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Para Viento Sur
El enfoque hegemónico en las políticas de energía a escala global impide el desarrollo de alternativas efectivas de respuesta a la emergencia climática y la satisfacción de necesidades sociales. Lejos de representar una simple falta de ambición o la ausencia de voluntad política de algunos gobiernos, el fracaso cada vez más alarmante del enfoque neoliberal es una consecuencia estructural de un modelo político y económico que concibe a la energía como una mera mercancía y fuente de ganancias privadas. Este enfoque está orientado primordialmente a garantizar beneficios al capital. A pesar de la evidencia empírica acumulada en diversas regiones del mundo y el creciente reconocimiento de sus impactos negativos, la política dominante sigue estando centrada en el mercado como principio rector de los sistemas y recursos energéticos.
El modelo basado en la satisfacción de demandas de ganancias mercantiles a un número reducido de empresas privadas es incompatible con el suministro de energía para asegurar el bienestar social. Al mismo tiempo, el modelo neoliberal bloquea los esfuerzos para limitar el consumo de energía y reducir la emisión de gases de efecto invernadero (GEI). Entender, debatir y generar alternativas viables para salir de este atolladero debería ser prioritario para todas las personas y organizaciones preocupadas por el presente y el futuro del clima y sus ya muy obvios efectos en los territorios y sectores sociales más vulnerables.
El mito de la transición energética
La publicación del más reciente informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) ha puesto de manifiesto –una vez más– la necesidad urgente de soluciones reales a la emergencia climática. El informe demuestra que la extinción de múltiples especies, la expansión de epidemias, la sucesión de olas de calor insoportable, el colapso de ecosistemas terrestres y marinos y el aumento del número de ciudades amenazadas por la subida de los mares, entre muchos otros impactos climáticos devastadores, se están acelerando y pasarían a ser realidades cotidianas antes de que un niño nacido hoy alcance su tercera década de vida (IPCC, 2021).
La dramática señal de alerta lanzada por el IPCC en las semanas previas a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26), a realizarse en Glasgow en noviembre de este año, no debería sorprender a nadie, ya que los cambios globales en la producción y el uso de la energía que necesitamos con urgencia para reducir las emisiones no se están concretando. En la actualidad, más del 80% de la demanda mundial de energía primaria es cubierta por combustibles fósiles (IEA y CCFI, 2021), mientras que las fuentes eólica y solar representan apenas el 10% de la electricidad mundial generada (Jones et al., 2020). A pesar de los repetidos discursos sobre el declive de los combustibles fósiles, la generación basada en la quema de carbón no se ha reducido de forma visible y en algunos países incluso ha aumentado. En 2020, los esfuerzos mundiales por desmantelar las usinas termoeléctricas se vieron compensados por la puesta en marcha de nuevas centrales de carbón en China, lo que supuso un aumento global del parque mundial de carbón equivalente a 12,5 GW (Global Energy Monitor, 2021).
En el contexto de la pandemia de la covid-19, algunos expertos en temas de clima y energía han argumentado que la contracción de la actividad económica marca un punto de inflexión en la tendencia. De hecho, la demanda mundial de energía se redujo casi un 4% en 2020, mientras que las emisiones mundiales de CO2 relacionadas con la energía disminuyeron un 5,8%, el mayor descenso anual registrado desde la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a pesar de estos cambios a corto plazo, la pandemia no ha provocado ningún cambio significativo a largo plazo: se prevé que las emisiones mundiales de C02 relacionadas con la energía crezcan un 4,8% en 2021, con un aumento del 4,6% en la demanda mundial de energía, a ser cubierta primariamente por combustibles fósiles (IEA, 2021). A finales de 2020, la demanda de electricidad ya había registrado un nivel superior al de diciembre de 2019, con un 3,5% de aumento en la demanda mundial de carbón en relación al mismo periodo de 2019 (IEA, 2021).
Estos indicadores demuestran que la transición energética necesaria para cumplir con los objetivos acordados por los Estados firmantes del Acuerdo de París en el año 2015 está muy lejos de materializarse. De hecho, la mayoría de las principales economías del mundo no han registrado avances que les permitan afirmar que están en camino de cumplir con los compromisos asumidos en las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (CDN) para la reducción de emisiones acordados en la Cumbre del Clima de París. La razón de este grave fracaso es la prevalencia del dogma neoliberal en las políticas del clima y de la energía. El paradigma dominante es el enfoque del palo y la zanahoria que, por un lado, intenta desincentivar el uso de combustibles fósiles mediante el establecimiento de mercados del carbono, mientras que, por otro lado, promueve la inversión en energías renovables y otras estrategias para reducir emisiones mediante subsidios y contratos muy favorables a los intereses de los inversores privados. Tanto el palo como la zanahoria están profundamente por la lógica de acumulación capitalista. En este marco, el rol de los Estados se reduce a salvaguardar la rentabilidad de los actores privados, en lugar de abordar los retos sociales o ambientales de forma directa.
