Por Bindy Kampmark
Para Counterpounch
Traducido del inglés para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
Realmente quieren matarlo. Tal vez ya es hora de que sus detractores y escépticos, que han demostrado estar equivocados esencialmente desde el principio, admitan que el imperio estadounidense, junto con sus estados clientes, está deseando ver a Julian Assange perecer en prisión. La localidad y el lugar no son relevantes para su propósito. Al igual que con la Inquisición, la Iglesia Católica nunca fue partidaria de ensuciarse las manos, prefiriendo el empleo de figuras no eclesiásticas para torturar a sus víctimas.
En el caso de Assange, Gran Bretaña ha sido un carcelero voluntarioso desde el principio, guiado por los buenos oficios de Washington, y no demasiado interesado en ver libre a este difusor de secretos. El Gobierno británico rechazó en repetidas ocasiones e inexcusablemente la libertad bajo fianza, a pesar de las amenazas de COVID-19, del deterioro de la salud del propio editor y de las restricciones de acceso, a intervalos regulares, al asesoramiento legal de su equipo. Al igual que se considera que algunos bancos son demasiado grandes para quebrar, a Assange se le considera un objetivo demasiado grande para permitirle escapar. Si se le dejara libre de nuevo, podría hacer lo que mejor sabe hacer: revelar las corrupciones del Gobierno en la guerra y en la paz y demostrar que el contrato social es un burdo engaño y una burla a nuestra sensibilidad.
El sistema jurídico del Reino Unido ha sido el foro ideal para ejecutar los deseos de Washington. Cada rama jurídica que ha examinado el caso de extradición ha evitado diligentemente encarar el fondo del asunto: el ataque a la libertad de prensa, la exposición de los crímenes de guerra, la vigilancia ilegal de un refugiado político en el recinto de una embajada, las violaciones de la intimidad y el secreto legal, las intromisiones en la vida familiar, las pruebas sobre la propuesta de secuestro y asesinato, los cuestionables conflictos de intereses de algunos miembros judiciales, la connivencia de las autoridades del Estado…
En lugar de ello, los tribunales han utilizado una cuchilla para rebanar los argumentos más sólidos, centrándose en una rodaja que, en su momento, sería derrotada. La única decisión que favoreció a Assange fue considerarlo un individuo cuya fragilidad mental le haría peligrar en un centro penitenciario estadounidense. En tal caso, sería prácticamente imposible evitar el suicidio. La jueza de distrito Vanessa Baraitser, que dictó la sentencia, tuvo poco en cuenta las credenciales del editor, coincidiendo de corazón con la acusación en que ningún periodista habría expuesto los nombres de los informantes. (Esta farsa de interpretación fue rebatida de forma convincente en el juicio de Old Bailey).
El resto ha sido un espectáculo grotesco de proporciones colosales, en el que el Alto Tribunal y el Tribunal Supremo han demostrado ser unos zopencos políticos o, lo que no es mucho mejor, unos incautos. Creer en las garantías diplomáticas de los fiscales estadounidenses sobre el destino de Assange después de la extradición, ofrecidas a posteriori, recordaba terriblemente la práctica de amañar un partido para que uno de los equipos gane. Todos sabemos que los casos judiciales y la ley pueden compararse a las apuestas y a la asunción de riesgos: el resultado nunca está claro hasta que se produce, pero en este caso era extremadamente ridículo.
Para cualquiera que haya seguido el juicio y conozca la debilidad de las garantías ofrecidas por una potencia estatal, especialmente si tiene el peso de los Estados Unidos, las promesas de un encierro más cómodo, no sujeto a brutales medidas administrativas especiales y de poder solicitar el regreso a Australia para cumplir allí el resto de la condena, eran pura y apestosa palabrería.
Amnistía Internacional es inequívoca en este punto: los gobiernos utilizan las garantías diplomáticas para «eludir» diversos convenios de derechos humanos, y el simple hecho de que se soliciten crea sus propios peligros. «El mero hecho de que los estados necesiten pedir garantías diplomáticas contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes es indicativo de que existe riesgo de tortura».
Las autoridades fiscales estadounidenses han llegado incluso a debilitar su propia posición, condicionando sus compromisos. Como de costumbre, vuelven a centrar la atención en Assange, sugiriendo que podría influir en ciertos asuntos por su propia conducta maliciosa. En definitiva, nada de lo que se dijo era vinculante, y el pegamento que mantenía las promesas podría, en cualquier momento, disolverse.
Admirablemente, Assange sigue teniendo algunos seguidores muy dedicados que le desean lo mejor y quieren verle libre. El diputado australiano independiente Andrew Wilkie posee el tipo de certeza que puede pulverizar las actitudes de los escépticos sombríos, aunque incluso él deba alimentar algunas dudas. En su discurso a los partidarios de Assange en Camberra, pronunciado en los jardines del Parlamento australiano, se mostró confiado en que si se mantiene «la presión» se acabará haciendo justicia con el editor.
En un escueto resumen, Wilkie sintetizó el caso: «Estados Unidos quiere vengarse y, durante mucho tiempo, el Reino Unido y Australia se han contentado con seguir el juego porque han antepuesto las relaciones bilaterales con Washington a los derechos de un hombre decente». Es preciso mantener la rabia, instó a su audiencia.
El asunto se considera tan urgente que los médicos australianos de Assange han advertido de que la muerte puede estar asomada a la vuelta de la esquina. «Los exámenes médicos realizados a Julian Assange en la prisión de Belmarsh, en el Reino Unido», declaró el portavoz Robert Marr, «han revelado que padece graves afecciones cardiovasculares y relacionadas con el estrés que ponen en peligro su vida, y que incluso ha sufrido un pequeño accidente cerebrovascular como consecuencia de su encarcelamiento y de la tortura psicológica.»
La organización ha escrito a la embajadora de Estados Unidos en Australia, Carolyn Kenney, «pidiéndole que solicite urgentemente al presidente Biden que ponga fin a la persecución por parte de Estados Unidos del ciudadano australiano Julian Assange por la mera publicación de información que se le ha facilitado y que ponga fin al intento de Estados Unidos de extraditarlo desde el Reino Unido».
Desde la perspectiva australiana, vemos que se pretende enfocar el destino de Assange sin prisa alguna y con toda cautela, lo que también es concordante con la agenda letal que persiguen los fiscales estadounidenses. A pesar del cambio de guardia en Camberra *, el statu quo de las relaciones de poder entre los dos países permanece inalterado. Todos, salvo Assange, parecen tener tiempo para esperar. Pero en términos de vida y salud, el tiempo se está acabando.
* N. de T.: En mayo de este año el Gobierno australiano cambió de manos y los socialdemócratas retomaron el poder tras nueve años de gobierno conservador.