Por un momento, parecía que todo Uspallata se había volcado a la parroquia. No por misa, sino por algo más urgente: decirle no a la mina de San Jorge. El sol pegaba, aún colándose entre las nubes, con esa claridad que sólo se ve en los pueblos de montaña. Los termos pasaban de mano en mano como si fueran testigos de una causa. Las tortas fritas chisporroteaban en una ollita y alguien ofrecía café.
Era sábado, pero no había descanso. Tampoco para tres escribanos que registraron todo: los inscriptos, sus DNI, el orden en que iban pasando, en un intento de organizar el caos natural de las manifestaciones populares. En el pueblo todos daban una mano: el café frente a la parroquia convidaba wifi, un hotel cercano prestó la fotocopiadora para los formularios de inscripción , una librería de la avenida principal hizo descuento en las resmas de papel.
La audiencia oficial, esa que el gobierno organizó para cumplir con la ley, se hizo lejos. Tan lejos que hubo que pasar tres controles policiales para llegar. “¿A dónde va?”, preguntaban los uniformados con cara de trámite. El salón, propiedad de la empresa San Jorge, tenía calefacción, wifi, seguridad privada y un protocolo digno de embajada. Para entrar, había que mostrar un precinto.
Adentro, los representantes de cámaras mineras y proveedores del sector hablaban de desarrollo, de trabajo, de futuro. Algunos vecinos asentían: no tienen cloacas, no tienen trabajo, quieren una plaza... y creen que la mina puede ser la salvación. Otros miraban en silencio, como si supieran que el futuro no siempre viene en camiones blindados.
Mientras tanto, en la parroquia, la historia era otra. Federico Soria, vecino y asambleísta, contabilizó más de 2.000 inscriptos. La gente seguía entrando, algunos con carteles, otros con hijos en brazos. Miembros de la comunidad mapuche de Malargüe habían viajado toda la noche para estar ahí. Marcelo De Benedectis, vocero del Arzobispado de Mendoza, también estuvo presente. Como quien sabe que la legitimidad no siempre se firma en decretos.
La ministra Jimena Latorre, en cambio, dijo que lo de la parroquia no era una audiencia, sino una “manifestación”. Pero ahí estaban los vecinos, los curas, los activistas, los que no tienen títulos pero sí memoria. Porque San Jorge no es nuevo. Hace más de quince años que intenta entrar, y hace más de quince años que el pueblo le dice que no.
La diferencia entre las dos audiencias no está sólo en el lugar. Está en el tono, en el olor a café, en la forma en que se dice “no”. En la oficial, todo es controlado, supervisado, medido, institucional. En la del pueblo, todo es espontáneo, desbordado, humano. Una señora prestaba el baño de su café como si fuera una trinchera. Un voluntario llenaba termos como quien carga municiones. Y en cada intervención, se repetía la misma frase: “El agua no se negocia”.
Al final del día, Uspallata quedó como esos pueblos de las novelas de Soriano: partido por la mitad, con héroes anónimos, con funcionarios que no entienden, o no quieren entender, las formas de la expresión popular, y con una causa que no se rinde. La mina podrá tener planos, estudios, discursos y recursos. Pero el pueblo tiene memoria, tiene fe y tiene tortas fritas.