Por Valentina Mazziero
Para diario Luján
Miro para afuera y no hay más que campo y llano. Siento que estoy así hace días, aunque en verdad sé que son horas. Con los demás pasajeros y pasajeras del bus que nos está llevando a nuestras provincias llevamos varias horas sin comer. Estamos parados en algún lugar entre Buenos Aires y Córdoba, esto durante el viaje ha sido normal porque nos tiene que escoltar la policía (además un bondi lleno de gente transitando rutas vacías genera más que un par de preguntas).
Al costado de la ruta hay una señora que vende sanguches de milanesa y Coca- Cola. Algunas personas se levantan de sus asientos para ver si pueden comprar, bajan y suben las escaleras, golpean el vidrio de la puerta, se genera una suerte de alboroto. El chofer no aparece: sabe que no nos puede dejar bajar.
De repente en todo ese momento de histeria colectiva la chica que está sentada a mi derecha cruzando el pasillo se larga a llorar. Su compañero la abraza y la consuela. Me le acerco y le pregunto qué pasa, el pibe me responde: “es que tenemos hambre, no comemos hace dos días”. Inmediatamente le doy a un chico random que está en la “fila” de los sanguches 200 pesos y le digo: “si podés les comprás un sanguche” y saco de mi mochila lo único que tengo de comida, unos arándanos disecados y se los ofrezco. La piba me dice que no pero insisto.
Mientras le doy los arándanos viene una chica del frente del bus y le trae un jugo y tres paquetitos de galletas. De atrás un señor les trae una vianda, creo que son papas y milanesas. El chico dice “gracias, gracias, gracias” mientras suelta un par de lágrimas. La chica se tapa la cara. No sé si de vergüenza, de alivio o qué pero apoya sus manos en su cara y sigue llorando. Pasa. Se ponen a comer. Nadie pudo comprar un sanguche, el pibe de los 200 pesos me los devuelve y se vuelve a su asiento. Los chicos de al lado mío comen. Me acuerdo que yo también tengo hambre, pero pienso que un ayuno de vez en cuando no viene mal.
Volver a casa
La vuelta a casa fue larga, larguísima. Arrancó por las calles vacías de Cuenca, Ecuador, caminando hacia donde el bus nos iba a transportar hasta el Aeropuerto de Guayaquil. Salimos a las 5:30, llegamos a casi las 11:00. En la fila el acento argentino se escucha fuerte. Diferentes tonadas, caras de preocupación, valijas, mochilas, todos con barbijos. En Guayaquil hace calor pero por suerte es soportable.
Empezamos a entrar, hay que llenar algunos formularios y entregarlos en la entrada. El Aeropuerto José Joaquín de Olmedo está vacío. Obvio. Sólo hay un chico regando las plantas con una jarrita. En la sala de embarque somos todos y todas de Argentina y estamos esperando un vuelo de repatriación. El led nos informa que nuestro vuelo Charter saldrá a las 12:00. Un señor de Líneas Aéreas del Estado nos reparte tapones para los oídos uno por uno y nos dice: “se atrasaron, van a estar saliendo tipo 14:00. Les doy esto porque los Hércules son muy ruidosos, tranquis que tengo para todo el mundo”.
Se empieza a escuchar un sonido fuerte, no sé muy bien cómo identificarlo pero cuando miro por la ventana me doy cuenta de que son las turbinas del avión que está llegando. Avanza lento por la pista y cuando se pone de costado se lee “Fuerza Aérea Argentina”. Siento una sensación en el estómago y en las rodillas que no puedo identificar.
Son dos aviones de 70 personas, en el primero hacen subir a gente con niños, niñas, a los adultos mayores y gente con problemas de salud. El segundo nos espera a las demás personas, mientras nos preguntamos cómo sigue el tema. Una chica con traje biológico nos pide hacer una fila así que el movimiento se vuelve algo general. De forma ordenada pasamos caminando hacia la pista. Al Hércules se entra por una rampa en la parte de atrás del avión, así que conservamos la fila. Antes de subir, otras personas –también con traje biológico- te toman la fiebre y te hacen algunas preguntas. Todos y todas miramos con mezcla de miedo y curiosidad. En Guayaquil hace calor y empiezan a caer unas pocas gotas que en lugar de molestar alivian.
