Los testimonios recogidos en esta nota del periodista Cristian Alarcón revelan la mecánica común de los hechos violentos televisados en los últimos días: grupos organizados para delinquir que aprovecharon la pasividad de los responsables políticos.
Por Cristian Alarcón, en Télam
La noche del jueves Alicia Farías creyó que podría, con bravura y un 22 corto, frenar a los primeros atrevidos: al comienzo vio solo a unos diez encapuchados en el fondo del predio en el que tiene su peluquería, el mercado popular más grande de Campana, ese que se distingue por el cartel que dice: “Feria Ruta 6, para calzar y vestir a la familia”.
Ya habían cortado el candado del portón del fondo con una moladora. No se imaginaba el despliegue de organización y logística de los saqueadores que verían ella y sus compañeros feriantes luego: no solo moladoras automáticas, martillos, fierros, sino un convoy de moviles entre los que pudieron distinguir una Toyota Hilux, una Ford Eco Sport, una Ford Ranger, un Volswagen Passat, un Bora, todos último modelo. Estacionaron a lo largo de los 300 metros de la entrada. En los baúles cargaban lo robado. Al lado, tres colectivos escolares y al menos dos camiones en los que se movilizó a una multitud organizada de unas 400 personas. El saqueo que venía del supermercado Yaguar y de intentarlo en el Carrefour y el Maxiconsumo, arrasó con la mercadería de los puesteros lista para ser vendida antes de la navidad.
El mercado sería un galpón enorme con techo de chapa si no se hubieran ido construyendo, azarosamente, con la suma de pequeños locales, nuevas galerías, que se anexan caprichosamente a la construcción. La chapa de zinc del techo y de las paredes, dobladas hacia afuera como un papel, encandilan al sol. Hay alrededor de 550 puestos que le dan de comer a unas 500 familias. Cada uno de los puestos es un espacio de 4 metros por 4, que los días de semana permanecen cerrados. Algunos tienen apenas un candado. Otros, puertas de chapa que van de lado a lado. El alquiler de cada uno, por día, va de los 250 a los 500 pesos. Abre sólo sábados, domingos y feriados, de 8 de la mañana a 9 de la noche. Cada uno de los puestos factura ente 2 mil y 5 mil pesos el día, dependiendo de los productos que vendan. En la feria se comercializa indumentaria, juguetes, herramientas, bazar y muebles. Entre las ocho y media de la noche del jueves y las cuatro y media de la madrugada del viernes, los saqueadores se hicieron de toda la mercadería. En un camión de carga se llevaron todos los muebles de algarrobo de uno de los puestos. No quedó casi nada.
Alicia lo intentó todo. Le pidió a su hija que iluminara hacia el fondo del predio con las luces del auto, un Corsa. Entonces vio a un grupo y disparó al suelo con la pistola. Se esfumaron. Comenzó a rodear el recinto, que está cerrado al frente por alambre pasante de campo, y a los costados por rejas de hierro. “Así anduve rodeando el perímetro de la feria en el auto de mi hija. Cuando veía que alguien se acercaba a la reja, tiraba un par de tiros al piso para dispersarlos”, cuenta. Cree que tardó unos diez minutos en volver a cerrar el portón del fondo y para entonces ya habían bajado una reja del costado con las moladoras. Volvió a disparar a la tierra, jura. Al gatillar por segunda vez supo que ya no tenía balas. Los saqueadores también. Le cascotearon el auto hasta astillarle los vidrios.
Ella y su hija corrieron a su puesto, en los fondos de un pasillo. “Al principio con ella quisimos proteger los otros locales, pero sin balas no nos dios el cuero. Al rato, en el paseo del fondo, no entraba un alfiler. Casi todos llevaban rollos de bolsas de residuos bajo los brazos para poder llevarse lo que robaban. Nadie me saca de la cabeza que esto lo prepararon con mucho tiempo”, dice. Avanzaban local por local abriendo las puertas con barretas, cortando candados, cadenas, rompiendo cerraduras. Y acarreaban, organizados, hacia los autos, los colectivos y los camiones que esperaban en el estacionamiento. “Pasaron las rejas a las nueve y veinte. Habré llamado al 911 unas siete veces. La policía llego recién 3 horas después. Cuando vinieron, dieron una vuelta, tiraron un par de tiros al aire y dijeron que se habían quedado sin balas, que se tenían que ir, que no podían hacer nada”.
Laura Valle supo del saqueo a las nueve y media de la noche del jueves, cuando uno de sus hermanos la llamó para avisarle. Salieron con sus padres en un camión. Al llegar continuaba el traqueteo de mercadería. Eran cientos, una muchedumbre a la que se había sumado gente de los barrios cercanos, algunos clientes de la feria. “Así que le dije a mi papá, vos pisalos. Si tenés que pisarlos, pisalos”, cuenta. Y corrió a su puesto, esquivando a los saqueadores en la oscuridad. Solo alcanzaba a escuchar los gritos con los que se avisaban qué quedaba por robar, cómo seleccionar lo que se llevarían: “allá están los jeans”, “en este puesto hay juguetes”, “aquel tiene ropa de mujer”, como el de Laura.
Llegó al puesto demasiado tarde: se habían llevado los 50 mil pesos de mercadería que pensaba vender este fin de semana, los maniquíes y hasta la pelota de su hijo. “Yo tenía una impotencia terrible. Ganas de llorar y, al mismo tiempo, de matarlos. Agarré el fierro con el que trabo la puerta y los saqué a todos a los fierrazos”, cuenta esta estudiante de derecho que ahora no sabe cómo hará para pagar las dos cuotas que debía en la Universidad de Zárate, de dónde sacará para volver a comenzar con su negocio. Tiene 22 años. Es fuerte. Por su hijo de dos, dice, no se dejará vencer.
