La Policía Bonaerense está sublevada en Olavarría en contra de una investigación judicial sobre un efectivo por gatillo fácil

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La esposa de un hombre que amenazaba con suicidarse llamó a la Policía para pedir auxilio. Uno de los uniformados que acudió le ahorró la tarea: lo ejecutó.

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No sólo por salarios se levantan los policías: en Olavarría lo hacen contra la Justicia. Foto: Infonews
No sólo por salarios se levantan los policías: en Olavarría lo hacen contra la Justicia. Foto: Infonews

 

Por Gastón Rodríguez
Para Tiempo Argentino

Espíritu de cuerpo: el miércoles, temprano, el contingente de uniformados se concentró frente a la fiscalía de Olavarría para acompañar al sargento Juan Coria, imputado por homicidio doblemente agravado por uso de arma de fuego y por ser funcionario policial. Fue el jefe distrital, comisario Néstor Ordoqui, el que tuvo que salir a declarar que el acuartelamiento no pasó de una propuesta de los subalternos más ofendidos y garantizó la calma durante el trámite judicial.

Aunque haya sido el más mesurado, es probable que debido al cargo que ostenta, Ordoqui se manifestó en el mismo sentido respecto de la culpa de Coria. "La suya –dijo– es una situación medianamente injusta. Actuó de forma razonable y gradual y lo que ocurrió es un accidente de trabajo." La eventualidad, una distracción, algo de mala fortuna, entonces, le había costado la vida a Jorge Ortega, un depresivo que no alcanzó a suicidarse porque quien debió rescatarlo lo mató antes.

Esa misma tarde, alrededor de las 14, la policía de Olavarría volvió a desatender su trabajo y convocó a una nueva reunión, esta vez dentro de la comisaría primera, para debatir –oponerse– al dictamen del fiscal Martín Pizzolo y del juez de Garantías Carlos Villamarín, que avaló la acusación y ordenó la inmediata detención del sargento. Los camaradas de armas y familiares de Coria plantearon medidas extremas.

Hablaron de huelga, de dejar al pueblo indefenso y de valerse del caos como perfecto instrumento de presión. El superintendente de Seguridad de la Región Centro Oeste, comisario general Roberto Fernández, intentó persuadirlos de lo contrario, desactivando cualquier intento de sublevación, cumpliendo con lo que le habían ordenado desde La Plata.

Luego de dos horas de exaltada discusión se llegó a una medida salomónica: definieron que los patrullajes se iban a realizar con la frecuencia normal aunque recortarían los servicios adicionales, al menos hasta conocer la resolución de la Cámara de Apelaciones al pedido de hábeas corpus presentado por la defensa de Coria para lograr la excarcelación.

Así, se retiró de las calles a los policías de tránsito y también a los que custodiaban los bancos, el bingo y cualquier empresa privada. Los partidos de la liga local de fútbol debieron suspenderse por la ausencia de agentes. Las únicas guardias que se respetaron fueron las del edificio del Poder Judicial y del Hospital Municipal.

El jueves, la noticia del rechazo del hábeas corpus empeoró los ánimos de los hombres de la Bonaerense. Casi no hubo que votar nada: unánimemente se decidió extender la medida de fuerza por tiempo indeterminado y quitar el patrullaje de las distintas cuadrículas dependientes de la comisaría primera. También se anunció que el viernes habría una marcha para manifestar el malestar de la institución.

Mientras, Yesica Medina seguía llorando a su marido. Cuatro hijos, ninguno mayor de 13, se habían quedado sin padre. Muchos se solidarizaron con la pérdida y hasta hubo concentraciones pacíficas en la plaza principal para repudiar lo que entendieron como el último caso de gatillo fácil en la ciudad.

El viernes, organismos de Derechos Humanos dieron una conferencia de prensa en la librería Insurgente para denunciar que la única y real petición de los efectivos era tener un amparo legal, distinto al del resto de la comunidad, "para maltratar, torturar y seguir matando a los pibes en los barrios".

