Análisis político

Perspectivas democráticas post-Trump: lo que la dinastía Ming puede enseñarnos

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Tiempo estimado de lectura: 5 minutos

Por Ahmad Rahma, via CartoonMovement.

Por Sam Pizzigati
Para Counterpunch

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

¿Cómo deberíamos entender el asalto al Capitolio de EE.UU. del pasado 6 de enero? ¿Podríamos comprender mejor el peligro que corre nuestra democracia si estudiamos la historia? ¿Puede esa perspectiva histórica señalarnos un camino más prometedor para la era post-Trump? Un equipo de antropólogos estadounidenses y mexicanos nos ofrece esa perspectiva histórica que estamos necesitando.

Tal vez la investigación recién publicada por dicho equipo sobre las sociedades premodernas no sea tan irrelevante como parece a primera vista. Al fin y al cabo, millones de estadounidenses están muy preocupados por el “retroceso democrático” que pueda suponer la violencia desplegada por la turba de asaltantes el día de Reyes. Pero, si en los tiempos premodernos no existían los Estados-nación democráticos, ¿cómo pueden las experiencias de los Estados premodernos ayudarnos en la actualidad a superar el trumpismo en cualquiera de sus manifestaciones?

Según los cuatro antropólogos coautores del estudio “Moral Collapse and State Failure: A View from the Past” (Colapso moral y fracaso del Estado: Una perspectiva histórica) dichas lecciones son de plena relevancia en la actualidad –si estamos dispuestos a reconocer nuestro sesgo “presentista”, la premisa de que nuestra modernidad representa “una desviación radical” de sociedades anteriores menos evolucionadas “dominadas por sórdidos personajes autoritarios cuyo poder político y estatus divino” se mantenían como “baluartes contra las buenas reformas de gobierno”.

Tal como explican Richard Blanton y sus colegas de la Universidad Purdue, lo cierto es que algunos gobiernos premodernos de diversas épocas adoptaron “prácticas y políticas de buena gobernanza similares a las de las democracias modernas”. Es posible comparar dichas sociedades a las nuestras y aprender de ellas.

El equipo de Blanton incluye a Gary Feinman, del Field Museum Integrative Research Center, a Stephen Kowalewski, de la Universidad de Georgia y a Lane Fargher, del Instituto Politécnico Nacional de Mérida, México. Los cuatro han examinado en torno a 30 Estados premodernos para buscar esos elementos de prácticas de “buen gobierno” más relevantes para los políticos de hoy día.

Entre esos elementos están “la capacidad de gobernar integrando las voces ciudadanas y la voluntad de hacerlo”, un sistema judicial justo y un sistema tributario equitativo. Los investigadores también se preguntaron cuántos Estados premodernos proporcionaban bienes públicos valorados por el pueblo. ¿Identificaban y castigaban a aquellos sujetos que abusaban de su autoridad y se enriquecían con los recursos públicos? ¿Tenían líderes que aceptaban límites a su poder y podían, de alguna manera, ser “destituidos” por traspasar dichos límites?

En conjunto, los antropólogos encontraron solo cuatro Estados premodernos que cumplieran todos estos atributos de “buena gobernanza”. Pero quienes vivimos en el mundo moderno no tenemos razones para sentirnos orgullosos frente a esa exigua cifra. Incluso en la actualidad, señalan los investigadores, solo “una minoría de naciones” cumplen rotundamente con los atributos básicos de la buena gobernanza.

Los cuatro Estados premodernos con buena gobernanza identificados por los investigadores son la dinastía Ming en China, el Imperio Mogol del sur de Asia, el alto Imperio Romano y la República de Venecia. Todos ellos sobrevivieron un largo periodo y desarrollaron gran prosperidad. También todos ellos, con el tiempo, acabaron por derrumbarse. Blanton y sus colegas utilizan estudios de caso para explicar las razones de su hundimiento.

La dinastía Ming, fundada a finales del siglo XIV por un emperador de origen campesino, se consideraba cumplidora de la filosofía confuciana y su meta era “mejorar la capacidad del Estado para servir al bien común de la sociedad”. La dinastía contaba con la “capacidad institucional para recoger las quejas de sus ciudadanos” y “garantizar un sistema de impuestos equitativo”. Los graneros comunitarios promovidos por el Estado “protegían a las familias contra la escasez de comida y los precios excesivos de los comerciantes de grano”.