Casi toda la familia Valle ha invertido en la feria de Campana. Laura corrió de su puesto ya saqueado al de su madre, donde ya habían arrasado. En el de su cuñada no habían terminado con la tarea, así que se apostaron allí junto a su padre y su hermano. “Un par de pibes me quisieron pegar y les partí el fierro en la espalda”, recuerda. Recién a la una de la mañana llegaron los dos policías bonaerenses a los que también vio por su lado Alicia. Laura dice que comenzaron a arrear a la gente con buenos modales: “Bueno, chicos, vamos, vamos”. Laura se indignó: “¿Qué mierda estás haciendo, no ves que nos acaban de robar?”. La pareja de bonaerenses se excusó: dijeron que tenían solo seis balas y que ante semejante multitud no podían hacer nada. Así como llegaron se fueron. Para entonces el rumor entre los feriantes saqueados era que la Gendarmería había cortado la ruta 6. Que en la Panamericana había varios móviles pero que no se movían.
Una fuente del ministerio de Seguridad explicó ayer que “estaba previsto un dispositivo especial en atención a una alarma. Se suponía que iban a saquear supermercados chinos. Gendarmería encontró la ruta bloqueada a efectos de frenar la llegada de la fuerza a los lugares de los saqueos”. La multitud organizada que llegó a la Feria de la Ruta 6 venía de saquear parcialmente el supermercado Yaguar y lo había intentado con el Carrefour y el Maxiconsumo. Allí, unos 200 policías habían disparado balas de goma y lograron dispersarlos. Fue entonces cuando los saqueadores continuaron su camino hacia la feria.
José Condori es uno de los que perdió todo. Había invertido 15 mil pesos en un puesto, y tenía unos 70 mil en mercadería. A la hora del saqueo regresaba de la escuela de su hija, que se recibía en el EGB 7 de Río Luján, un barrio boliviano a 7 kilómetros de la feria. Le avisó su vecina Margarita y salió “a mil” en su camioneta Kangoo.
“Cuando llegué, la gente andaba con palos, fierros, algunas armas. Tenían autos importados, de alta gama y colectivos. Llegué a contar 3 micros escolares. No me pude bajar del auto, porque cuando me acerqué un poco empezaron a tirarme piedras. Volví después, cuando había pasado todo, y ya no quedaba nada en mi local”. José demoró media hora en llegar porque habían cortado la Panamericana y la Ruta 6. Tuvo que avanzar por la Ruta 4, en contramano. Se cruzó solo con algunos autos lujosos que escapaban del saqueo cargados, dice. Su compañero de feria, Adrián Orona, estaba en Lanús cuando le avisaron y corrió en su moto. En la ruta 9 se encontró con un “corte de Gendarmería, donde decían que en el kilómetro 68 y en el 72 estaban saqueando camiones”. Como iba en la moto siguió adelante a pesar de que los gendarmes le advirtieron: “No vayas, ya se robaron todo, es una batalla campal”. En el camino se cruzó a los camiones que habían intentado saquear, y que ya estaban custodiados por móviles de Gendarmería.
Los puesteros se indignan porque no fueron protegidos de la misma manera y no terminan de comprender lo que pasó. Leonel Fabián Pinto, de un puesto vecino también arrasado, se suma: “En la rotonda de la Ruta 6, a 10 cuadras de la feria, había un grupo de gente repartiéndose la ropa que habían robado, frente a una camioneta de la policía. Para nosotros liberaron la zona”.
Laura Valle repasa la peor noche de su vida entre la rabia y la tristeza. Después de que los dos bonaerenses se fueron hubo un instante de engañosa calma. Al saqueo planificado y orquestado, con logística, con transporte, con herramientas, le siguió una segunda tanda de desesperados de los barrios cercanos, que enterados de lo que había pasado aprovecharon la volada. “Tiraron abajo los portones y volvieron a entrar. Con mi papá nos pusimos a defender la juguetería de al lado. Nos empujaban, eran muchos, y terminaron llevándose todo. A las 4 de la mañana llegaron unos puesteros que viven en Laferrere y se pusieron a defendernos con palos, fierros y pistolas. En el pasillo más grande de la feria volaban los tiros y las piedras de los saqueadores. Ellos también tenían armas, palos y piedras. Uno de los de Laferrere, pistola en mano, decía: ‘acá no va a entrar ninguno’. No volvimos a ver un patrullero hasta el mediodía del viernes. Ni a tomar la denuncia vinieron”.
Alicia Farías atiende cada dos por tres un celular de color rosa chicle. Si el interlocutor es femenino, cada tanto le dice mamá, madre o mamita. Si es masculino, claro, papito, papi o papá. Corta y sigue con el relato. Intenta sacar en limpio que algo bueno hubo en medio del vendaval y el caos: En el saqueo de Campana hubo 24 heridos y ningún muerto. Ella y su hija estaban dentro de la peluquería cuando un joven encapuchado, de unos veinte años, rompió el vidrio como para meterse. Su hija agarro un fierro y le golpeo el brazo. El tipo sacó un arma y la apoyó en el pecho de Alicia. Ella le dijo: “¿Qué más querés? ¡Si ya se robaron todo!”. Su hija se largó a llorar. El encapuchado pensó un instante, bajó el arma y se fue. Al rato, un chico muy joven rompió otro de los vidrios. Su hija no paraba de llorar. Le salió “la leona de adentro”, dice Alicia, que le gritó: “No se te ocurra romper ni robar nada más por que te parto la cabeza de un culatazo”. En ese momento pensó: “Que Dios nos ayude”. El pibe juntó las manos como pidiendo disculpas y se retiró en silencio.