Por James Bovard
Para CounterPunch
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
Esta semana se cumplen diez años de las revelaciones sobre la vigilancia ilegal llevada a cabo por las instituciones federales de EE.UU. con las que Edward Snowden conmocionó al mundo. Lamentablemente, muchos de los medios de comunicación que utilizaron sus filtraciones de información confidencial hace tiempo que le ignoran o que se unieron a la desvergonzada avalancha que pide su procesamiento.
Snowden prestó un servicio heroico al descubrir a los estadounidenses el saqueo de su privacidad que Washington llevaba a cabo. La «recompensa» de Snowden fue acabar desterrado en Rusia sin la más mínima posibilidad de un juicio justo si regresa a Estados Unidos. Pero como él mismo declaró con valentía: «Prefiero quedarme sin Estado que sin voz». También explicó por qué filtró la información clasificada: «No podía permitir en conciencia que el gobierno de Estados Unidos destruya la privacidad, la libertad en Internet y las libertades básicas de personas de todo el mundo con esta máquina de vigilancia masiva que están construyendo en secreto».
Para reconocer la contribución de Snowden a la libertad, conviene repasar el panorama político y jurídico anterior a sus revelaciones. En 2008, las denuncias del senador Barack Obama sobre las escuchas sin orden judicial de la Administración Bush afianzaron su imagen de defensor de las libertades civiles. En su campaña presidencial, Obama prometió «no más escuchas ilegales de ciudadanos estadounidenses…. No más ignorar la ley cuando sea inconveniente». Por desgracia, Obama no prometió no ignorar la ley cuando fuera «muy, muy conveniente».
Barack Obama: El espía en jefe de Estados Unidos
Cuando Obama consiguió la nominación presidencial del Partido Demócrata, dio marcha atrás y votó a favor de conceder inmunidad a las empresas de telecomunicaciones que traicionaran a sus clientes ante el Tío Sam. Esto no fue sino un anticipo del modo en que pisotearía la Constitución en el futuro. Tras su toma de posesión, las personas nombradas por Obama ampliaron rápidamente las incautaciones de datos personales de los estadounidenses por parte de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés). El Washington Post caracterizó el primer mandato de Obama como «un período de crecimiento exponencial de la recolección nacional de datos de la NSA».
El goteo de revelaciones de vigilancia ilícita que comenzó tras el 11-S continuó a pesar del mantra de «esperanza y cambio» que supuestamente pregonaba Obama. Poco después de su toma de posesión, el ex analista de la NSA Russell Tice declaró que la NSA estaba vigilando «las comunicaciones de todos los estadounidenses: faxes, llamadas telefónicas y comunicaciones informáticas». Tice también reveló que la NSA había seleccionado a periodistas y agencias de noticias para pinchar sus teléfonos. Las revelaciones de Tice no lograron captar la atención de los medios de comunicación.
En junio de 2009, la NSA admitió haber recopilado accidentalmente información personal de un gran número de estadounidenses. El New York Times informó de que «el número de comunicaciones individuales que se recogieron indebidamente podría ascender a millones». Pero no se trataba de un delito, sino simplemente de una involuntaria «recopilación excesiva» de datos personales de estadounidenses que la NSA conservaría durante (al menos) cinco años.
En 2010 el Washington Post informó de que «cada día, los sistemas de recopilación [de la NSA] interceptan y almacenan 1.700 millones de correos electrónicos, llamadas telefónicas y otro tipo de comunicaciones.» En 2011, la NSA amplió un programa para proporcionar información de localización en tiempo real de cada estadounidense con teléfono móvil, adquiriendo más de mil millones de registros de teléfonos móviles cada día de [la multinacional estadounidense de comunicaciones] AT&T. A pesar de todo, los medios de comunicación siguieron presentando a Obama como un defensor de las libertades civiles.
Obama perpetuó doctrinas jurídicas perversas de la era Bush para mantener la vigilancia federal totalmente al margen del escrutinio judicial. Después de que el Tribunal Supremo aceptara un caso sobre escuchas telefónicas sin orden judicial en 2012, la Administración Obama instó a los jueces a desestimar el caso. Un editorial del New York Times calificó la postura de la Administración como «un círculo vicioso especialmente cínico: dado que las escuchas son secretas y nadie puede decir con certeza que sus llamadas han sido o serán vigiladas, nadie está legitimado para presentar una demanda por la vigilancia».