Olavarría está partida: la bala que atravesó a Jorge Ortega enfrentó a civiles y policías. Ayer al mediodía, el sargento Coria volvió a su casa. El juez de Garantías Villamarín había firmado, se presume que luego de una larga noche de negociación con la cúpula de la fuerza, la liberación al considerar que no existía riesgo de fuga. La familia de la víctima se enteró por los diarios. Asomaba un bando ganador.

Jorge Ortega era para los conocidos apenas "Tito". Tenía 33 años y un empleo estable en Ferrosur, la empresa con la concesión del transporte de cargas del ex Ferrocarril Roca, como encargado de la entalladora de los durmientes. Desde muy joven había formado una familia con Yesica y entre los dos de alguna forma se las arreglaron para comprar una casa, un auto y mantener a las dos nenas más grandes y a los varones más chicos.

Pero todo empezó a estropearse en marzo. Tito tomó los ahorros de varios meses y los gastó en una moto de mediana cilindrada. A la mujer le dijo que la usaría como flete para ganar unos pesos extras y también para ir hasta el trabajo, así ella podría quedarse con el auto para moverse con sus hijos. Yesica ahora lo ve como un acto de inconsciencia pura, pero aquel día fue imposible resistirse a los ruegos de la más grande y terminaron prestándole la moto para que la probara en la calle.

La chica no llegó a la esquina cuando ya se la habían robado. Después del reparto de culpas, los padres fueron hasta la comisaría primera y radicaron la denuncia. Incluso, aportaron las fisonomías y los apodos de los que ellos creían sospechosos. La moto nunca apareció pero la fachada de la casa de los Ortega fue baleada (la mujer asegura que por los mismos ladrones), con el fin de amedrentarlos y obligarlos a desistir de las delaciones.

Empujada por el pánico, la familia se mudó a un terreno que les cedió un pariente, pero en plena remodelación, la municipalidad les frenó la obra y perdieron, otra vez, todo lo invertido.

La pareja se endeudó todavía más para juntar el depósito del alquiler de una casa. En paralelo, las energías de Tito iban en baja y ni siquiera los dos miligramos de Clonazepam, uno a la mañana y otro a la noche, recetados por el psiquiatra lograron impedir la caída.

El lunes 11 de noviembre Tito no pudo levantarse de la cama. La mujer llamó al trabajo y fabuló una excusa creíble para justificar la ausencia. Después se ocupó de levantarle el ánimo. El fracaso fue categórico.

"Él me decía –recuerda Yesica– que nos íbamos a quedar en la calle porque no teníamos para pagar el alquiler. Me repetía que no quería vivir más así, que ya no lo soportaba."

Sin esperanzas, a las cinco de la tarde Tito se subió al Ford Fiesta que aún les quedaba y con Yesica fueron hasta el barrio Isaura, donde el dueño de una casa en venta les aceptaba el auto en parte de pago. A Tito lo desconsoló escuchar que la propiedad valía 85 mil pesos. El regreso fue más amargo. En la avenida Pringles se detuvieron a la altura de un almacén. Se bajaron a fumar porque no tenían la costumbre de hacerlo arriba del auto.

Tito volvió a repetir sus ganas de entregarse aunque algo había cambiado en su mirada. Le dio la billetera y las llaves del Ford a su mujer y caminó en dirección al arroyo. Después de dudar, Yesica lo siguió. Cuando lo alcanzó le tomó la mano y le pidió que aguantara un poco más, que no era la primera vez que las cosas marchaban mal y que siempre había tiempo para un milagro. Ver a su marido empuñar la pistola calibre 22 le quitó el coraje de insistir.

"Andate porque me cago limpiando adelante tuyo. Andate con los nenes", mandó él. Yesica llamó a la policía y también al suegro. En pocos minutos la zona estaba acordonaba. A Tito lo encontraron sentado muy cerca de la calle 118, con la vista fija en el agua calma y el arma entre las piernas. Se sabe que Coria no estaba a más de cinco metros de Tito y que el disparo entró por el abdomen, agujereó el riñón y salió por la zona lumbar. Lo que todavía nadie pudo explicar es el motivo.

"Yo los llamé –dice la viuda– para que me ayudaran y me lo terminaron matando. Es al día de hoy que todavía me da vergüenza mirar a mis hijos a la cara porque siento la culpa de haberles quitado al padre".

 

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