Por Juan Parrilla
Para Periodistas por el planeta
El 10 de abril pasado, un grupo de desconocidos encapuchados arrojó una bomba molotov que incendió las oficinas de la minera Agua Rica, en Andalgalá, en la provincia argentina de Catamarca.
Fue mientras se realizaba una marcha de vecinos que desde hace más de una década se manifiestan todos los sábados a favor del medioambiente, siempre de manera pacífica. Pese a la falta de pruebas y a que todo indicaba que se trataba de “infiltrados”, una fiscal que trabajó para el sector minero ordenó la detención de 12 pobladores. La mayoría estuvo dos semanas en prisión.
El día de su liberación, a más de 5.000 kilómetros de allí, en Honduras, ocho personas cumplían entre 20 y 30 meses encarcelados. Permanecen detenidas luego de una serie de protestas contra un proyecto minero de Inversiones Los Pinares. Son parte de una causa en la que 32 pobladores, incluido un muerto, están siendo juzgados como parte de una asociación ilícita por los mismos tribunales que se crearon para investigar al crimen organizado.
Los dos casos muestran una de las caras más oscuras de la megaminería en América Latina. Con distintos grados de violencia, las recetas para combatir la falta de licencia social se repiten: asesinatos, detenciones, desalojos forzados, criminalización, irregularidades judiciales, fuerzas de seguridad con poder de policía y corrupción. Donde hay minería, hay un conflicto social, la democracia se convierte en una ficción y la vida cambia para siempre.
El sector más peligroso
Según el último informe de la organización Global Witness, América Latina es la región con más defensores del medioambiente asesinados, con dos tercios de los casos en 2019. El triste ranking de ese año lo lideró Colombia, con 64 víctimas fatales. Cinco de los seis países que le siguen son de la zona: Brasil (24), México (18), Honduras (14), Guatemala (12) y Venezuela (8). La minería fue el sector más peligroso, con 50 crímenes.
A la fecha, el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL) registra 284 conflictos sociales por la megaminería. La mayoría, en México, Chile y Perú, seguidos por la Argentina, Brasil y Colombia. Detrás de la frialdad de las cifras hay personas. Y detrás de ellas, una familia, una comunidad, una historia desconectada de los grandes centros urbanos y la vida democrática.
A pesar de la irrupción de capitales chinos y la importante presencia de empresas británicas, más de la mitad de los emprendimientos mineros en la región siguen siendo de compañías de Canadá. Mientras su primer ministro Justin Trudeau impulsa sanciones junto a los Estados Unidos para los países con leyes climáticas débiles, los encargados de negocios de sus embajadas hacen lobby a favor de mineras ligadas a procesos de violencia, corrupción y contaminación.
Violaciones y abusos
Tal el caso de la mina Fénix, en la costa norte del Lago de Izabal, en Guatemala, en territorios que reclama la comunidad maya Q’eqchi. El conflicto desembocó en tres demandas en el Tribunal Superior de Justicia de Ontario por acusaciones contra las empresas canadienses HudBay Minerals y HMI Nickel, y su subsidiaria CGN. Son los únicos procesos en los que juzgados de ese país aceptaron acciones contra una empresa local por violaciones a los derechos humanos en el extranjero.
La primera de esas demandas es por el abuso sexual de 11 mujeres, el 17 de enero de 2007, por parte de policías, militares y personal de seguridad con ropa de la minera CGN, durante la expulsión de un centenar de familias de la comunidad de Lote Ocho.
Una de las víctimas, Rosa Elbira Coc Ich, contó que nueve hombres irrumpieron en su casa preguntando por su marido y la violaron. Hoy, no puede tener hijos, posiblemente por las lesiones que sufrió. Entre las víctimas también hay embarazadas que perdieron sus bebés.
En el marco del juicio, las mineras tuvieron que entregar unos 20.000 documentos internos a las demandantes. “Allí consta que CGN pagó cientos de miles de dólares a los soldados y la policía para realizar los desalojos”, subraya el abogado canadiense Grahame Russell, director de Rights Action, una de las ONG que colaboran con las comunidades afectadas.
Otra demanda es por el crimen del docente Adolfo Ich, el 27 de septiembre de 2009, en medio de nuevas amenazas de desalojos. Su esposa y denunciante, Angélica Chub, recuerda que el jefe de seguridad del proyecto, el excoronel Mynor Padilla, había convocado a su marido a conversar, pero un grupo de empleados de la empresa lo empezó a golpear y lo arrastró hacia el interior del predio de la minera. “Una vez allí, un miembro de las fuerzas de seguridad de Fénix lo atacó con un machete. Entonces Mynor Padilla se acercó y le disparó en el cuello”, repasa la denuncia.
Esa jornada terminó con otros siete pobladores heridos de bala. Uno de ellos es Germán Chub Coc, quien quedó parapléjico. Es el tercer demandante en los tribunales de Ontario.
Estrategia de desgaste
La también canadiense Pan American Silver es otra de las empresas emblemas en la región, con presencia en cinco países. En México opera dos proyectos, entre ellos, La Colorada, en Zacatecas, la mina más grande de la compañía. Abrió en 2004 y una década más tarde comenzó un proceso de expansión que desató un conflicto por las tierras con los pobladores de la zona.
Tras dos años de amenazas, el 13 de enero de 2017, personal de seguridad de Pan American Silver munido de armas largas obligó a 46 familias a desalojar los terrenos que su comunidad ocupaba desde hacía casi un siglo. Sus casas fueron destruidas y todos fueron reubicados en viviendas de lámina que les dieron en comodato, dentro de un complejo habitacional que funciona casi como un gueto, a 200 metros del ingreso a la mina, entre los ruidos de las máquinas y los respiradores, y con un perímetro alambrado e iluminado las 24 horas del día, lo que dificulta el descanso.
