Publicado en La Jornada
Una vez más, el gobierno de Joe Biden vetó un proyecto de resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que buscaba poner fin al genocidio perpetrado por Israel contra el pueblo palestino en la franja de Gaza, pese a que el texto exigía también la liberación inmediata e incondicional de todos los rehenes secuestrados por Hamas en territorio israelí en octubre de 2023.
Aunque el alineamiento de Washington con el régimen criminal de Benjamin Netanyahu se daba por sentado, el contexto en el que se produce muestra un inquietante patrón en que el mandatario demócrata apuesta por prolongar conflagraciones y ahondar el sufrimiento de civiles inocentes. Los decretos firmados por Biden para acelerar la entrega de armas avanzadas a Tel Aviv, la presencia masiva de tropas y buques de guerra estadounidenses en Medio Oriente en respaldo de su aliado y las crecientes provocaciones a Pekín tanto en el plano comercial como en el contencioso chino con el separatismo taiwanés constituyen algunos de los ejemplos más flagrantes de la manía bélica que mueve a la Casa Blanca.
Con todo, el mayor riesgo creado por Biden para la paz mundial, e incluso para la supervivencia de la humanidad, se encuentra en Europa del Este: el martes se confirmó la autorización para que Kiev emplee misiles de largo alcance provistos por Estados Unidos contra territorio ruso, permiso denunciado en reiteradas ocasiones por Moscú como una línea roja que interpretaría como la entrada en guerra por parte de cualquier país que proporcionase los cohetes.
Pese a que el Kremlin respondió modificando su doctrina nuclear a fin de reducir el umbral de amenaza que podría poner en marcha sus arsenales atómicos, Washington redobló la apuesta por medir la tolerancia rusa al hostigamiento: ayer el secretario de Defensa, Lloyd Austin, anunció el envío de minas antipersonales al ejército ucranio. La irresponsabilidad de estos actos queda patente en que, al mismo tiempo que invita a Kiev a provocar a Rusia, Estados Unidos cerró su embajada en la capital ucrania por el peligro de una posible respuesta rusa. Es decir, echa gasolina al fuego y huye mientras otros se queman.
Además de azuzar el conflicto entre Rusia y Ucrania, con estos pasos la superpotencia extiende su historial de violaciones a los derechos humanos: las municiones que autorizó lanzar contra territorio ruso son del tipo racimo, prohibidas desde 2008 por una Convención de la ONU porque causan un daño indiscriminado y tienen un alto riesgo para la población civil; mientras las minas son condenadas por la Convención sobre la prohibición del empleo, almacenamiento, producción y transferencia de minas antipersonales y sobre su destrucción, debido al riesgo de que dañen o hieran a civiles años o hasta décadas después de concluido el conflicto. Washington no ha firmado ni ratificado ninguna de las convenciones, un desprecio hacia el bienestar de mujeres, niños y hombres inocentes que lo hermana con países a los que acusa de transgredir los derechos humanos, como la propia Rusia, China, Corea del Norte, Irán, la Libia de Gadafi, Siria o Myanmar.
Como han señalado analistas estadounidenses, esta política parece tener el objetivo principal de volver imposible o incosteable un acuerdo de paz en el Este europeo cuando a Biden le restan pocas semanas antes de dejar la Casa Blanca. Al adentrarse en esta espiral de belicismo, el demócrata heredará no sólo a su sucesor, sino al resto del planeta, una situación inestable y potencialmente catastrófica. Tal será el legado funesto de alguien que se presentó como antídoto a la barbarie trumpiana.