas negras”, casi unidas, “semejantes a las alas de un mirlo”. Y no iba a quedarse sólo para mirar.
Es posible que ninguna de esas situaciones llegara a ocurrir nunca (Diego Rivera resultaba un colosal artesano de mentiras). Pero si convenimos que todos los encuentros de este mundo tienen un pie en la voluntad y otro en la fatalidad, uno en el azar y otro en el destino, permítasenos arriesgar también que algunos parecen estar trazados desde antes de que exista el laberinto.
Lo seguro es que ambos coinciden, no sabemos si por primera, segunda o tercera vez, en 1928, en la casa de la artista italiana Tina Modotti. La imantación es gradual e irreversible. La muchacha le invita a su casa de Coyoacán para enseñarle sus obras. “No quiero cumplidos”, advierte; “quiero las críticas de un hombre serio”. Cuando Rivera entra en aquel templo íntimo se enamora dos veces, o dos veces mil, en un sortilegio de espejos multiplicando al infinito la imagen de la niña perturbadora que ha pintado todo aquello. En aquellos cuadros ve su genio, su dolor, su sonrisa brava de Gioconda rota, invencible, su sabiduría, anterior a ella misma, de niña azteca bajo la lluvia. Lo que ve allí, contará después, “le llena de una alegría maravillosa”.
En ese momento, el pintor tiene 42 años y hace rato que ostenta el trono indiscutible del nuevo arte mexicano, de una concepción de la pintura que fascina a la modernidad mundial. Ya ha vivido varias vidas. Ha conocido, en Europa, a varias mujeres, que le han dado varias hijas; a Modigliani y a Picasso; a la bohemia y a la miseria. Ha conocido el horror: se le murió un hijo, bebé aún, de puro frío, “por no poder comprar carbón”. Diego Rivera es sensible y feroz, desmesurado y alegre, gentil y egoísta, adolescente y majestuoso. Aseguraba haber sido criado en los bosques de Guanajuato por una india otomí, Antonia, ante la ausencia de una madre caída en depresión tras la muerte de su otro hijo, gemelo de Rivera, cuando ambos tenían un año. También se siente ungido para cumplir la misión, humana y cósmica, de reinventar su país merced a su procacidad artística, sin pared tampoco con su “procacidad sexual” –observó el francés Le Clézio–: “decidido a coger todo lo que pueda cogerse”. Mujeres, éxito, influencia, dinero... mujeres.
Ese es, a grandes rasgos, el hombre rendido ante la muchacha de 21 años, corazón incendiario y ojos de golondrina, llamada Frida Kahlo, aquel día en Coyoacán. En cuya habitación también hay un espejo real, justo encima de la cama.
El 17 de septiembre de 1925, al borde de los 18 años, Kahlo –que ya padeció a los seis años una poliomielitis que le había dejado casi inútil la pierna izquierda, atrofiada para siempre– iba a subirse con su novio en uno de los nuevos autobuses urbanos de la ciudad, pero el viento le arrebató una sombrilla que llevaba para protegerse del sol. Dejaron ese autobús, recogieron la sombrilla y tomaron el siguiente. Este, al poco de arrancar, fue embestido por un tranvía. El pasamanos del vehículo atravesó a la muchacha “como la espada a un toro”, entrando por el costado izquierdo y saliendo por el vientre. Le partió la columna por tres partes, además del fémur, las costillas... “Perdí la virginidad”, dijo luego. No era metáfora. De vuelta en Coyoacán, dijo a su madre, inmovilizada en la cama con un dolor infernal que no daba tregua: “No me he muerto, y además tengo algo por qué vivir: la pintura”. Así que su madre hizo colocar una estructura que sostuviera el lienzo sobre la cama, y en el techo un espejo, para que ella misma fuera su modelo.
Escribió también Le Clézio: “Lo que seduce a Kahlo es esa imagen del hombre dominador y sensual”, al tiempo que “débil hasta el infantilismo ante las mujeres”. Es posible. Mezcla proteica de depredador y cachorro, Diego Rivera parecía poseer esa fuerza de gravedad que puede atraer por la fascinación de domesticar al peligro. Como acercarse al ojo de un huracán y probar a amansarlo, o besar la tierra para conjurar un maremoto. Es preciso una sibila, una chamana como aquella que le crió en los bosques. Frida Kahlo –rota e invencible, jovencísima y anciana– es esa mujer, de un atractivo que debía de parecerse mucho al de la autoridad que da el haber sufrido todo y saber reírse todavía. Perfecta sabedora de dónde se está metiendo al casarse con Rivera, el 21 de agosto de 1929, doblándole él la edad. Ella con vestido tradicional indio prestado de una criada de sus padres.