Los resultados de este enfoque han sido desastrosos y todo indica que de no haber una reversión radical de la tendencia, la situación seguirá empeorando. Los mercados del carbono nunca llegaron a funcionar de la forma prevista: más de 15 años después del establecimiento del primer Sistema de Comercio de Emisiones, en la Unión Europea, la inmensa mayoría de las emisiones mundiales (84%) sigue sin tener precio alguno, y la parte de las emisiones con un precio lo suficientemente alto como para ser potencialmente eficaz sigue siendo muy inferior al 1% (World Bank, 2020). Al mismo tiempo, aunque las energías renovables se han expandido, su crecimiento ha sido inferior a la creciente demanda de electricidad. Mientras que el sistema eléctrico mundial se ha expandido en los últimos años a un ritmo anual de casi 300 GW, la capacidad de las renovables ha crecido a un ritmo muy inferior, por lo que la Agencia Internacional de Energías Renovables ha señalado en junio de este año que “las tendencias recientes [de las emisiones] muestran que la brecha entre donde estamos y donde deberíamos estar no disminuye, sino que se amplía. Vamos en la dirección equivocada y debemos cambiar el rumbo ahora” (IRENA, 2021: 4).
Las políticas de energía neoliberales han bloqueado la transición. Además del fracaso de la estrategia de fijación de precios del carbono como mecanismo para reducir la dependencia de los combustibles fósiles, la apuesta por el mercado para la promoción de las renovables ha permitido que unos pocos inversores con aversión al riesgo comercial hayan ganado mucho dinero. La expansión inicial de las renovables fue dependiente de subsidios, pero ante el aumento de los costes para los consumidores, las políticas de mercado pasaron a priorizar las llamadas subastas de capacidad, en las que a la oferta ganadora se le asegura un acuerdo de compra de energía que puede durar entre 15 y 20 años. Bajo este sistema, la caída de los costos de generación ha afectado la rentabilidad de las renovables, que se vuelven menos atractivas para inversores que buscan rendimientos satisfactorios. Esta tendencia ha provocado un déficit de inversión, que está impidiendo aún más la descarbonización de sectores clave de la economía.
Por otra parte, ni la excesiva confianza en el prosumismo (que elimina la distinción entre consumidor y productor de energía, gracias al desarrollo de nuevas tecnologías y mecanismos institucionales para habilitar la conexión de consumidores residenciales o comerciales a la red con el fin de vender la energía solar o eólica excedente) ni la prevista disrupción del mercado, a ser causada por generación distribuida, han satisfecho las expectativas iniciales, como se aprecia hoy en la Unión Europea y en otras partes del mundo donde se han eliminado las subvenciones y se han alterado las normas que rigen el mercado de la energía eléctrica. El enfoque hegemónico tampoco ha logrado abordar de forma efectiva los problemas asociados a la prevista espiral de la muerte de las grandes empresas eléctricas, de la misma manera que ha sido incapaz de anticiparse a los serios desafíos técnicos asociados a la instalación de fuentes renovables a gran escala, con retos que todavía no se han resuelto en países donde la energía eólica y la solar ya representan una porción significativa del suministro eléctrico.
La comunidad científica mundial ha estado planteando durante décadas que para minimizar el riesgo de impactos aterradores previstos en el más reciente informe del IPCC es imprescindible limitar las emisiones de GEI, de las que casi tres cuartas partes proceden de la producción y el consumo de la energía. También se ha reconocido desde hace tiempo que la rápida descarbonización de la generación de electricidad y de otros componentes del sector energético, así como de otros segmentos de la economía que consumen mucha energía –especialmente el transporte, la industria y los edificios–, es una condición ineludible para evitar los peores escenarios de futuro. A pesar de que la magnitud del reto ya ha sido reconocida, la política climática dominante ha fracasado por completo a la hora de dar una respuesta adecuada. Anclados en el optimismo delirante o en posturas negacionistas, diversos analistas, activistas ambientales, ejecutivos de grandes empresas y líderes políticos de diversas corrientes ideológicas han estado repitiendo durante más de una década la simplista idea de que la transición energética es inevitable, que ya está en marcha o que, incluso, se está acelerando. Estas afirmaciones no solo contradicen datos objetivos, sino que la mayoría de las voces que difunden esta idea siguen apostando a un modelo de propiedad y de gestión de la energía que imposibilita la transición energética que ellos pregonan.