Una chica me toma la fiebre y me dice: “seguí”. Otra me pregunta si tuve algún tipo de síntoma, si soy alérgica a algo o si tomo algún medicamento. Le digo que no. Otra persona me dice algo pero sólo alcanzo a escuchar “dale que hay que abordar”. Estoy tarada, no me doy cuenta que tengo que abrir los brazos para que me desinfecte. Cierro los ojos, siento un líquido que me cae en forma de rocío. Subo al avión. Están todos sentados en una especie de asiento de lona con una red detrás. Alguien me indica dónde ir pero no la escucho, veo que señala y sigo su dedo. Me siento detrás de lo que creo que es la cabina, al lado de una señora. Dejo mi mochila detrás de la red que hace las veces de respaldar.
Es bastante extraño vernos a todos con barbijos. Enfrente mío hay una chica con un rosario en la mano. Le sonrío y le hago “ok” con mi mano porque si le digo “va a estar todo bien” no me va a escuchar. Igual me entiende, me mira con miedo y sonríe (lo veo en sus ojos). El avión se empieza a mover y sin que me dé cuenta estamos en el aire. Miro el reloj son un poco más de las 14:00.
El vuelo del Hércules es suave. El avión es viejo y se le nota. Pero le quedan bien los años, es como si por los poros se le cayera -dolorosa y sabia- la historia. Por el parlante habla el piloto, no entiendo mucho pero alcanzo a escuchar “para nosotros es un placer hacer este tipo de vuelos” y no puedo evitar que en el pecho se me encienda un calorcito agradable.
Volamos 8 horas. Es incómodo, pero me siento bien ahí adentro. Hace frío pero es aguantable. De a ratos me duermo. Nos han hecho llenar algunos formularios. Entre las personas que viajamos nos pedimos la lapicera, todo con señas. Una de las chicas militares nos indica que nos pongamos el cinturón. Al parecer vamos a aterrizar. Al igual que el despegue, no siento el aterrizaje. Estamos en Buenos Aires, estoy en mi país pero todavía no en mi tierra.
De las pampas a la cordillera
Arribamos a las 12 de la noche al Aeropuerto El Palomar en Buenos Aires. Tipo 2:00 me suben a un colectivo para ir a Mendoza. Me siento cansada. Triste. Intento dormir pero no puedo. Arrancamos. Me duermo, me despierto y estamos parados en lo que parece ser una avenida del centro porteño. Miro la hora, son las 4 de la mañana. Nadie nos explica nada. Somos bombas virales y por razones obvias nadie se acerca a explicarnos qué hacemos ahí. Se empieza a subir gente, eso estábamos esperando: más repatriados. Al alba porteña arrancamos. Me duermo de nuevo. Abro los ojos, siento el sol en la cara. Estoy en el campo. Son las 10 de la mañana y estamos en provincia de Buenos Aires.
Vamos con destino a Córdoba. Lo adivino porque cuando pongo atención estoy rodeada de la inconfundible tonada y sentí varias veces la palabra “ferné”. Después del episodio de la señora vendiendo sanguches de milanesa se siente en el bus otra sensación. La solidaridad espontánea rompió el hielo y ahora es imposible no hablar. Cada persona tiene una historia que contar. Nadie viene de pasarla bien.
El pibe que está en el asiento de atrás tiene unos ojos que me son familiares. Son muy particulares, como transparentes… ¿Los ví antes en otro lado? Después de charlas, historias y alguna que otra risa me animo a preguntarle dónde estaba (en el micro hay gente que estaba en Ecuador, Perú y Brasil). Me responde: “estaba en Ecuador porque asesinaron a mi hermana”, lo escuché, pero igual me sale decir “¡¿qué?!”; “sí ¿no te enteraste del caso de Ballenitas? la mujer que mataron es mi hermana”. Junto a sus sobrinos viajó a Ecuador para repatriar el cuerpo y estalló la pandemia. Tiene la mirada de Gabriela, su hermana. Me acuerdo de ver su foto circular en redes cuando desapareció.
Llegamos a la terminal de Córdoba a las 18:00. La terminal está vallada y hay muchísimos polícias. La verdad no tengo idea de qué pasa abajo. En un momento un chico sube y dice que podemos pedir comida con un delivery, la fuerza mental que había estado haciendo para no sentir hambre desaparece y mis tripas me piden comida. Me pido una pizza y la pago desde la puerta del bus. No nos dejan bajar. La pizza se tarda pero llega. No está muy buena pero llevo más de 10 horas sin comer comida de verdad y la disfruto. Le convido una porción a un chico de San Juan, le ofrezco más pero me dice que no. No sabemos qué pasa pero no arrancamos. Cuatro horas después salimos de la ciudad de Córdoba. Paramos de nuevo en las afueras de la ciudad para esperar un móvil que nos escolte. Me gana el cansancio y me duermo.
