La muerte del periodismo

La vista gorda: los periodistas allanaron el camino de Assange al Gulag de EE.UU.

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Detención de Assange en la embajada ecuatoriana en Londres, abril de 2019

Por Jonathan Cook
Para Counterpunch

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

Esta semana han comenzado las audiencias en un tribunal británico para dictaminar sobre la extradición de Julian Assange. Las vicisitudes de más de una década que nos ha llevado hasta el punto en que nos encontramos deberían horrorizar a todo aquel preocupado por la creciente fragilidad de nuestras libertades.

Un periodista y editor ha sido privado de libertad durante diez años. Según los expertos de Naciones Unidas, Assange ha sido arbitrariamente detenido y torturado la mayor parte de ese tiempo mediante un estricto confinamiento físico y una presión psicológica continuada.  La CIA ha pinchado sus comunicaciones y le ha espiado cuando estaba bajo asilo político, en la embajada de Ecuador en Londres, vulnerando sus derechos legales más fundamentales. La jueza que ha supervisado las vistas tiene un grave conflicto de intereses (su familia está muy relacionada con los servicios de seguridad británicos) que no ha declarado y que debería haberla impedido hacerse cargo del caso.

Todo indica que Assange será extraditado a Estados Unidos para enfrentarse a un juicio amañado frente a un gran jurado dispuesto a enviarle a una prisión de máxima seguridad para cumplir una sentencia de hasta 175 años de prisión.

Todo esto no está pasando en una dictadura de pacotilla del Tercer Mundo. Está teniendo lugar bajo nuestras narices, en una gran capital occidental y en un Estado que dice proteger los derechos de la prensa libre. Está ocurriendo no en un abrir y cerrar de ojos, sino a cámara lenta, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año.

La única justificación para este ataque implacable a la libertad de prensa –dejando de lado la sofisticada campaña de ataque que los gobiernos occidentales y los medios de comunicación sumisos han llevado a cabo  contra la personalidad de Assange– es que un hombre de 49 años publicó documentos que mostraban los crímenes de guerra de EE.UU. Esa es la razón –la única razón– por la que Estados Unidos pretende su extradición y por la que Assange ha estado languideciendo en confinamiento solitario en la prisión de alta seguridad de Belmarsh durante la pandemia del covid-19. La solicitud de libertad bajo fianza promovida por sus abogados fue rechazada.

Una cabeza en una pica

Mientras toda la prensa le abandonaba hace una década, y se hacía eco de los comentarios oficiales que lo ridiculizaban por su higiene personal y el tratamiento a su gato, Assange se encuentra actualmente en la situación que predijo en su día que estaría si los gobiernos occidentales se salían con la suya. Está a la espera de su entrega a Estados Unidos para ser encerrado el resto de sus días.

Dos son los objetivos que Estados Unidos y Reino Unido querían lograr mediante la evidente persecución, reclusión y tortura de Assange.

En primer lugar, la inhabilitación de el propio Assange y de Wikileks, la organización de transparencia que fundó con otros colaboradores. El uso de Wikileaks tenía que ser demasiado arriesgado para potenciales denunciantes de conciencia. Esa es la razón por la que Chelsea Manning (la soldado estadounidense que filtró los documentos sobre crímenes de guerra de Estados Unidos en Irak y Afganistán por los que Assange se enfrenta a la extradición) también fue sometida a una rigurosa reclusión. Posteriormente sufrió repetidos castigos en la prisión para forzarla a testificar contra Assange.

El propósito era desacreditar a Wikileaks y organizaciones similares y evitar que publicaran nuevos documentos reveladores, del tipo de los que muestran que los gobiernos occidentales no son los “chicos buenos” que manejan los asuntos del mundo en beneficio de la humanidad, sino matones globales muy militarizados que promueven las mismas políticas coloniales de guerra, destrucción y pillaje que siempre han aplicado.

Y, en segundo lugar, había que sentar ejemplo. Assange tenía que sufrir horriblemente y a la vista de todos para disuadir a otros periodistas de seguir sus pasos. Sería el equivalente moderno de colocar la cabeza del enemigo en una pica a las puertas de la ciudad.

