Por Adrián Almazán Gómez
Para CTXT
“Escuchar es casi escribir”. Con esa hermosa cita de Alfredo Molano da comienzo el viaje en el que Eduardo Romero nos embarca en su reciente libro ¿Cómo va a ser la montaña un dios? (Pepitas de Calabaza, 2022). Un recorrido de ida y vuelta, atado con la soga nudosa de marinos mercantes, entre Colombia y Asturias. Escuchar es casi escribir, sí. Pero solo casi. Y es que en las páginas de este libro arrebatador se produce la alquimia de hacer de la escucha relato, historia, informe… a veces testamento, a veces caricia.
No somos pocos los que de manera torpe tratamos de cartografiar nuestro presente y su zozobra. Y así llenamos innumerables cuartillas de datos de consumo de energía, de porcentajes de especies muertas, de informes de personas desaparecidas, de conceptos que tratan de capturar nuestro criminal orden social. Y Eduardo Romero lo sabe bien. De esa cartografía es conocedor, pero también genial sintetizador en las propias páginas de su libro. No obstante, si su escritura es más alquímica que cartográfica es porque a través de ella los datos saben a tierra y levantan una nube de humo, los porcentajes sangran, los informes lloran al pensar en sus hijos muertos y los conceptos se convierten en la historia de una dominación ruin que se alarga ya por más de cinco siglos.
Eduardo Romero despliega la historia de las familias que llevan siglos enriqueciéndose gracias a una dinámica vampírica
Es por eso difícil anticipar a la lectora, o al lector, lo que encontrará en estas páginas. Sin duda, una historia muy documentada de la explotación, venta y mercadeo del carbón en uno y otro continente. Es más, una historia global de una industria que se desplaza como un cuervo negro por todo el planeta depositando semillas de muerte que germinan con explosiones que conflagran comunidades, vidas y naturaleza. Pero también encontrará un relato de la reproducción de la dominación y la desigualdad con nombre y apellidos. Donde Piketty analizaba datos económicos para recrear una historia genealógica de la desigualdad, Eduardo Romero nos ofrece árboles genealógicos y despliega ante nuestros ojos la historia de las sagas familiares, como los Alvargonzález, que llevan siglos enriqueciéndose gracias a una dinámica vampírica.
Pero eso no es todo. Línea a línea, el libro de Eduardo Romero nos trae el dolor de los que resisten y luchan contra la transfiguración del mundo. Aquellos para los que criticar el mundo industrial significa poner el cuerpo en defensa del territorio, llorar a sus hijos y buscar justicia para ellos sin importar el precio, habitar barriadas inmundas sacrificadas en los altares del progreso. Mineros, migradas, sindicalistas, indígenas, activistas, abogadas… Todas son parte de la gran familia caída en desgracia por una necropolítica que en su insaciable búsqueda de beneficios ya no duda de atragantarse de tierra, fauna, historia, vida y cuerpos (¿es que alguna vez lo dudó?).
Así, resonando tras la pregunta que inaugura la arcada de este viaje cuasi dantesco, Eduardo Romero nos ofrece un salvoconducto para mirar de frente a la esquizofrénica situación de nuestro mundo. Un descenso a los infiernos zarandeados por el oleaje de un vaivén continuo entre continentes trufado de matanzas, de esclavitud, de muerte, de impotencia… Pero, a su lado, germinando con una aspiración de infinito, Eduardo arroja luz a todas las esquinas –el gesto medido con el que se ayuda a caminar a un anciano– donde habitan el amor y la ternura.
En suma, estas páginas son un regalo. Amargo, sin duda, como nuestro tiempo. Pero también revulsivo. Una descarga eléctrica destinada a desactivar la apatía de los que dan todo por perdido desde el confort de vidas imperiales. Un fogonazo de nieve que retumba en nuestros oídos con las voces de los sin voz, los que pagan con sangre nuestras vidas de despilfarro. Y un faro para pensar los rumbos que tomar.
Ninguna historia mejor que la de Colombia para mostrarnos que solo el pueblo salva al pueblo
Porque ninguna historia mejor que la de Colombia para mostrarnos que solo el pueblo salva al pueblo. De las grandes trasnacionales, poco podemos esperar. Tan solo una continuación ininterrumpida de sus regalos envenenados, de su parasitismo de la vida a cambio de la calderilla, de su camorrismo. Pero no deberíamos seguir incurriendo en la ilusión de ver en el Estado un dique de contención, un parapeto frente al caos de las mafias y la violencia de los órdenes fallidos. El Estado, como muestra bien la historia colombiana, es en muchos lugares un agente del caos. Un instigador del derrumbe. Un organizador de la violencia que tiene como objetivo prioritario el de siempre: aterrorizar el territorio para privarle de sus custodios. Paralizar con miedo a los humanos para extender el apocalipsis en el tejido de la vida. Avituallar a los sicarios del horror para apagar toda esperanza, toda ilusión, toda imaginación.
Si la historia de la extracción, del trabajo y del imperialismo nos une con maromas ásperas e impregnadas de sal, la experiencia del horror también debería enseñarnos que nadie está a salvo de la codicia del mundo industrial, un Jano bifaz en el que el poder económico y el político comparten una única mente. Y, al terminar la última línea y cerrar la tapa con un eco profundo, una pregunta resuena en el aire: ahora que las minas vuelven con fuerza, ahora que nuestro territorio va camino de ser una zona de sacrificio más (como ya lo fue en el pasado: Almadén, Aboño…), ¿cuánto tardará el Jano industrial en traer la muerte hasta nuestras costas, hasta nuestros hogares? ¿Tendremos el corazón suficiente para resistir?
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Adrián Almazán Gómez es profesor de filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid, licenciado en Física y miembro de Ecologistas en Acción y del colectivo La Torna.