El Tribunal Supremo avala la vigilancia
A cinco jueces les bastaron argumentos cínicos. El juez Samuel Alito, en representación de la mayoría, declaró que el tribunal era reacio a conceder legitimación para desafiar al gobierno basándose en «teorías que requieren conjeturas» y «ningún hecho específico» que demuestre los objetivos federales, basándose en temores de «hipotéticos daños futuros». El Tribunal Supremo insistió en que el gobierno ya ofrecía suficientes salvaguardias -como el Tribunal de la Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera (FISA)- para proteger los derechos de los estadounidenses. El profesor de Derecho Stephen Vladeck comentó la decisión: «Se ha clavado el ataúd que encierra la posibilidad de que los ciudadanos y los grupos de defensa de las libertades civiles cuestionen las políticas antiterroristas del gobierno».
Tres meses después, periódicos de todo el mundo empezaron a publicar documentos confidenciales filtrados por Snowden. Los estadounidenses se enteraron de que la NSA podía pinchar casi cualquier teléfono móvil del mundo, utilizar juegos de ordenador como Angry Birds para robar datos personales, acceder al correo electrónico y al historial de navegación web de cualquier persona, penetrar remotamente en casi cualquier ordenador y craquear la gran mayoría de los cifrados informáticos. La NSA utilizó aplicaciones de Facebook y Google para enviar programas malignos (malware) a personas concretas. La NSA filtró casi 200 millones de documentos al mes de cuentas en la nube de ordenadores privados. El Departamento de Justicia de Obama decretó en secreto que todos los registros telefónicos de todos los estadounidenses eran «relevantes» para las investigaciones sobre terrorismo y que, por tanto, la NSA podía incautarse justificadamente de los datos personales de todo el mundo.
Snowden destapó el Estado de vigilancia
Snowden reveló que la NSA había llevado a cabo de forma encubierta «el cambio más significativo en la historia del espionaje estadounidense, pasando de la vigilancia selectiva de individuos a la vigilancia masiva de poblaciones enteras». La NSA creó un «repositorio capaz de recibir 20.000 millones de `registros´ diarios y ponerlos a disposición de los analistas de la NSA en 60 minutos». La NSA es capaz de captar y almacenar mil millones de veces más información que la policía secreta de la Stasi de la Alemania Oriental, uno de los servicios de inteligencia más odiosos de la posguerra. Snowden comentó más tarde: «La vigilancia sin motivos de sospecha no se convierte en algo aceptable simplemente porque sólo esté victimizando al 95 por ciento del mundo en lugar del 100 por ciento».
Tratando de distender la controversia, Obama justificó la vigilancia de la NSA como «una simple concesión que hacemos…. Decir que hay una concesión no significa que hayamos abandonado la libertad. No creo que nadie diga que ya no somos libres porque tengamos puestos de control en los aeropuertos».
En el Capitolio, la respuesta a las revelaciones de Snowden osciló entre la vacuidad y la astucia. El presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, declaró: «Cuando se examinan estos programas, hay salvaguardias claras. Ningún estadounidense va a ser fisgoneado a menos que esté en contacto con algún terrorista en algún lugar del mundo.» Otros líderes del Congreso se apresuraron a denunciar a Snowden como «traidor». El presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, el republicano Mike Rogers, y el ex jefe de la NSA Michael Hayden bromearon públicamente con la posibilidad que el Gobierno pudiera intentar eliminarlo. Rogers ganó el premio «Zoquete de la semana” al defender la vigilancia ilícita: «No se puede violar tu intimidad si no sabes que se viola tu intimidad».
Independientemente de las pruebas aportadas por Snowden, los cargos y portavoces de la administración Obama insistieron en que la NSA sólo intervenía a individuos vinculados al terrorismo, pero la definición de sospechoso de terrorismo de la NSA era ridículamente amplia, incluyendo a «alguien que busca cosas sospechosas en Internet». Si alguien encriptaba sus correos electrónicos, eso justificaba por sí solo su intervención telefónica. Snowden comentó en 2014: «Si hubiera querido sacar una copia del correo electrónico de un juez o un senador, todo lo que tenía que hacer era introducir ese selector en XKEYSCORE», un programa de la NSA que no requería ninguna orden del Tribunal de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera (FISA) ni de ningún otro tribunal.
El Presidente Obama trató de acallar la polémica proclamando con audacia: «No se espía a los estadounidenses». El New York Times tituló su informe sobre el esfuerzo de relaciones públicas de Obama: «El Presidente da un paso para aliviar las preocupaciones sobre la vigilancia; habla de una nueva transparencia». Hablar resultaba barato.
El Washington Post analizó un conjunto de 160.000 conversaciones/hilos de correo electrónico secretos (proporcionados por Snowden) interceptados por la NSA y descubrió que nueve de cada diez titulares de cuentas no eran los «objetivos de vigilancia previstos, sino que quedaron atrapados en una red que la agencia había lanzado para otra persona.» Casi la mitad de las personas cuyos datos personales fueron requisados inadvertidamente eran ciudadanos estadounidenses. Los archivos «cuentan historias de amor y desamor, relaciones sexuales ilícitas, crisis de salud mental, conversiones políticas y religiosas, angustias financieras y esperanzas defraudadas», señaló el Post. Si un ciudadano estadounidense escribía un correo electrónico en un idioma extranjero, los analistas de la NSA asumían que se trataba de un extranjero al que se podía vigilar sin orden judicial.