El hecho evidente –confirmado por la cobertura mediática del caso– es que esa estrategia promovida principalmente por EE.UU. y Reino Unido (con Suecia jugando un papel secundario) ha tenido un enorme éxito. La mayor parte de los periodistas de los grandes medios siguen vilipendiando con entusiasmo a Assange, ahora al ignorar su terrible situación.

 Una historia oculta a vista de todos

Cuando Assange se apresuró a buscar asilo político en la embajada de Ecuador en 2012, los periodistas de todos los medios convencionales ridiculizaron su afirmación (ahora claramente justificada) de que intentaba evadir la iniciativa de EE.UU. para extraditarle y encerrarle de por vida. Los medios continuaron con su burla incluso cuando se acumularon pruebas de que un gran jurado se había reunido en secreto para redactar acusaciones de espionaje contra él, y que dicho jurado actuaba desde el distrito oriental de Virginia, sede central de los servicios de seguridad e inteligencia estadounidense. Cualquier jurado de la zona está dominado por el personal de seguridad y sus familiares. No tenía ninguna esperanza de lograr un juicio justo.

Llevamos ocho años soportando que los grandes medios eludan el fondo del caso y  se dediquen complacientes a atacar su personalidad, lo que ha allanado el camino para la actual indiferencia del público ante la extradición de Assange y ha permitido la ignorancia general de sus horrendas implicaciones.

Los periodistas mercenarios han aceptado, al pie de la letra, una serie de razonamientos que justifican el encierro indefinido de Assange en interés de la justicia –antes incluso que su extradición– y que se pisotearan sus derechos legales más básicos. El otro lado de la historia –el de Assange, la historia oculta a vista de todos– ha permanecido invariablemente fuera de la cobertura mediática, ya sea de la CNN, o del New York Times, la BBC o el Guardian.

Desde Suecia hasta Clinton

Al principio se dijo que Assange había huido para no responder a las acusaciones de agresión sexual presentadas en Suecia, a pesar de que fueron las autoridades suecas las que le permitieron salir del país; a pesar de que la fiscal original del caso, Eva Finne, descartara la investigación contra él por “no existir sospecha alguna de cualquier delito”, antes de que otra fiscal tomara el caso por razones políticas apenas ocultas; y a pesar de que Assange posteriormente invitara a la fiscalía sueca a interrogarle en el lugar donde se encontraba (en la embajada), una opción que normalmente no supone ningún problema en otros casos pero fue absolutamente rechazada en este.

No se trata solo de que los grandes medios no proporcionaran a sus lectores el contexto de la versión de Suecia. Ni de que se ignoraran muchos otros factores a favor de Assange, como la prueba falsificada en el caso de una de las dos mujeres que alegaron agresión sexual y la negación por parte de la otra a firmar la acusación de violación que la policía había preparado para ella.

Se mentía burda y repetidamente al decir que se trataba de una “denuncia de violación”, cuando Assange simplemente era requerido para un interrogatorio. Nunca se levantaron cargos de violación contra él porque la segunda fiscal sueca, Marianne Ny –y sus homónimos británicos, entre otros Sir Keir Starmer, entonces fiscal jefe del caso y ahora líder del Partido Laborista– aparentemente intentaban evitar la poca credibilidad de las alegaciones interrogando a Assange. Era mucho mejor para sus propósitos dejar que Julian se pudriera en un pequeño cuarto de la embajada.

Cuando el caso sueco se vino abajo –cuando resultó evidente que la fiscal original tenía razón al concluir que no existía prueba alguna que justificara nuevos interrogatorios, por no decir acusaciones firmes– la clase política y los medios de comunicación cambiaron de táctica.

De repente la reclusión de Assange estaba implícitamente justificada por razones completamente diferentes, razones políticas –porque supuestamente había contribuido a la campaña presidencial de 2016 de Donald Trump publicando correos electrónicos, presuntamente “hackeados” por Rusia de los servidores del partido Demócrata. El contenido de esos correos, ocultos por los medios en aquel entonces y muy olvidados en la actualidad, desvelaban la corrupción en la campaña de Clinton y las iniciativas llevadas a cabo para sabotear las primarias del partido y debilitar a su rival para la nominación presidencial, Bernie Sanders.

