La herida de García Lorca, 78 años después

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Por Manuel Rico
Para Nueva Tribuna

El 19 de agosto de 1936, Federico García Lorca era asesinado en algún barranco entre Viznar y Alfacar, en las afueras de Granada. Dos meses antes había cumplido 38 años y hacía justo un mes del golpe militar encabezado por el general Franco contra el gobierno del Frente Popular. Para los rebeldes, más allá de las razones de carácter local y de las circunstancias en que se produjo su asesinato (contadas con todo detalle por Ian Gibson y por Félix Grande en dos ensayos imprescindibles), el poeta formaba parte de uno de los sectores más odiados por los ideólogos del fascismo: la intelectualidad republicana. Federico García Lorca estaba en el ojo del huracán de la renovación y democratización de la cultura española que se vivía en la República. Su condición de homosexual, además, hacía especialmente odiosa su figura a quienes se autoproclamaron salvadores de la “España eterna”.

Su asesinato, un precedente
La muerte de Federico supuso una conmoción en el mundo cultural en lengua castellana y, más allá, en la cultura universal. Puso de relieve la brutalidad de quienes habían decidido acabar con el gobierno democrático de la República y anticipó, en cierto modo, el ensañamiento que contra el mundo de la cultura se desplegaría a lo largo de los años posteriores: durante la Guerra Civil, en la postguerra inmediata y, en el ámbito europeo, antes y durante la Segunda Guerra Mundial bajo el dominio del nazismo.

En Federico García Lorca se concentraba, además, una serie de cualidades que hacían de él un ser excepcional y un creador de una magnitud pocas veces vislumbrada en la historia de la literatura española y, más allá, en la historia de la literatura universal (no sólo en castellano). Fue un poeta inabarcable, desde su casi adolescente Libro de poemas (1921) hasta el surrealismo de Poeta en Nueva York (1936) o del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (1935), pasando por mundo en claroscuro, en el que se mezclan realidad y ensoñación, de los gitanos en Poema del cante jondo (1921) o en el Romancero gitano (1928) o por la delicadeza extrema de Diván de Tamarit (1936) o de sus canciones, sin olvidar el homoerotismo próximo a lo maldito de sus Sonetos del amor oscuro (1936). Fue un poderoso dramaturgo, tal y como mostró en obras como Bodas de sangre (1933),Yerma (1934), La casa de Bernarda Alba (1936) o un dibujante original y rupturista y no desdeñó acercamientos a la música clásica y popular: componiendo e interpretando. También nos mostró su condición de más que notable prosista en un libro iniciático, Impresiones y paisajes (1918).

Poeta universal
Cuando fue asesinado, pese a su juventud, Federico gozaba de un reconocimiento universal y había demostrado un genio creativo sin paralelismo alguno entre sus contemporáneos. Junto a ello, es de destacar (algo que sin duda está también en el trasfondo de su asesinato) su compromiso con la cultura: con la más elaborada, a través de su aportación a la vida cotidiana y a la actividad intelectual y artística de la Residencia de Estudiantes (con Buñuel, Dalí, Juan Ramón y un largo etcétera de intelectuales republicanos), una institución regeneracionista y radicalmente democrática; y con la cultura popular, compromiso en el que destacó su labor, junto a Margarita Xingú, en “La barraca”, el proyecto que, hecho realidad, llevó el teatro clásico a los rincones más apartados de nuestra geografía. Con ello quiero subrayar que, junto a su trabajo como creador, mantuvo siempre una colaboración entusiasta con el empeño educativo, difusor de la cultura, “ilustrador” en el sentido más profundo de la palabra, de la República.

Por otro lado, Lorca contribuyó a hacer de la Generación del 27 una de las promociones con mayor capacidad renovadora de la poesía española de cuantas se expresaron a lo largo del siglo XX. Con los precedentes de Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, poetas que abren nuestra lírica a la modernidad y la vinculan con las corrientes más activas en el ámbito internacional, los nombres de Rafael Alberti, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Luis Cernuda, Emilio Prados, Gerardo Diego, Dámaso Alonso o Manuel Altolaguirre, acompañantes de Federico en aquella experiencia poética colectiva (y a la vez fuertemente individualista), contribuirían al desarrollo de una auténtica “edad de plata” de la lírica española. Si a ello añadimos los estrechos vínculos de esta generación con la poesía latinoamericana (Huidobro, César Vallejo, Pablo Neruda…) no es difícil entender su importancia no sólo en el siglo XX, sino, más allá, en el propio comienzo del siglo XXI.

