En su película “Django sin cadenas”, Quentin Tarantino aborda el horror de la esclavitud de negros africanos en los Estados Unidos durante el siglo XIX, pero lo hace en clave de spaghetti western, humor y violencia extrema, narrando el viaje de un esclavo que busca liberar a su esposa y un caza recompensas alemán que lo ayuda y acompaña en su odisea.
Nominado a cinco Oscar como mejor película, guión, actor de reparto, fotografía y edición de sonido, el nuevo filme del autor de “Perros de la calle” y “Kill Bill” -que se estrena mañana en salas locales- es una confirmación más del talento de Tarantino como cineasta, creador de diálogos inteligentes, agudos y desopilantes, y progenitor de personajes tan complejos como atractivos.
La película cuenta con notables actuaciones de Jamie Foxx, como el esclavo Django, Christoph Waltz, quien compuso a un oficial de las SS nazi en “Bastardos sin gloria” y aquí encarna a un elegante e implacable caza recompensas, Leonardo DiCaprio, como un terrateniente esclavista sádico, y Samuel L. Jackson, como su mayordomo negro, traidor a su raza y su cómplice más desalmado.
Tarantino rinde homenaje al spaghetti western, un subgénero del western estadounidense llamado así en los `60 y `70 por su origen italiano (aunque también se filmaba mucho en España) y por ciertos rasgos estilísticos como la violencia desatada, una puesta en escena barroca y estilizada y la presencia de personajes estrambóticos y carentes de moral, que fueron llevados al extremo por directores como Sergio Leone.
Lo hace desde la secuencia inicial (o incluso desde antes, con el antiguo logo de la Columbia Pictures como prólogo), donde emula elementos típicos de ese subgénero como la música a lo Enio Morricone, la tipografía marcada de los títulos, la fotografía contrastada y algunos zoom-in intempestivos que sirven para subrayar o marcar gestos, acciones y personajes importantes.
La película comienza en algún lugar de Texas en 1858, dos años antes del comienzo de la Guerra de Secesión entre los estados de la Unión, en el Norte liberal, industrial y abolicionista, y los Estados Confederados del sur, que prosperaban gracias una economía agraria basada en la esclavitud de hombres y mujeres negros traídos desde Africa.
En el principio, Django recorre extensiones de desiertos y bosques nevados encadenado a otros esclavos, sin abrigo, con la espalda surcada por latigazos, con un destino de trabajos forzados y muerte como único horizonte, pero algo inesperado ocurre: un dentista aparece en mitad de la noche, en plena oscuridad, y al confirmar que él es a quien busca, mata a sus captores y lo libera.
A partir de ese momento se inicia un arduo viaje que los lleva a recorrer varios estados sureños hasta llegar al temible Mississippi, y en ese periplo nacerá entre ellos una relación de amistad en la que este falso médico, un caza recompensas culto y elegante, pomposo en sus formas pero implacable a la hora de matar, le devolverá a Django su dignidad y le enseñará a escribir, leer y disparar como un experto.
Tarantino establece un paralelismo entre la odisea de Django, que busca a su esposa Broomhilda para liberarla de las garras de un terrateniente sádico y desalmado, y la historia de Sigfrido, una de las leyendas germánicas más populares, que también emprende una aventura para liberar a la princesa Brumilda, encerrada por su padre en una montaña y custodiada por un dragón.
Pero, más allá de todas las peripecias que esta pareja dispareja protagoniza en su camino hacia Mississippi, Tarantino se esmera en mostrar el horror de la esclavitud, el trato inhumano hacia los negros, la tortura y los asesinatos más horrendos (que llegan a su peor expresión cuando un esclavo es devorado por una jauría de perros), algo que irá minando el espíritu jocoso del alemán, que poco a poco entiende el significado atroz del holocausto del que está siendo testigo.
Y si bien no llega al punto de regodearse con el dolor de los victimarios como sí lo hacía con los asesinatos de nazis en “Bastardos sin gloria”, vuelve a abordar la violencia de manera explícita y extrema, sin concesiones, apelando a imágenes y sonidos muy gráficos y contundentes, como cabezas que explotan por los aires, o vísceras, órganos y litros sangre que invaden la pantalla.
Tarantino sobresale al poner en escena duelos y tiroteos (como uno de los que protagoniza Django, hacia el final de la película), pero es un experto a la hora de escribir diálogos y hacer hablar a sus personajes, no sólo por la agudeza y profundidad que encierran sus palabras, sino por el tono de humor desopilante que logra al revelar el absurdo de la esclavitud y la ceguera humana de sus defensores.
Si existen puntos débiles en el filme, el más evidente sería la innecesaria aparición como actor secundario que el director se reserva para sí, interpretando a un esclavista que vuela por los aires al ser alcanzado -mientras sostiene un puñado de dinamita en sus manos- por un certero balazo de Django.
Pero más allá de ese y otros momentos no tan afortunados, “Django sin cadenas”, confirma el talento de Tarantino como director y lo pone bien alto en la lista de autores que pueden seguir explorando un universo personal, con un estilo propio e inconfundible, a pesar de trabajar en el seno de una factoría de entretenimiento pasajero y películas en serie como lo es la industria hollywoodense.