The Guardian fabrica una mentira

A la derecha autoritaria no le ha preocupado mucho el prolongado confinamiento de Assange en la embajada y su posterior encarcelamiento en Belmarsh por haber sacado a la luz los crímenes de guerra de EE.UU., por tanto la prensa no ha invertido ningún esfuerzo en unirla para la causa. La campaña de demonización contra Assange se ha centrado en temas a los tradicionalmente son más sensibles los liberales y la izquierda, que de otro modo tendrían escrúpulos en tirar por la borda la Primera Enmienda y encerrar a la gente por hacer periodismo.

Al igual que las alegaciones de Suecia, a pesar de que no concluyeran en ninguna investigación, se aprovecharon de lo peor de las impulsivas políticas identitarias de la izquierda, la historia de los correos “hackeados” fue diseñada para distanciar a la base del partido Demócrata. Por extraordinario que parezca, la idea de que Rusia penetró en los ordenadores del partido Demócrata persiste a pesar de que pasados los años –y tras una ardua investigación del “Rusiagate” a cargo de Robert Mueller– todavía no se puede sostener con pruebas reales. De hecho, algunas de las personas más cercanas a la materia, como el antiguo embajador británico Craig Murray, han insistido todo el tiempo en que los correos no fueron hackeados por Rusia, sino filtrados por un miembro desengañado del partido Demócrata desde el interior.

Pero todavía es un argumento de mayor peso el hecho de que una organización de transparencia como Wikileaks no tenía más opción que exponer los abusos del partido Demócrata, una vez que obraron en su poder dichos documentos, fuera cual fuera la fuente.

Una vez más, la razón por la que Assange y Wikileaks acabaron mezclados con el fiasco del Rusiagate –que desgastó la energía de los simpatizantes demócratas en una campaña contra Trump que lejos de debilitarle le fortaleció– es la cobertura crédula que realizaron prácticamente todos los grandes medios del caso. Periódicos liberales como el Guardian fueron aún más lejos y fabricaron descaradamente una historia –en la que falsamente informaban de que el asistente de Trump, Paul Manafort, y unos “rusos” sin nombre visitaron en secreto a Assange en la embajada– sin que ello les trajera repercusiones ni llegaran a retractarse en ningún momento.

Se ignora la tortura de Assange

Todo ha posibilitado lo ocurrido posteriormente. Una vez que el caso de la fiscalía sueca se desvaneció y no existían motivos razonables para impedir que Assange saliera en libertad de la embajada, los medios de comunicación decidieron en comandita que el quebrantamiento técnico de la libertad vigilada era motivo suficiente para su reclusión continuada en la embajada o, mejor aún, para su detención y encarcelamiento. Dicho quebrantamiento se basada, desde luego, en la decisión de Assange de buscar asilo en la embajada motivada por el justificada creencia en que Estados Unidos planeaba pedir su extradición y encarcelamiento.

Ninguno de estos periodistas bien pagados pareció recordar que, según el derecho británico, está permitido no cumplir las condiciones de la fianza si existe una “causa razonable”, y huir de la persecución política entra evidentemente dentro de las causas razonables.

Los medios de comunicación también ignoraron deliberadamente las conclusiones del informe de Nils Melzer, académico suizo de derecho internacional y experto de Naciones Unidas en la tortura, según las cuales Reino Unido, EE.UU. y Suecia  no solo habían negado a Assange sus derechos legales básicos sino que se habían confabulado para someterle a años de tortura psicológica –una forma de tortura, según señalaba Melzer, perfeccionada por los nazis por ser más cruel y más efectiva que la tortura física.