Su asesinato lo convirtió en un símbolo
¿Hasta qué cotas de creatividad habría llegado Federico en caso de no haber sido asesinado en plena juventud y en plena madurez creativa? Es imposible saberlo pero no es difícil imaginarlo si tenemos en cuenta el altísimo nivel medio de calidad de la obra que nos dejó. Lo que sí sabemos, no obstante, es que su trágica muerte lo convirtió, durante toda la posguerra y en los años previos a la transición española (incluso en la transición) en el símbolo de la brutalidad más extrema del franquismo, del asesinato cultural y físico, de la voluntad de exterminio de toda mirada crítica y de cualquier opción transformadora. Cierto que fue el primero, pero no fue la única víctima de esa brutalidad en el ámbito de la poesía: Rafael Alberti, Luis Cernuda, Pedro Salinas o León Felipe, como Juan Ramón, se convirtieron en símbolos de la España trasterrada, del exilio, durante décadas; Antonio Machado fue el símbolo de la muerte de quienes cruzaron el Pirineo para acabar en los campos de concentración del sur de Francia; Miguel Hernández simbolizó la muerte en las cárceles franquistas, Vicente Aleixandre, el exilio interior… ¿A qué seguir?

¿Dónde están los restos de Federico?
A 78 años de aquel asesinato, hay una zona de sombra que no deja de gravitar sobre la memoria de nuestra cultura y sobre la memoria colectiva de nuestro pueblo: ¿qué fue de los restos de Federico? No pocos intelectuales, comenzando por Ian Gibson, han mostrado su preocupación por las dificultades que, desde distintos ámbitos (también desde el familiar), se han puesto para la búsqueda de los restos del poeta. Durante un tiempo, sin embargo y en aplicación de la Ley de la Memoria Histórica, se realizaron distintas excavaciones. Fue en 2009 en la fosa de Alfacar, por iniciativa de la Junta de Andalucía y respondiendo a las peticiones de las familias de quienes fueron fusilados junto al poeta y a pesar de las reservas de la familia de Federico respecto a las excavaciones: el maestro Dióscoro Galindo, los banderilleros Francisco Galadí y Joaquín Arcollas, el inspector de tributos Fermín Roldán y el restaurador Miguel Cobo.

Aunque ha habido voces, además de la familia, que han expresado su oposición a que se sigan buscando los restos del poeta, no parece que sea la posición más acorde con la dimensión de la herida que el fascismo provocó en la España democrática. Al igual que, en nombre de la memoria histórica, exigimos que se atienda a quienes buscan a sus familiares desaparecidos durante y después de la guerra, existe un derecho colectivo a recuperar los restos de Federico. Se nos dirá que la familia del poeta no los reclama. Sin embargo, la personalidad del escritor y las circunstancias en que se produjo su asesinato desbordan el ámbito familiar. Comparto a este respecto la opinión que hace tres años, expresó Ian Gibson, el mejor biógrafo que ha tenido García Lorca, a La Vanguardia:"Lorca es una voz mundial y un enigma. Es el escritor más traducido de todos los tiempos. Me gustaría que hubiera un partido que fuera capaz de desentrañar la muerte de Lorca para que este país se sintiera en paz y reconciliado”, dijo. Y añadió: “España tiene que recuperar a sus muertos -continúa, y Lorca no es de la familia solo, que, además, apenas le conocieron. Él pertenece al mundo".

Mientras la España democrática no lo recupere en todos sus extremos y sus restos no estén enterrados en un lugar reconocible por todos, seguiremos sin cerrar esa inmensa herida. De algún modo, esa fue la apelación de Antonio Machado en el poema que le dedicó tras su asesinato:

“Se le vio caminar. / Labrad, amigos, / de piedra y sueño, en la Alhambra, / un túmulo al poeta, / sobre una fuente donde llore el agua, / y eternamente diga: / el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!”

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