Porque ambos comparten un fervor cuasi religioso por la cultura amerindia proscrita hasta prácticamente entonces. La empresa babilónica de Diego Rivera y sus murales gigantescos suponía recuperar la tradición de las naciones pre-hispánicas ultrajadas como brújula de una nueva era; traducirla a un lenguaje visual hermoso, inmediato y comprensible, y hacerla faro de la justicia social. En el centro de ese torbellino cromático, Frida Kahlo es su ídolo de carne y sueño, Madre Tierra del culto en que ambos convierten su relación: esa tercera persona que nace entre dos que se necesitan, y que será la única trinidad posible en ellos, porque Kahlo –dolorosamente, de nuevo– puede concebir, pero no parir hijos (lo intenta dos veces, las dos aborta: entonces pinta como nunca, como pariendo lo imposible).
Diego Rivera podía engancharse, enamorarse incluso, de otras mujeres, pero para amar a alguien de verdad necesita admirarla; arrodillarse ante ella, someterse gozosa y voluntariamente ante el altar. Claro que las diosas buenas también pueden sentir celos, según y cómo. Y decir ahí te quedas cuando ya está de Dios.
Eso sucede cinco años después de la boda, pasada la luna de miel en México y una larga temporada en Estados Unidos. A finales de 1934, Rivera pone a Kahlo unos cuernos a su majestuosa manera: liándose con la misma hermana de Frida, Cristina; una suerte de melliza equívoca de la pintora. Entonces comienza la luna de hiel, de una duración aproximada de un lustro. Kahlo no aguanta la humillación y le abandona. Pero la cruda verdad es que no puede vivir sin él, ni odiarlo. Pinta entonces trasuntos de exorcismo, con la sangre estallando en puñaladas. Trata de vengarse, pero no tiene fuerza, ni ganas. Sólo con el fotógrafo Nickolas Muray, con quien vivirá un hermoso idilio sin complicaciones en Nueva York, en 1938, podrá desquitarse de la frustración de no poder repartirse con la misma ansia desaforada que su marido. Aun entonces, escribe en su diario: “Me acogiste destrozada y me devolviste entera”. No puede olvidar lo que se otorgaron.
Una noche, Rivera la llama por teléfono “para pedirle que consintiera el divorcio”, con “un pretexto vulgar y estúpido”. “Habíamos estados casados trece años”, contó mucho después el pintor a su biógrafa. “Seguíamos queriéndonos”, pero... “quería ser libre para comportarme a mi gusto con las mujeres”. Y añadía, quizás mintiendo: “Frida no se oponía a que yo fuera infiel. Lo que no podía admitir es que yo eligiese mujeres que no valían tanto como yo, o que eran inferiores a ella”.
Sin embargo, algo que tendría mucho que ver con una suerte de retorcido orgullo (y de voluntaria fatalidad) es lo que sucede para que, hacia finales de 1940, y so pretexto de un médico que advertía de las “consecuencias dramáticas” que para la salud de Kahlo tenía la separación, la pareja se una de nuevo. Acuerdan entonces, en una suerte de performance muy seria, que ella será su mujer otra vez, pero que no tendrán relaciones sexuales. En realidad, lo que hacen es darse carta blanca para hacer lo que quieran sin decirlo explícitamente. Y esa suerte de contrato de juguete, en segundas nupcias, resulta una confesión: la de no poder vivir el uno sin el otro; ni él, por mucho que le gusten las mujeres, ni ella, por mucho que su herida prefiera la soledad.
Es, en realidad, una renovación de la vieja ceremonia con un paso más allá de comprensión: vuelven a atarse, pero para ser más libres que antes. El acuerdo vodevilesco les libera de la obligación de estar o no físicamente compartiendo espacio, días, facturas, pero declarando de manera universal que están ya dentro el uno del otro de forma irreparable. Si un acuerdo matrimonial tuvo sentido alguna vez, fue este: dos individuos de libertad feroz rendidos ante la ley última que ya decidió, muy por encima de ellos, que su voluntad iba a ser rehén continuo de un destino ciego.
Hay otras dos escenas, quizás igual de apócrifas que las del principio, pertenecientes a la recta final de su vida en común. Convertida la casa familiar de Coyoacán en la Casa Azul, templo y hogar de retiro de Frida Kahlo, comenzó por entonces a frecuentar a la pintora otra fiera melliza, ya crecida pero a muchos litros luz aún de convertirse en leyenda, llamada Chavela Vargas. Contaba ésta, medio siglo después, que Diego Rivera dejó a su mujer una pistola debajo de la almohada, cuando sus complicaciones de salud eran ya alarmantes: “Mátate” –le escribía en una nota–. “Si no puedes soportar el dolor, mátate”. También mucho después, la hermana de Rivera, María del Pilar, contaba en sus memorias otra estampa: Frida, al intuir cercana su muerte, habría citado a Emma Hurtado, la ayudante de su marido, para hacerle prometer que se casaría con Diego después de muerta ella, para que tuviera quién le cuidase.
Pueden resultar dos escenas grotescas; en realidad son conmovedoras. Ojalá fueran verdad. Apuntan a lo que de verdad debiera consistir eso que suelen llamar, con escalofriante ligereza, “amor”.
Frida Kahlo murió el 13 de julio de 1954. Empezó entonces a vivir en la historia, y Diego Rivera, dulce ogro ingobernable, a envejecer.
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