Imperios en pugna

La guerra fría de EE.UU. con China aislará a EE.UU., no a China

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Tiempo estimado de lectura: 6 minutos

Por Medea Benjamin, Nicolas J. S. Davies
Para Counterpunch

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

Las tensiones entre Estados Unidos y China van en aumento según se aproximan las elecciones presidenciales del primero, con un toma y daca de cierre de consulados, nuevas sanciones estadounidenses y al menos tres flotas de portaviones con tropas de asalto merodeando los mares alrededor de China. Ahora bien, ha sido Estados Unidos quien ha provocado el recrudecimiento de las relaciones entre ambos países en todos los casos. Las reacciones por parte de China han sido proporcionadas y cautelosas, y las autoridades de este país, incluyendo al propio ministro de exteriores Wang Yi, han solicitado públicamente a EE.UU. que contenga esta política arriesgada y permita a la diplomacia hacer su trabajo.

La mayor parte de las quejas de Estados Unidos a China son antiguas y van desde el modo que China trata a su minoría uigur y las disputas sobre las islas y las fronteras marítimas en el Mar de China Meridional hasta las acusaciones de prácticas comerciales abusivas y el apoyo a las protestas en Hong Kong. Pero la respuesta a la pregunta de ¿por qué ahora? resulta evidente: se aproximan elecciones en Estados Unidos.

Danny Russel, quien fuera máximo asesor de Obama para Asia Oriental en el Consejo de Seguridad Nacional y luego en el Departamento de Estado, declaró a la BBC que las nuevas tensiones con China obedecen en parte al propósito de desviar la atención pública de la nefasta respuesta de Trump a la pandemia de covid-19 y a su caída en las encuestas de intención de voto.

Por su parte, el candidato demócrata a la presidencia, Joe Biden, ha apoyado plenamente a Trump y su secretario de Estado Mike Pompeo en la aplicación de mano dura a China lo que supone dificultades para dar un paso atrás después de la elección sea cual sea el ganador.

Dejando aparte las elecciones, dos son las fuerzas que subyacen en la actual escalada de tensiones, una económica y la otra militar. El milagro económico chino ha sacado a cientos de millones de sus ciudadanos de la pobreza y, hasta hace poco, las multinacionales occidentales estaban encantadas de aprovechar al máximo su inmensa reserva de mano de obra barata, sus pésimas condiciones laborales y su falta de medidas de protección al medio ambiente, así como su creciente mercado de consumidores. Los dirigentes occidentales acogieron a China con los brazos abiertos en su club de países ricos y poderosos, sin prestar mucha atención a su manejo interno de los derechos humanos.

Entonces, ¿qué es lo que ha cambiado? Las compañías de alta tecnología estadounidenses como Apple, que estaban encantadas de deslocalizar empleos y formar a los ingenieros y las empresas chinas para que fabricaran sus productos, están finalmente dándose cuenta de que no solo han deslocalizado los empleos, sino también las técnicas de producción y la tecnología. Las compañías chinas y sus trabajadores altamente cualificados están ahora a la vanguardia de algunos de los avances tecnológicos del mundo.

El despliegue global de la tecnología móvil 5G se ha convertido en el detonante, no porque el aumento y la mayor frecuencia de las radiaciones electromagnéticas que implica esta nueva tecnología puedan perjudicar a la salud humana (lo que constituye una preocupación real), sino porque han sido compañías chinas como Huawei y ZTE las que han desarrollado y patentado gran parte de la infraestructura clave para su implantación, obligando a Silicon Valley a ponerse al día, un papel al que están poco acostumbrados.

Además, si Huawei y ZTE, en lugar de AT&T y Verizon, construyen la infraestructura de 5G de Estados Unidos, su gobierno ya no podrá solicitar “puertas traseras” que la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) pueda utilizar para espiarnos a todos, y por tanto aumenta el temor de que sea China la que instale sus propias puertas traseras con el mismo fin. Nadie se plantea la verdadera solución: derogar la Ley Patriótica (Patriot Act) y asegurar que toda la tecnología que utilizamos en nuestra vida cotidiana esté a salvo de miradas curiosas de los gobiernos de Estados Unidos y otros países.

China está realizando grandes inversiones en infraestructuras en todo el mundo. En marzo de 2020, la asombrosa cifra de 138 países se había unido a su iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative), un plan descomunal para conectar Asia con África y Europa mediante redes terrestres y marítimas. La influencia internacional de China, además, se verá fortalecida por su manejo de la pandemia de covid-19 y el respectivo fracaso de Estados Unidos.

