Por Ferran Barber
Para Diásporas/Público
A finales de 2012, François Hollande arremetió agriamente contra Gerard Depardieu acusándolo de mezquino, insolidario y desertor fiscal. El actor era el más visible de los pudientes galos que habían decidido darse a la fuga para zafarse de las nuevas políticas impositivas del gobierno de Hollande. Pero lo cierto es que su caso no era ni de lejos anecdótico. De acuerdo al último informe anual del New World Wealth, más de 260.000 millonarios han abandonado sus mansiones oficiales durante la última década en pos de una vida mejor.
Al igual que Depardieu, buena parte de ellos se han echado los baúles Gucci a las espaldas acuciados por las “despiadadas” políticas fiscales de sus países de origen. Otros, como los “megaricos” mexicanos, dicen huir de la violencia y de la mugre. En España han recalado cuatro gatos, pese a que el Gobierno de Rajoy lleva ya varios años voceando “visas de oro” de saldo en el mercado de los permisos VIP de residencia.
El detallado análisis demográfico de los movimientos de este privilegiado grupo de población indica, por un lado, que se trata de un fenómeno global. Y por otro, que afecta a un porcentaje muy significativo del total de gente acaudalada. ¿A dónde se dirigen de manera preferente los nómadas del capital? Durante el periodo comprendido entre 2003 y 2013, los países que han recibido un mayor número de millonarios son, de más a menos, el Reino Unido (114.000), Singapur (45.000), Estados Unidos (42.000), Australia (22.200), Hong Kong (19.700), Canadá (13.600) y los Emiratos Árabes Unidos (10.100).
El país que ha sufrido una sangría más significativa de su población pudiente es China, que ha perdido a 76.200. Le siguen la India (43.400), Francia (31.700), Italia (18.600), Rusia (14.000) y Suiza (10.600).
En definitiva, sabíamos que lloraban y ahora hemos descubierto que también emigran en masa. ¿Qué es lo que les alienta a echarse sus baúles de La Prune a las espaldas y a salir volando en Gulfstream? Buena parte de estos desertores europeos son exiliados fiscales a los que les produce sarpullidos renunciar a un pedacito de sus beneficios colosales en el nombre de conceptos tan ampulosamente etéreos como “redistribución de la riqueza” o “bien común”. “Este señor ha desertado en plena lucha contra la recesión”, dijo de Depardieu la ministra de Cultura gala, Aurelie Filipetti.
Y en efecto, así era. La mayoría de los norteamericanos ricos que han abandonado su país o han renunciado a su nacionalidad en el transcurso de los últimos diez años lo han hecho por idénticos motivos. Se da también la circunstancia de que a muchos millonarios ha dejado ya de compensarles el fijar su residencia en paraísos fiscales. La vigilancia internacional se ha estrechado y aquellos buenos tiempos de la “cuasi” impunidad han pasado a la historia. Puestos a buscar un lugar que los reemplace, Singapur se lleva el gato al agua. Este pequeño estado se halla en disposición de ofrecer ventajosas políticas tributarias en un entorno financiero muy sofisticado y, a diferencia de los paraísos fiscales, no está contaminado por actividades ilegales como el blanqueo de dinero.
Paradójicamente, Estados Unidos es un país tanto emisor como receptor de millonarios. Durante los últimos siete u ocho años, han comenzado a crecer las urbanizaciones “exclusivas” para hispanos en ciudades sureñas como Dallas, San Antonio, El Paso o San Diego. En este caso, y en el de los migrantes procedentes de otras potencias emergentes como Brasil, lo que la gente acaudalada busca es un lugar más socialmente saludable, lejos de la pobreza y sobre todo, de la inseguridad, la extorsión y los secuestros. Sus compatriotas se refieren a ellos como los “migrantes fresa”.
Tal es la magnitud de este flujo migratorio que algunos medios locales de comunicación del sur de los Estados Unidos han comparado esta avalancha con la oleada de exiliados que se produjo en 1910, tras la revolución mexicana. Obviamente, a estos “migrantes fresa” de Nuevo León o Chihuahua no les aguardan los rancheros de Arizona con un rifle de asalto. Para obtener un permiso legal de residencia, basta con que realicen una inversión de entre medio millón y un millón de dólares norteamericanos.
¿Es esta migración global de millonarios un fenómeno coyuntural y efímero? Todo apunta a que no. Dos de cada tres ricos de China -el mayor exportador mundial de potentados- han asegurado en una encuesta reciente que van a abandonar el país tan pronto como se presente la oportunidad. Lo que les mueve, aseguran, es el deseo de proporcionar a sus hijos una educación mejor. Asimismo, muchos dicen huir de la polución y sobre todo, de la inseguridad que les produce haber amasado su fortuna en un país supuestamente comunista. En otras palabras, temen que el marco legal pueda modificarse de un día para otro y desean poner a buen recaudo su dinero.
Análogas razones han movido a muchos rusos a concentrarse en barrios de la capital británica como el popular Londongrado. El mismo Gobierno que lleva años advirtiendo de los horrores de una eventual invasión de búlgaros y de rumanos pobres ha puesto bajo los pies de los ricos moscovitas una alfombra legal que les ayude a aterrizar en el país y a quedarse para siempre. Derribar los muros de Fortaleza Europa es un proceso burocráticamente sencillo, a condición de que se tenga el dinero necesario para adquirir un visado VIP de residencia. A los oligarcas rusos que se han mudado al Reino Unido viene a costarles un millón de libras.
Euro arriba o euro abajo, pocos son los Gobiernos europeos que no han puesto sus ciudadanías a la venta, mientras reciben a balazos (de goma) a los parias que se encaraman por las vallas. El Ejecutivo de Rajoy fue uno de los pioneros. Y aun así, sus visados 'exprés' han resultado un fiasco. Menos de un centenar de personas obtuvieron el año pasado el derecho legal a vivir en nuestro país por este medio.
Los llamados “golden visas” plantean una desigualdad estructural en los distintos sistemas jurídicos donde se introduce que consiste, esencialmente, en discriminar positivamente a las personas con recursos a la hora de conceder el derecho a residir en un país. Nada de rellenar documentos en las colas de las comisarías o acreditar detalles insignificantes acerca de los vínculos con el estado español, portugués, belga o británico. El “visado de oro” se obtiene a golpe de talonario.
En el caso español, son varios los supuestos en los que la gente acaudalada puede conseguir la residencia a través de este atajo: adquirir una vivienda de un valor superior a medio millón de euros, gastar dos millones en deuda pública, invertir un millón en depósitos o acciones o impulsar proyectos empresariales. El visado no incluye el permiso de trabajo, pero tampoco obliga a residir en España. Tan sólo fuerza a visitar el país una vez al año. Además, garantiza la libertad de movimiento en el espacio Schengen, lo que de entrada parecía un reclamo poderoso para muchos ciudadanos de fuera de la eurozona. Sobre el papel, el Gobierno aseguraba que iba a ser un incentivo muy notable de la inversión productiva. En la práctica, sólo ha estimulado la especulación.