Los vecinos denuncian que todo es parte de una estrategia de desgaste para forzarlos a abandonar la zona, que comenzó cuando la minera echó a los empleados que vivían en la comunidad. La tortura psicológica se completa con un duro reglamento confeccionado por la empresa. Los pobladores aseguran que ni siquiera pueden festejar un cumpleaños fuera de sus hogares y que no están permitidos los ruidos después de las 23 horas. Tampoco pueden criar animales para alimentarse y hasta tienen regulados los tipos de mascotas que pueden tener. Si rayan un mueble, se les aplica una multa de 300 pesos. Les llegaron a cortar el agua por más de un mes.
¿Feliz Navidad?
A pesar de ese y otros antecedentes, como la contaminación en torno a la mina Quiruvilca en Perú, Pan American Silver intenta avanzar en el sur de la Argentina, en Chubut, con el proyecto Navidad, en un proceso cargado de avasallamientos a las instituciones democráticas. Eso incluye represión y detenciones, una cámara oculta a un diputado provincial pidiendo dinero para hacer lobby, un audio de otra legisladora revelando que se pagaron coimas y la foto del celular de un tercer congresal que en plena sesión recibió un mensaje con instrucciones de un directivo de una minera para desvirtuar el contenido de una iniciativa popular.
El proyecto Navidad, sin embargo, tiene un obstáculo: en la provincia de Chubut está prohibida la minería a cielo abierto y el uso de cianuro, tras una consulta popular en el pueblo de Esquel, en 2003. Fue la segunda consulta que se realizó en América Latina sobre megaminería y tomó como referencia la experiencia inédita en Tambogrande, en la provincia peruana de Piura, en junio de 2002.
En total, el OCMAL lleva contabilizadas 39 consultas populares en la región, pero concentradas en sólo seis países. Aunque no siempre los gobiernos han reconocido esas elecciones y algunas veces han usado artilugios legales para eludir sus resultados, muchas han conseguido modificar, retrasar y hasta frenar proyectos.
Otra forma de participación directa son las consultas previas, pero suelen ser una mera formalidad cuyos resultados no se tienen en cuenta. Una situación análoga ocurrió en Honduras, en torno a las concesiones ASP 1 y ASP 2 de Inversiones Los Pinares, uno de los casos que se narran al inicio de este artículo. El 29 de noviembre de 2019, hubo un cabildo abierto en el municipio de Tocoa, Colón, del que participaron unas 3.500 personas, según las actas oficiales, aunque los vecinos afirman que fueron muchos más. Pese a que los pobladores declararon a la comuna como libre de minería, la empresa informó que eso “no afecta en absoluto” sus operaciones.
“El agua parecía jugo de tamarindo”
El conflicto, como otros en la región, había empezado en el más absoluto secreto, cuando el Congreso impulsó, un año después de su creación, la reducción de la zona núcleo del Parque Nacional Montaña de Botaderos, para allanar el camino de la explotación de óxido de hierro.
“Nos topamos con un muro terrible en todos los niveles: municipio, gobierno central y empresa”, recuerda Juan Antonio López, vecino de Tocoa y referente de la oposición al proyecto minero.
El detonante del capítulo más sombrío del conflicto se empezó a escribir en abril de 2018, durante la construcción de los caminos hacia el proyecto. No es una novedad: es habitual que los primeros efectos de la presencia de las mineras en un lugar se perciban al abrirse las rutas de acceso, por el polvo de las explosiones. Un antecedente conocido es el del proyecto binacional Pascua Lama, entre Chile y la Argentina, donde la justicia chilena frenó las obras porque acreditó la presencia de una capa de polvo sobre dos glaciares.
En el caso hondureño, la polvareda se visibilizó en los ríos Guapinol y San Pedro, y en sus afluentes. “El agua parecía jugo de tamarindo”, recuerdan los vecinos. Eso movilizó a comunidades que hasta ese momento no habían protestado.
Los pobladores tomaron por dos semanas el edificio municipal. También cortaron la calle de acceso a la empresa y paralizaron la actividad. Pedían dialogar con el gobierno, pero las autoridades los llamaban a negociar con la empresa. Buscaban un acuerdo económico. “Nos llegaron a decir que el Estado no se responsabilizaba de lo que nos pudiera ocurrir”, recuerda López.
Criminalización de los defensores
Durante una de las tantas protestas, según el relato de los pobladores, desde un vehículo de la empresa salió un disparo que hirió a un manifestante. La reacción de los vecinos fue retener al jefe de seguridad de la mina, que fue entregado a la policía. Y la respuesta del Estado fue brutal: en septiembre de 2018, el Ministerio Público impulsó una acción penal contra 18 pobladores.
La criminalización estaba en marcha, pero la lección no había sido suficiente y en febrero de 2019 se imputó a otras 14 personas, 32 en total. Fueron acusadas de cometer seis delitos, incluido el de asociación ilícita. Ocho de ellos permanecen detenidos y otros cinco están en riesgo de ser apresados.
La estrategia no es casual. Una reciente investigación de Mongabay detectó que, entre Perú, Colombia, México y Ecuador, hay 156 defensores ambientales criminalizados, 58 de ellos —la mayoría— por conflictos vinculados a la megaminería.
Uno de los acusados en Honduras es Juan Antonio López. Es considerado por el Ministerio Público como el jefe del grupo, una especie de capo narco al mejor estilo Pablo Escobar, pero que, en lugar de hacer negocios ilegales, pide que una minera no se instale en una zona protegida por ley, en la que hay 34 fuentes de agua de las que dependen miles de personas.