Despierto en Desaguadero, en La Paz. Miro para afuera. Los perros ya son chocos, se les nota. Estoy en mi tierra. Nos hicieron llenar un formulario (otro más), yo ya no entiendo mucho. De hecho no entiendo nada, pero funciono por inercia. Me despabilo. El micro está parado. Arrancamos rumbo a la ciudad de Mendoza y me pongo a hablar con cuatro chicos, tres son de San Juan y el último de San Rafael. Somos todos viajeros, gente a la que le gusta la aventura. Pero nos pasó lo mismo a los cinco: sentimos el llamado, sentimos que era hora de volver.
Un paisaje familiar
Hablamos de todo. La pasamos bien, nos reímos. Nos prometimos visitarnos en algún momento. Por la ruta veo aparecer el Cordón del Plata. No puedo contenerme y lloro: es la silueta que veo desde que nací, esas montañas son tan mías como yo de ellas. Siento que me reciben con el sol brillante del amanecer. El paisaje de viñas, álamos y frutales me es familiar. Lo logré: me siento en casa.
Llegamos a la terminal de Mendoza. Nos bajamos y personal de salud de la provincia nos toma la fiebre y nos hace llenar otro formulario. El señor que me toma la temperatura me trata bien y se siente raro. Le agradezco. Dentro de la terminal nos espera la Cruz Roja con café y facturas. Hay asientos y hasta inclusive cargadores de celular. Un señor nos da una charla, nos explica que tenemos que hacer la cuarentena en solitario, nos dice qué hacer con nuestra ropa y nos pide responsabilidad. Somos 32 las personas que hemos llegado y no todas tienen la chance de hacer la cuarentena en solitario. A esas personas, nos explican desde el Ministerio de Turismo, se las van a llevar a un hotel. Y a quienes sí tenemos dónde hacer la cuarentena nos llevan hasta nuestro domicilio. Un poco duele lo obvio de tratarnos diferentes a los golondrina de Jujuy, pero mi mente decide que pensemos en un dolor a la vez.
Nos subimos a un micro del Estado, estamos separados del chofer por un nylon súper grueso. Él tiene traje biológico y es súper buena onda. Es un bondi eléctrico que anda a 60 km. Dejamos a la mayoría en un hotel del centro, nos saludamos. Hay buena onda en el ambiente, estamos bien. Los y las demás vamos a diferentes puntos.
Tengo la suerte de recorrer el otoño mendocino, voy hasta Guaymallén, después hasta Maipú. Por último me llevan a Luján de Cuyo. Voy sola con el chofer, vamos charlando, me cuenta que es de Rivadavia. Le digo que fui mucho ahí a jugar al hockey sobre patines. Obviamente conoce el club. Le indico cómo hacer para llegar hasta donde vamos, me dice que indico bien. Es la primera vez que él entra a Luján de Cuyo. Miro para afuera, no me dan los ojos para escanear: he caminado cada pedacito de esta ciudad.
Llego al barrio donde mi familia con todo su amor me ha acondicionado un lugar para hacer la cuarentena en soledad. Estoy en un barrio agreste y tranquilo y llego con un micro gigante y custodia policial. Me siento mal por romper la tranquilidad de esa gente. Sé que hay mucho miedo rondando en el aire. Llego y sigo el protocolo, mi papá –de lejos- me da la llave de la casa. No conocía este lugar pero me siento en casa. Miro el Cordón del Plata y me siento feliz. Pero después pienso en que cuando me bajé del micro todavía les faltaba llegar a los chicos de San Juan y a unas chicas de Tucumán e instantáneamente se me aparece un ladrillo en el estómago.
No estoy bien. Demasiadas cosas horribles en muy poco tiempo, sé que estoy dañada. No, no es sólo por el viaje largo. Vivir una pandemia en un país que no es el tuyo es una pesadilla. Pasan los días y no puedo dormir. De a poco voy entendiendo que es un proceso largo. Pienso en todas las personas que pidieron a diferentes energías por mi regreso. Pienso en cómo mi país se hizo cargo de mí. Siento orgullo. Siento alivio. Siento agradecimiento.
Me voy a la cama cansada, pero con optimismo, pongo la cabeza en la almohada y me invade un pensamiento: seguro esta noche podré dormir.