Las sentencias del tribunal de la FISA «crearon un cuerpo de leyes secreto que otorgaba a la Agencia de Seguridad Nacional el poder de acumular vastas colecciones de datos sobre los estadounidenses», informó el New York Times en 2013. Las sentencias clasificadas (filtradas por Snowden) mostraban que los jueces de la FISA aprobaban incautaciones masivas de datos personales de estadounidenses que contradecían flagrantemente las sentencias del Tribunal Supremo sobre la Cuarta Enmienda. El Times señaló que el tribunal de la FISA se había «convertido casi en un Tribunal Supremo paralelo, actuando como árbitro último en cuestiones de vigilancia», y concediendo casi siempre a las agencias federales todo el poder que deseaban. La gran mayoría de los miembros del Congreso ignoraba que un tribunal secreto había anulado en secreto gran parte de la Carta de Derechos. Eso no impidió a Obama proclamar que el tribunal FISA era «transparente», aunque sólo la Casa Blanca pudiera verlo.
Las revelaciones de Snowden indignaron a algunos jueces. En diciembre de 2013, el juez federal Richard Leon emitió una sentencia en la que denunciaba el régimen de vigilancia de la NSA como «casi orwelliano»: «No puedo imaginar una invasión de la privacidad más indiscriminada y arbitraria que esta recopilación y retención sistemática y de alta tecnología de datos personales de prácticamente todos y cada uno de los ciudadanos con el fin de consultarlos y analizarlos sin aprobación judicial previa”.
Obama trató de suavizar la controversia seleccionando a un grupo de expertos que, según esperaba, reivindicaría su vigilancia. Pero el panel informó de que no había ni un solo caso en el que la captura de datos telefónicos hubiera sido necesaria para detener un atentado terrorista. El informe del panel también advertía: «Los estadounidenses jamás deben cometer el error de confiar plenamente en nuestros funcionarios públicos». El panel llegó a la conclusión de que la «recogida masiva de registros telefónicos de ciudadanos estadounidenses tenía escasa utilidad en la lucha contra el terrorismo», informó ABC News. Richard Clarke, miembro del grupo de expertos, comentó: «Muy pocos de los datos recogidos en este programa han sido útiles». Pero, como observó Snowden, «estos programas nunca han estado relacionados con el terrorismo, sino con el espionaje económico, el control social y la manipulación diplomática. Tienen que ver con el poder».
El gobierno de Obama hizo pocos cambios sustanciales en respuesta a la revelación de Snowden sobre la amplia actividad delictiva. El autor y experto en la NSA James Bamford observó poco antes de las elecciones de 2016: «Durante sus dos mandatos, Obama ha creado el Estado de vigilancia más poderoso que el mundo haya visto jamás.» A pesar del revuelo causado por las revelaciones de Snowden, ni el Congreso ni los tribunales federales han puesto freno al Estado de Vigilancia.
Snowden declaró: «El consentimiento de los gobernados no es consentimiento si no es informado». Para Washington ese consentimiento se ha convertido cada vez más en un espejismo. El omnipresente secretismo que ha proliferado en Estados Unidos tras el 11 de septiembre ha hecho mucho más difícil que los ciudadanos pongan freno a sus gobernantes. Independientemente de la salud de la democracia estadounidense, las advertencias de Snowden sobre la «arquitectura de la opresión» son más pertinentes que nunca.
Otra lección de Snowden para nuestra democracia es la inutilidad de la obediencia pasiva. Un gran número de estadounidenses suponen que estarán a salvo de las fechorías del gobierno o de otras debacles federales si simplemente agachan la cabeza y no se quejan. Sin embargo, al frustrar la resistencia al gobierno, la vigilancia da rienda suelta a los gobernantes para hacer mucho más daño. Si los políticos arrastran a esta nación a una gran guerra, mantener la boca cerrada no nos protegerá de los misiles que se aproximen.
Los ciudadanos no pueden consentir la vigilancia ilegal del gobierno sin renunciar a su derecho a la intimidad. No hay ninguna razón para que la gente confíe en los programas federales secretos más de lo que Washington confía en los ciudadanos estadounidenses. El mayor de los engaños es pensar que los estadounidenses estarán más seguros después de que los federales reduzcan aún más su privacidad.
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James Bovard es autor de Attention Deficit Democracy, The Bush Betrayal, Terrorism and Tyeanny y otros libros. Su sitio web es www.jimboard.com. Este artículo fue publicado originalmente en Future of Freedom Foundation.