Como resultado, Assange ha sufrido un importante deterioro en su salud  física y cognitiva y ha perdido mucho peso. Nada de ello ha merecido más allá de una simple mención por parte de los grandes medios –especialmente cuando su mala salud le ha impedido asistir a alguna audiencia. Las repetidas advertencias de Melzer sobre el maltrato a Assange y sus efectos han caído en oídos sordos. Los medios de comunicación simplemente han ignorado las conclusiones de Melzer, como si nunca hubieran sido publicadas, en el sentido de que Assange ha sido, y está siendo, torturado. Solo tenemos que detenernos a pensar la cobertura que habría recibido el informe de Melzer si hubiera sido motivado por el tratamiento a un disidente de un Estado oficialmente enemigo como Rusia o China.

La sumisión de los medios de comunicación ante el poder

El año pasado la policía británica –en coordinación con un Ecuador presidido por Lenin Moreno, ansioso por estrechar sus lazos con Washington– irrumpió en la embajada para sacar a la fuerza a Assange y encerrarle en la prisión de Belmarsh. Los periodistas volvieron a mirar hacia otro lado en la cobertura de este suceso.

Llevaban cinco años manifestando la necesidad de “creer a las mujeres” en el caso de Assange, aunque eso supusiera ignorar las evidencias, y luego proclamando la santidad de las condiciones de la fianza, aunque se usaran como un simple pretexto para la persecución política. Ahora, todo eso había desaparecido en un instante. De repente, los nueve años de reclusión de Assange basados en la investigación de una agresión sexual inexistente y una infracción menor de la fianza fueron sustituidos por la acusación por un caso de espionaje. Y la prensa volvió a unirse contra él.

Hace unos pocos años la idea de que Assange pudiera ser extraditado a EE.UU. y encerrado de por vida, al considerar “espionaje” su práctica del periodismo, era objeto de mofa por su inverosimilitud. Era algo tan ofensivamente ilegal que ningún periodista “establecido” podía admitir que fuera la verdadera razón para su solicitud de asilo en la embajada. La idea fue ridiculizada como un producto de la imaginación paranoide de Assange y sus seguidores y una excusa fabricada para rehuir la investigación de la fiscalía sueca.

Pero cuando la policía británica invadió la embajada en abril del pasado año y le detuvo para facilitar su extradición a Estados Unidos, precisamente acusándole de espionaje, lo que confirmaba las sospechas de Assange, los periodistas informaron de ello como si desconocieran el trasfondo de la historia. Los medios olvidaron deliberadamente el contexto porque les habría obligado a aceptar que son unos ingenuos ante la propaganda estadounidense, unos apologistas del excepcionalismo de Estados Unidos y de su ilegalidad, y porque habría demostrado que Assange, una vez más, tenía razón. Habría demostrado que él es el verdadero periodista, y no ellos y su periodismo corporativo apaciguado, complaciente y sumiso.

La muerte del periodismo

En estos momentos todos los periodistas del mundo deberían rebelarse y protestar ante los abusos que ha sufrido y está sufriendo Assange, un fatídico destino que se prolongará si se aprueba su extradición. Deberían estar publicando en las primeras páginas y manifestando en los programas informativos de televisión su protesta por los abusos interminables y descarados del proceso contra Assange en los tribunales británicos, entre otros el flagrante conflicto de intereses de Lady Emma Arbuthnot, la juez que supervisa el caso.

Deberían armar un escándalo por la vigilancia ilegal de la CIA  a la que fue sometido Assange mientras se hallaba recluido en las instalaciones de la embajada ecuatoriana, e invalidar la falsa acusación contra él por haber violado las relaciones entre abogado y cliente. Deberían mostrarse indignados ante las maniobras de Washington, a las que los tribunales británicos aplicaron una fina capa del barniz del procedimiento reglamentario, diseñado para extraditarle bajo la acusación de espionaje por realizar un trabajo  que está en el mismo núcleo de lo que se supone es el periodismo: pedir cuentas al poder.

Los periodistas no tienen por qué preocuparse por Assange ni este tiene por qué caerles bien. Tienen que manifestar su protesta porque la aprobación de su extradición marcará la muerte oficial del periodismo. Significará que cualquier periodista del mundo que desentierre verdades embarazosas sobre Estados Unidos, que descubra sus secretos más oscuros, tendrá que guardar silencio o se arriesgará a pudrirse en una cárcel el resto de su vida.

