Pedro Briger analiza la disyuntiva de la sociedad norteamericana, que por un lado pide ejercer su derecho a portar armas, avalado por la Constitución, y por otro clama por que cesen las muertes de inocentes.
El debate alrededor del control de armas está centrado en dos ejes: las armas de fuego, y quien las manipulan. Por un lado están los defensores a ultranza de la portación de armas. Estos, que tienen mucho peso en la sociedad, se oponen a cualquier tipo de control invocando la endiosada segunda enmienda de la Constitución redactada en 1791 que establece el derecho de tener y portar armas.
Algunos de ellos incluso proponen capacitar a los docentes para que aprendan a matar a los futuros agresores en los colegios.
Y lo dicen en serio, ya que consideran que la única de manera de enfrentar un arma es con otra arma. Por el otro lado, se encuentran los que intentan limitar la compra libre de armas para evitar nuevas masacres como la ocurrida en Connecticut, aunque muchos de ellos sean rehenes de la famosa segunda enmienda, como le sucede al presidente Barack Obama.
En la conferencia de prensa que dio explicando las órdenes impartidas para buscar propuestas concretas dijo que “al igual que la mayoría de los americanos yo creo en la segunda enmienda que garantiza el derecho a los individuos de portar armas (…) Este país tiene una fuerte tradición de propiedad de armas que se transmitió de generación en generación”
Las palabras de Obama reflejan que en Estados Unidos existe un problema mucho más profundo que excede el debate tal y como está planteado ahora. La sociedad norteamericana se desarrolló expulsando a la población nativa por la fuerza y las leyendas del lejano oeste ayudaron a construir héroes inmortalizados en el cine. Las primeras palabras del famoso himno de los marines exaltan las ocupaciones de Chapultepec y Trípoli en el siglo diecinueve, y ni que hablar de las dos bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki o los aviones no tripulados que matan civiles en diferentes partes del mundo. Existe una adicción a la violencia que cualquiera puedo observar a diario en la televisión y que engarza a la perfección con la maquinaria de guerra más poderosa del planeta, aunque al momento de invadir países en la era de la tecnología se presenten las guerras como simples videojuegos sin cadáveres ni sangre.
La sociedad norteamericana se desarrolló expulsando a la población nativa por la fuerza y las leyendas del lejano oeste ayudaron a construir héroes inmortalizados en el cine.
La cultura de un país no se modifica de la noche a la mañana, y mucho menos si esta cultura es imperial. El mismo día de la masacre un editorialista del diario Connecticut Post se preguntaba hasta cuándo la gente decente iba a seguir aceptando como un hecho inevitable de la vida cotidiana la muerte a escala masiva producida por armas. Buena pregunta.
Pedro Brieger
Especial para Télam