La discusión por la Ley de Medios puso a la Corte Suprema en el centro del debate. Aquí, un repaso del rol del máximo tribunal del país, en dictadura y en democracia.
Durante el acto de celebración del Día de la Democracia y de los Derechos Humanos, realizado el domingo último en la Plaza de Mayo, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner dijo: “Tal vez, esa destitución, ese derrocamiento del presidente (Hipólito) Yrigoyen marca y explica parte de lo que nos pasó. Esta plaza está llena de jóvenes, tal vez, muchos no lo recuerden pero cuando fue derrocado por un golpe militar Yrigoyen, la entonces Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró legítimo y legal los golpes militares. Ahí se inició la etapa más negra de la historia argentina”. También agregó que la Corte Suprema debe actuar con “decoro e independencia de los poderes económicos” y pidió que “respete la voluntad popular”.
Cada Corte Suprema de Justicia de la Nación, luego de cada golpe de Estado, utilizó lo que los argentinos llamamos doctrina de facto. Ella consiste en aceptar como autoridad a cualquier persona o grupo de personas que tuviera la capacidad de garantizar el orden y la seguridad pública. Los primeros pronunciamientos de la Corte (en los golpes de 1930 y 1943) incluían menciones expresas a que los gobiernos de facto se sometían a la Constitución, pero los siguientes (los golpes de 1955, 1962, 1966 y 1976) fueron de a poco dejando aún esa mención de lado.
La doctrina de facto fue desechada por la primera Corte de la democracia que asumiera en 1984. Aquella Corte, en caso fallo Videla afirmó que la validez de las normas de facto depende de su aceptación por parte de las autoridades democráticas. Con esta doctrina, adelantada por Carlos Nino en un artículo que publicara en plena campaña electoral, la Corte pudo legitimar la derogación parlamentaria del decreto de autoamnistía de Reynaldo Bignone, con lo que dio vía libre a los juicios sobre violaciones masivas y sistemáticas de derechos humanos de la última dictadura. La doctrina volvió a ser utilizada por la Corte que creó el presidente Carlos Menem en el fallo Godoy para equiparar la validez de decretos de facto con leyes democráticas.
Durante gran parte de la historia argentina la Corte Suprema había asumido dos actitudes básicas: la de deferencia horizontal (no inmiscuirse en las decisiones de políticas públicas de los otros poderes del Estado nacional, fueron ellos de facto o de iure, con pocas excepciones) y la de disciplinamiento vertical (intentar homogeneizar el derecho, en particular la interpretación de los Códigos, en toda la Nación). La doctrina de facto y la doctrina de las cuestiones políticas no justiciables (que supone que la Justicia se abstiene de juzgar ciertos casos de políticas públicas sensibles para el poder mayoritario) sirven a la primera tarea, mientras que la doctrina de la arbitrariedad de sentencia (cuando la Corte se avoca a cuestiones decidas por tribunales inferiores con el objeto de subsanar lo que ella considera son graves violaciones al debido proceso) y luego las de la gravedad institucional y el per saltum (que le permiten tratar casos sin esperar el trámite normal del expediente) sirven a la segunda.
En democracia, la Corte que trabaja entre 1984 y 1989 tiene una forma de asumir su rol que se podría denominar como activismo constitucional. En efecto, la Corte se concibe como garante de los derechos constitucionales desde una perspectiva liberal igualitaria y no duda en poner límites a los poderes políticos. Es la Corte que permite a las personas divorciadas volver a casarse, la que impide la represión penal a los meros consumidores de estupefacientes, la que honra la objeción de conciencia para el caso del servicio militar obligatorio, entre otras decisiones. Es también la Corte que promete obligarse por sus propios precedentes y, de esta manera, obligar a los tribunales inferiores.
Lamentablemente, no tuvo tiempo de cumplir con esa promesa, ya que en 1990 el presidente Menem aumenta el número de jueces a nueve y nombra con un Senado oficialista, en unos pocos minutos y en secreto, a seis jueces. Para verlo bajo su mejor luz, este período se podría denominar como de deferencia mayoritaria. En él, la Corte siguió los deseos del Ejecutivo intentando construir su legitimidad ya no como garante de los derechos constitucionales sino refrendando los deseos de las mayorías.
Esta estrategia de legitimación tampoco funcionó y la Corte se desbarrancó entre las llamas de la crisis de 2001.
El presidente Néstor Kirchner modificó la forma de elegir a los nuevos miembros de la Corte y con ella sugirió un nuevo camino de legitimidad: el que surge de la deliberación, la transparencia y el acceso a la información. Es así como hoy los jueces y juezas de la Corte gozan de altos índices de confianza. Pero la nueva Corte recogió el guante y utilizó el mismo mecanismo para incrementar su propia legitimidad: en casos complejos en los cuales no puede rechazar el planteo que se le somete a análisis y tampoco puede dar órdenes destempladas a los poderes mayoritarios, ha optado por la deliberación, la transparencia y la información creando mesas de diálogo, abriendo conversaciones con los otros poderes y permitiendo el acomodamiento recíproco de los derechos de la Constitución y las políticas públicas de la democracia mayoritaria.
El día anterior a que la Corte rechazara el per saltum por el caso Clarín, la Presidenta dijo que el máximo tribunal debe actuar con “decoro e independencia de los poderes económicos” y pidió que “respete la voluntad popular”. ¿Sugiere así volver a la deferencia de la Corte menemista o insiste también en que la Corte debe ser el garante de los derechos constitucionales".
Por Martín Böhmer* (@martinbohmer)
*Miembro del Consejo Consultivo de Chequeado.com, investigador principal de CIPPEC y profesor de la Universidad de San Andrés.
Fuente: Chequeado.com