En el aspecto militar, tanto las administraciones de Obama como la de Trump han intentado desafiar a China con el llamado “pivote hacia Asia”, a pesar de que el ejército de EE.UU. continúe empantanado en Oriente Próximo. Con una ciudadanía hastiada de aventuras bélicas que demanda el fin de las guerras interminables que han servido para justificar los enormes gastos militares durante casi veinte años, el complejo militar-industrial de Estados Unidos tiene que encontrar enemigos más sustanciales que justifiquen su existencia continuada y unos gastos que desequilibran el presupuesto nacional. La multinacional Lockheed Martin no está preparada para pasar de construir aviones de combate por valor de miles de millones de dólares con contratos de margen sobre el coste a construir turbinas eólicas y paneles solares.

Los únicos objetivos que Washington puede utilizar para justificar su presupuesto militar de 740.000 millones de dólares y sus 800 bases militares en el extranjero son sus ya conocidos enemigos de la Guerra Fría: Rusia y China. Ambos países están aumentando sus modestos presupuestos militares desde 2011, cuando Estados Unidos y sus aliados secuestraron la Primavera Árabe para lanzar guerras encubiertas por delegación en Libia (donde China tenía importantes intereses petroleros) y Siria, un aliado prolongado de Rusia. Pero sus incrementos en el gasto militar son relativos. En 2019 el presupuesto militar chino fue de 261.000 millones de dólares, frente a los 732.000 millones de Estados Unidos, según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI, por sus siglas en inglés). Estados Unidos todavía gasta más en su ejército que lo que gastan las siguientes diez potencias militares en conjunto, incluyendo China y Rusia.

Las fuerzas armadas chinas y rusas están enfocadas principalmente en la defensa, con especial hincapié en un sistema de misiles antibuque y antiaéreo avanzado y efectivo. Ni China ni Rusia han invertido en agrupaciones de combate basadas en portaviones que navegan los siete mares o en fuerzas expedicionarias al estilo americano que atacan o invaden países en la otra punta del planeta. Pero cuentan con las fuerzas y armas necesarias para defenderse a sí mismos y a sus pueblos de cualquier ataque de Estados Unidos y ambos son potencias nucleares, lo que significa que una guerra contra cualquiera de ellos supondría para el ejército estadounidense enfrentarse al enemigo más poderoso desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

China y Rusia se toman tremendamente en serio su propia defensa, pero no malinterpretemos eso como un entusiasmo por una nueva carrera armamentística o como una señal de intenciones agresivas por su parte. Es el imperialismo y el militarismo estadounidense el responsable de la actual escalada de tensiones. La triste verdad es que 30 años después del supuesto final de la Guerra Fría, el complejo militar-industrial de Estados Unidos no ha sido capaz de reimaginarse en otros términos, y su “Nueva” Guerra Fría no es más que un resurgimiento de la antigua Guerra Fría, esa que lleva tres décadas diciéndonos que ganó.

China no es un enemigo”

Estados Unidos y China no tienen por qué ser enemigos. Hace tan solo un año, cien líderes empresariales, políticos y militares de EE.UU. firmaron una carta abierta al presidente Trump en el Washington Post titulada “China no es un enemigo”. En ellas afirmaban que “China no es un enemigo económico o una amenaza existencial para la seguridad nacional”, y que la oposición de Estados Unidos “no evitará la continua expansión de la economía china, una cuota del mercado global mayor para las compañías chinas y un aumento del papel de China en los asuntos mundiales”.

Concluían diciendo que “las iniciativas de EE.UU. conducentes a tratar a China como enemigo y apartarla de la economía global perjudicarán el papel internacional de Estados Unidos y su reputación y debilitarán los intereses económicos de todas las naciones”, y que “Estados Unidos “podría acabar aislándose a sí mismo en lugar de aislar a Pekín”.

Esto es precisamente lo que está pasando. Gobiernos de todo el mundo están colaborando con China para detener la propagación del coronavirus y compartir las soluciones con todos los que las necesiten. Estados Unidos debe detener sus iniciativas contraproducentes para debilitar a China y en su lugar trabajar conjuntamente con todos sus vecinos de este pequeño planeta. Solo la cooperación con otras naciones y organizaciones internacionales nos permitirá detener la pandemia y abordar la crisis económica desatada por el coronavirus que atenaza la economía mundial, así como los enormes desafíos que debemos afrontar juntos si queremos sobrevivir y progresar en este siglo XXI.

Medea Benjamin es cofundadora de CODEPINK para la Paz y autora de diversos libros, entre ellos Kingdom of the Unjust: Behind the US-Saudi Connection. Nicolas J. S. Davies escribe en Consortium News y es investigador con CODEPINK, además de autor de Blood on Our Hands: The American Invasion and Destruction of Iraq.

 

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