Esa perspectiva debería horrorizar a cualquier periodista. Pero no ha ocurrido así.

Carreras y estatus, no la verdad

Claro está que la inmensa mayoría de periodistas occidentales no llegan a desvelar un secreto importante de los centros de poder en toda su carrera profesional, ni siquiera aquellos que aparentemente se dedican a monitorizar esos centros de poder. Dichos periodistas reescriben los comunicados de prensa y los informes de los grupos de presión, sonsacan a fuentes internas del gobierno que los utilizan para llegar a las grandes audiencias y transmiten los chismes y maledicencias de los pasillos del poder.

Esa es la realidad del 99 por ciento de lo que llamamos periodismo político.

No obstante, el abandono de Assange por parte de los periodistas  –la completa falta de solidaridad ante la persecución flagrante de uno de ellos, similar a la de los disidentes que tiempo atrás eran enviados a un gulag– debería deprimirnos. No significa solo que los periodistas han abandonado la pretensión de hacer auténtico periodismo, sino también que han renunciado a la aspiración de que cualquier otro lo haga.

Significa que los periodistas de los grandes medios, los medios corporativos, están dispuestos a ser considerados por sus audiencias con mayor desdén de lo que ya lo son. Porque, a través de su complicidad y su silencio, se han puesto del lado de los gobiernos para que cualquiera que pida cuentas al poder, como Assange, termine entre rejas. Su propia libertad les encasilla como una élite cautiva; la prueba irrefutable de que sirven al poder es que no lo confrontan.

La única conclusión posible es que a los periodistas de los grandes medios les importa menos la verdad que su carrera profesional, su salario, su estatus y su acceso a los ricos y poderosos. Como Ed Herman y Noam Chomsky explicaron hace tiempo en su libro Los guardianes de la libertad, los periodistas alcanzan la clase media tras un largo proceso diseñado para deshacerse de aquellos que no están claramente en sintonía con los intereses ideológicos de sus editores.

Una ofrenda sacrificial

En resumen, Assange desafió a todos los periodistas al renunciar a su “acceso” (a dios) y a su modus operandi: revelar destellos ocasionales de verdades muy parciales obtenidas de sus fuentes “amigables” (e invariablemente anónimas) que utilizan los medios de comunicación para marcar puntos a sus rivales de los centros de poder.

En vez de eso, a través de denunciantes de conciencia, Assange desenterró la verdad cruda, sin adornos, plena, cuya exposición a la luz pública no ayudaba a ningún poderoso, solo a nosotros, al público, cuando tratábamos de entender lo que se estaba haciendo y se había hecho en nuestro nombre. Por primera vez pudimos ser testigos del comportamiento peligroso y a menudo criminal de nuestros dirigentes.

Assange no solo puso en evidencia a la clase política, también a los medios de comunicación, por su debilidad, su hipocresía, su dependencia de poder, su incapacidad para criticar el sistema corporativo en el que están inmersos.

Pocos de ellos pueden perdonarle ese delito. Y esa es la razón por la que estarán ahí, alentando su extradición, aunque solo sea mediante su silencio. Unos pocos escritores liberales esperarán hasta que sea demasiado tarde para Assange, hasta que haya sido empaquetado para su entrega, y expresarán en columnas dolientes, con poco entusiasmo y de forma evasiva, que por muy desagradable que se supone que sea Assange no se merecía el tratamiento que Estados Unidos le había reservado.

Pero eso será demasiado poco y demasiado tarde. Assange necesitaba hace tiempo la solidaridad de los periodistas y de las asociaciones de prensa, así como la denuncia a pleno pulmón de sus opresores. Él y Wikileaks estaban a la vanguardia de un combate para reformular el periodismo, para reconstruirlo como el verdadero control del poder desbocado de nuestros gobiernos. Los periodistas tenían la oportunidad de unirse a él en esa lucha. En vez de eso huyeron del campo de batalla, dejándole como una oferta sacrificial ante sus amos corporativos.

 

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