No ha habido una transición energética, sino una simple expansión de la producción y el uso de la energía
La convergencia de las demandas de los sectores económicos dominantes con los intereses de las élites políticas es evidente en la defensa de la propiedad privada de la energía, incluyendo a gran parte de quienes proponen una transición energética centrada en fuentes renovables o limpias. En este sentido, tanto el discurso como las estrategias mercantiles de muchas empresas se han actualizado para hacerlas más compatibles con la creciente preocupación de amplios sectores sociales ante la emergencia climática. La creciente ansiedad de la población es percibida, desde una perspectiva mercantil, como una oportunidad económica estratégica para el enriquecimiento de sectores empresariales activos en la promoción de una economía verde facilitada por cambios en el marco normativo o institucional a distintas escalas.
En este contexto, no ha habido una transición energética, sino una simple expansión de la producción y el uso de la energía. Impulsadas por generosas subvenciones públicas o por contratos a largo plazo sin riesgo comercial y garantizados por los gobiernos, las fuentes renovables de generación de energía han experimentado un impresionante crecimiento en los últimos años (al menos si se consideran de forma aislada). No obstante, en el mismo período, la demanda global de energía ha superado con creces el crecimiento de las fuentes bajas en carbono. Como resultado, todas las formas de energía han crecido de forma paralela, sin que haya habido un desplazamiento significativo de los combustibles fósiles por parte de las renovables. A pesar de medidas gubernamentales muy publicitadas y de titulares de prensa excesivamente optimistas sobre la supuesta transición, la demanda global de energía creció más de un 20% en la década pasada, y tres cuartas partes de esa nueva demanda se cubrieron con la quema de carbón, gas y petróleo. Como resultado, las emisiones de gases de efecto invernadero han seguido aumentando (IEA, 2019).
El imperativo del crecimiento permanente, que constituye la razón de ser del sistema de acumulación capitalista, determina que los compromisos y planes para controlar o reducir las emisiones de GEI sean altamente inverosímiles, si no imposibles. La idea de que las economías industrializadas podrían –mediante una modernización ecológica– desvincular el crecimiento económico de las emisiones ha sido desacreditada. Algunos estados afirman haber avanzado en esa dirección gracias a las medidas impulsadas por sus gobiernos, pero en realidad muchos de los avances más visibles son el resultado de la deslocalización de las emisiones hacia otros países. En el año 2018, en el marco de la presentación de un informe que constataba niveles récord en las emisiones mundiales de CO2, el director de la Agencia Internacional de la Energía, Fatih Birol, afirmó: “Traigo muy malas noticias: las cifras me desesperan” (Simon, 2018).
Por otra parte, dado que el sol no siempre brilla y el viento no siempre sopla, la incorporación de energía renovable variable a las redes eléctricas a una escala significativa implica formidables desafíos técnicos que el enfoque dominante centrado en el mercado no ha logrado superar. La expansión de las energías renovables tampoco ha sido capaz de crear las condiciones para reducir las emisiones de carbono en la industria, en el transporte y en otros sectores esenciales de la economía contemporánea. En el transporte predominan las asociaciones público-privadas (APP), pero este enfoque no ha frenado seriamente las emisiones relacionadas con este sector. En el sector de la construcción tampoco existe una estrategia viable –y mucho menos global– para la conservación de la energía a gran escala, en parte porque no existe un modelo empresarial viable para ganar dinero con la reducción del consumo de energía.
En resumen, el libre mercado, la privatización y el control del mercado de la energía por un grupo cada vez más reducido de empresas transnacionales han demostrado ser incapaces de llevar a cabo la transición energética que el mundo necesita con urgencia. Como ha sido demostrado en el marco de la respuesta mundial a la pandemia, abordar problemas globales complejos en plazos cortos exige la planificación y la coordinación de los gobiernos. Es necesario un cambio de paradigma para la propiedad y la gestión públicas del sector energético, incluyendo la democratización de las actuales empresas públicas de la energía.
La alternativa pública
El fracaso continuo y cada día más obvio de la política energética dominante para generar cambios a la velocidad y en la escala del cambio necesario para abordar la crisis climática debe ser reconocido como una verdadera emergencia política y reafirmar la urgente necesidad de un enfoque radicalmente diferente. Como alternativa a la perspectiva hegemónica basada en el lucro es preciso vigorizar la propiedad pública y democrática de los sistemas y recursos energéticos.
Además de ser menos costosa, la energía pública desmercantilizada facilita la transferencia de tecnologías y capacidades basadas en prioridades sociales antes que en beneficios privados. También permite la ampliación y optimización de los sistemas públicos de transporte, así como la implementación de programas de eficiencia y rendimiento energético en los edificios, además de habilitar más opciones para la descarbonización de la infraestructura industrial.