Por su parte, los emperadores tenían prohibido “enriquecerse personalmente”. Los ciudadanos esperaban que se comportaran de forma frugal y desinteresada. Pero ese comportamiento se deterioraría a lo largo del siglo XVI. Los ciudadanos perdieron la confianza en sus gobernantes y estos se vieron cada vez más incapaces de controlar la corrupción de sus funcionarios.

Dicha corrupción, a su vez, redujo los ingresos que financiaban los bienes públicos, y el número de desposeídos aumentó notablemente. La producción de alimentos cayó en picado. Los manchúes invadieron China desde el norte y en 1644 acabaron con el gobierno Ming.

Otro ejemplo fue la República de Venecia surgida en el siglo XII. Las familias prominentes que formaban el “Gran Consejo” de gobierno veneciano reconocían “la importancia de la cohesión social para el éxito de la sociedad”. Consideraban que las grandes fortunas privadas eran una invitación para la “corrupción política que puede amenazar la solidaridad comunitaria” y crearon un gobierno “capaz de abordar las preocupaciones ciudadanas”. Apartaban de su cargo a aquellos que quebraban la confianza del público.

Ese mismo gobierno proporcionaba muchos más bienes y servicios públicos que cualquier otro Estado europeo, desde alumbrado público y seguridad alimentaria hasta educación pública y asistencia para los más vulnerables de la sociedad. Todo este sistema se prolongó hasta el siglo XVII, cuando que se produjo un “deterioro gradual del compromiso hacia los principios fundamentales y un agravamiento de la brecha entre ricos y pobres”.

Roma y el Imperio Mogol nos ofrecen historias similares. ¿Qué podemos aprender hoy día de sus experiencias? La buena gobernanza requiere “el control del poder, la posibilidad de que se escuchen todas las voces, medidas contra la corrupción policial, una tributación fiscal equitativa, límites a la codicia y un liderazgo dedicado al servicio público”. Todas estas cualidades se erosionan cuando las sociedades permiten que la riqueza se concentre. Los líderes pierden el rumbo. Los ciudadanos pierden la confianza. En ese momento, el colapso se produce rápidamente.

“Los resultados de nuestro estudio ofrecen valiosas lecciones para el presente”, señala Blanton, “en especial que las sociedades, incluso aquellas bien gobernadas, prósperas y muy valoradas por la mayor parte de sus ciudadanos, son creaciones humanas frágiles que pueden fracasar”.

Su equipo cree que Estados Unidos se encuentra al borde del fracaso pues cada vez hay más ciudadanos que perciben –debido a la creciente influencia de los individuos más ricos y de los grupos de interés– que “su opinión sobre cómo debería ser la sociedad democrática no se tiene en cuenta”.

Estos antropólogos concluyen afirmando que “el giro de 180º efectuado por Estados Unidos en los últimos 50 años en cuanto a riqueza y desigualdades continúa agravando esta pérdida de confianza de los ciudadanos”. Los dirigentes de la nación han adoptado una “nueva ética” que prima el “valor accionarial, la libertad personal, el nepotismo, el clientelismo, el uso de recursos públicos con fines privados y la exaltación narcisista de un modo pocas veces visto en los primeros tiempos de nuestra república”.

El augusto New York Times publicó un editorial sobre el asalto al Capitolio promovido por Trump en el que afirmaba que el 6 de enero de 2021 “se recordará como un día negro” en la historia de EE.UU. y se preguntaba si “Estados Unidos se encuentra al inicio de una época aún más negra y más dividida o al comienzo de una nueva era”.

El trabajo de los investigadores de este estudio sugiere una respuesta sencilla: nuestro descenso a la oscuridad no acabará hasta que nuestro descenso a mayores niveles de desigualdad comience a revertirse, definitiva y significativamente.

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Sam Pizzigati escribe sobre desigualdad para el Institute for Policy Studies. Su último libro es The Case for a Maximum Wage (Defensa de un salario máximo). Entre sus otros libros sobre la mala distribución de la renta y de la riqueza está: The Rich Don’t Always Win: The Forgotten Triumph Over Plutocracy that Created the American Middle Class, 1900-1970 (Seven Stories Press).

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