Por Francisco Louça
Publicado en Sin Permiso
En el verano de 2007, David Viniar, un gerente de Goldman Sachs, que había sido su vicepresidente ejecutivo y director financiero durante 14 años, notó algo extraño en los mercados financieros.
Veterano de crisis, nunca había visto nada parecido: uno de los fondos especulativos del banco perdió un 27% en un ápice y eso costó dos mil millones de dólares para salvarlo. “Pasamos días enteros viendo cosas con 25 desviaciones estándar”, dijo después. Estas “cosas” eran movimientos de precios que no podían ser descritos por los modelos de estimación probabilística que se basan en la presunción de que la mayoría de las variaciones están cerca de la media y que los acontecimientos extremos en un mercado eficiente son raros o imposibles. Los analistas financieros utilizan esos modelos, sus gurús economistas les aseguran que reflejan la ley de la naturaleza y, por lo tanto, el caso era incomprensible. De hecho, la probabilidad de acontecimientos tan raros, con 25 desviaciones estándar, es la misma que la de ganar la lotería 42 veces seguidas, pero el entusiasmo por la subida de las cotizaciones mantuvo la ilusión y el mercado siguió entusiasmado más de un año. La recesión que siguió a esta burbuja especulativa fue la primera desde la 2a Guerra Mundial que provocó la reducción en términos absolutos del PIB mundial.
La lección de la crisis
Cabe señalar que tal “cosa” imposible era estrictamente el resultado del funcionamiento regular del mercado. Los incentivos funcionaron como debían: los agentes inmobiliarios vendían casas lo más caras posible a las familias pobres y recibían inmediatamente la comisión descontada sobre el crédito; los bancos prestaban con una hipoteca que, si se ejecutaba, siempre permitiría vender la casa a un precio más alto; los créditos se titularizaron y se vendieron a lo largo de una cadena de agencias financieras, en el entendido de que siempre podrían ser revendidos con beneficios. Mientras el precio de la vivienda subía, el sistema prosperaba y distribuía un manantial. Sin embargo, cuando empezó a bajar, dado el número de quiebras de esas familias, el sistema financiero tuvo que registrar pérdidas en sus balances y comenzó el pánico, los mercados de crédito interbancario se congelaron y los mismos que habían utilizado el esquema y este éxito del mercado fueron los primeros en llamar a la puerta de los gobiernos, con la mano extendida.
Lección aprendida y, como era de esperar, volvemos ahora a lo mismo, la nueva fiebre del oro son los criptoactivos o sus múltiples ramificaciones, los NFT en el mercado del arte, los espacios “inmobiliarios” o “comerciales” en el metaverso, los negocios de créditos usureros en las redes, las criptomonedas que valdrían el cielo y otros productos Este mundo empresarial impulsado por la adrenalina se convirtió en una gigantesca startup que vende ilusiones y, si alguna vez se usó el término “capital ficticio”, ni siquiera se podía imaginar a dónde llegaría esta especie de fantasía new age en la que vivimos. Hasta esta semana, cuando el fin de Silicon Valley Bank -con una corrida de depósitos y la segunda mayor quiebra de la historia de Estados Unidos, y de otros dos bancos-, fue la señal de que una burbuja siempre estalla. Y termina exactamente así, todavía habrá más.
El mercado resuelve
En la crisis anterior, la de 2008, algunos liberales se opusieron a que hubiera alguna intervención pública para rescatar a los bancos en dificultades. John Cochrane, entonces profesor en Chicago, destacó por asegurar que si se dejaba quebrar a las empresas en dificultades, el mercado se recuperaría en pocas semanas. Fue la solución aplicada por la administración Hoover en 1929 y la bolsa norteamericana solo se recuperó 25 años después. Pero la respuesta de Cochrane es ahora diferente, dice que se trata de una crisis de regulación. El ajuste de cuentas es evidente: tras la crisis financiera de 2008 se aprobó un nuevo sistema regulatorio que, al ser deficiente, obliga a las agencias financieras a normas más estrictas (y Cochrane y otros liberales se opusieron a él). Trump logró anular parte de estas reglas para los bancos regionales, creando allí un foco de incertidumbre supletorio (el valor de la capitalización de uno de los más grandes, First Republic, cayó un 80% esta semana), nada que impida a los republicanos aprovechar esta crisis para relanzar la ofensiva por el fin de estas reglas.
El formato de esta batalla es una curiosa revelación del perfil del liberalismo-conservador que hoy predomina en las derechas mundiales. Dice DeSantis, el rival de Trump, y dicen los comentaristas de Fox News, por los que se puede medir la temperatura del trumpismo, que la quiebra de esos bancos es el resultado de la “cultura woke”, el término utilizado para catalogar las políticas que promueven la diversidad en el empleo. Como esos bancos anunciaron líneas de crédito para políticas de sostenibilidad ambiental o apoyaron jornadas de orgullo gay, ahí tenemos el dedo acusador de los republicanos: la quiebra es culpa de las lesbianas, dicen los más atrevidos, y en la cultura de derecha de Estados Unidos esto sigue siendo una posición moderada. Se puede preguntar cuál es la relación entre esta cruzada cultural obscurantista y la respuesta al riesgo financiero, o de qué serviría una respuesta que creara cualquier regla cultural discriminatoria para señalar nuevas víctimas y, al mismo tiempo, dejar que el mercado se ocupara de las quiebras de los bancos. El simple hecho de discutir esta paranoia ya dice mucho de la irracionalidad de estos señores. Es así, en el país más poderoso del mundo los conservadores juegan a cuanto peor mejor, Murphy es su profeta.
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Francisco Louça. Catedrático de economía de la Universidad de Lisboa y activista del Bloco de Esquerda portugués.