En síntesis, la alternativa pública significa la recuperación integral de la generación, transmisión, distribución y gestión de la energía. En contextos donde las políticas de privatización han sido más agresivas es necesario que las empresas de energía que han sido privatizadas vuelvan a ser de propiedad y control públicos. En otros contextos, donde la propiedad de las empresas ha permanecido en manos del Estado pero con una gestión orientada por los principios de la gobernanza corporativa de mercado, es necesaria la descorporativización o la desmercantilización de estas empresas, de modo que pasen a operar con una lógica de eficiencia social no restringida a las demandas neoliberales de rentabilidad puramente comercial, y estén orientadas por una concepción de la energía como un bien público y centradas en las necesidades sociales.
La alternativa pública significa la recuperación integral de la generación, transmisión, distribución y gestión de la energía
Desde esta perspectiva, el rol del Estado vuelve a ser esencial. En las últimas dos décadas, en muchos países del mundo (particularmente en Europa occidental) las cooperativas y otras experiencias de energía comunitaria se han expandido de forma significativa, generando nuevas esperanzas en torno a una transición energética a escala mundial anclada en proyectos descentralizados e iniciativas lideradas por la propia ciudadanía. Desafortunadamente, el optimismo inicial ha sido un tanto excesivo (Sweeney y Treat, 2020). En diversos países, los esfuerzos locales y de base comunitaria se han visto gravemente afectados por la supresión de las subvenciones y mecanismos de conexión a la red del tipo tarifas de alimentación (feed-in tariff). Este cambio ha provocado un fuerte descenso del número de nuevas iniciativas locales y dificultades para la supervivencia de las cooperativas en el nuevo mercado de la energía. Los proyectos comunitarios deben competir con los intereses del gran capital (incluidas las grandes empresas de energía eólica y fotovoltaica) tanto por apoyo político (subsidios) como por cuotas de mercado.
La revitalización de la propiedad pública debe ir acompañada de un claro cambio en la concepción de la energía como un bien público. Las empresas de energía que han sido privatizadas, corporativizadas o mercantilizadas no solo deben ser recuperadas, sino que también deben ser democratizadas y pasar a operar con otras modalidades de gestión. Asimismo, al igual que el proyecto neoliberal incluyó como un componente esencial la creación de nuevas agencias reguladoras (supuestamente independientes) para asegurar la competencia entre distintas empresas, la recuperación de la propiedad pública requerirá nuevas instituciones que garanticen que los servicios públicos recuperados funcionen de forma transparente, bajo control social y promoviendo la cooperación y la participación pública a distintos niveles.
La alternativa pública también significa la eliminación progresiva de los llamados mercados eléctricos competitivos
La alternativa pública también significa la eliminación progresiva de los llamados mercados eléctricos competitivos, tanto mayoristas como minoristas. En realidad, muchos Estados (sobre todo en el Sur global) han ignorado las directivas del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de los bancos regionales de desarrollo orientadas a la creación de mercados eléctricos, de la misma manera que han ignorado las instrucciones o presiones para establecer esquemas de comercio de emisiones. El desmantelamiento de los mercados eléctricos ofrece oportunidades para desmercantilizar la electricidad; también es necesario eliminar otras formas de privatización encubierta, como los llamados acuerdos de compra de energía (power purchase agreements, PPA), con contratos a dos o tres décadas con rentabilidad asegurada por el Estado y sin riesgo empresarial para los inversores privados.
La desmercantilización también abre nuevas posibilidades para un enfoque auténticamente integrado y bien planificado de la transición energética. La preocupación por la cuota de mercado ya no determinaría el comportamiento de las empresas de generación o distribución de la energía y, por tanto, evitaría o disminuiría las tensiones entre los prosumidores, las cooperativas de energía y las empresas estatales que se observan en la actualidad en diversos países del mundo. En el marco de un sistema público e integrado, en lugar de proporcionar oportunidades para que unas pocas empresas aumenten sus ganancias a expensas de la sociedad en su conjunto, la eficacia de la generación distribuida podría ser reevaluada sobre la base de criterios sociales y ecológicos y a largo plazo.
Una vez recuperadas y democratizadas, las empresas públicas de energía contarían con más capacidades (o menos restricciones) para ampliar sus operaciones de manera que puedan contribuir de manera más efectiva a la descarbonización no solo de la matriz energética, sino también del transporte, la industria, la agricultura y otros sectores que actualmente dependen de los combustibles fósiles.
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Daniel Chavez es coordinador de Políticas Públicas del Transnational Institute, con sede en Ámsterdam. Sean Sweeney es coordinador de Trade Unions for Energy Democracy, con sede en la City University de Nueva York