El crimen de Rosita Guzmán: "Lo sucedido es una falla más de la conducción de la fuerza policial"

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Por Alberto Atienza
Para La Quinta Pata

Rosa Soledad Guzmán  (44) quería a sus pares, a los vecinos, pobres como ella. Amaba a la vida. La carencia de recursos no era un freno para su alegría. Residía en un caserío  precario de Las Heras,   No tenía más bienes que los vecinos. Tampoco menos. Barrios de casillas de chapas, de adobes o ladrillos desparejos, con el consabido techo de plástico, que se vuela con el primer Zonda y deja pasar al gélido rocío y a la lluvia. Ahí también malvive un hombre que trata de dormir en una carpa. Con las bajas temperaturas de estas noches nadie cierra los ojos bajo una tela.  Una mañana pasó Rosa, lo saludó, le preguntó cómo andaba “Bien” dijo el vecino, parado al lado de su albergue transitorio. La cara lo vendía. Había sufrido toda la noche. Se fue Rosa. Y al rato volvió con un termo con café y media docena de tortitas. El hombre sonrió, aun con sus huesos destemplados, sonrió. Así era ella. Solidaria como una dama de barrio privado. Era divertida, transgresora, simpática. Difícil no aceptarla como un ser especial,  de esos que hay pocos, que sienten el sufrimiento de los demás.

La abatió una bala policial. Supuestamente los uniformados disparaban al aire para ahuyentar a unos ladrones escondidos en las sombras ¿Al aire? Una bala blindada se le alojó en el tórax a Rosa y apenas si alcanzó  a decirle a su hermana: “Me dieron” Los uniformados dijeron que era una suerte de salvas lo que efectuaban con sus armas. Eso lo corroboraron varios vecinos que los vieron tirando hacia el cielo como insurgentes de Emiliano Zapata. A los delincuentes nadie los divisó. Uno de los policías, Ángel Estrada, aseguró que tiró contra una de las paredes de lata. Y se presentó al juez como el causante involuntario de la muerte de Rosa. En el acto le decomisaron el arma y fue arrestado. Luego una mujer policía que estaba con él dijo ser la responsable del deceso de la vecina, aunque no aseguró haber disparado hacia las casillas. Entonces el que tiró sobre las habitaciones no fue el autor. Y quien mandaba proyectiles al aire, sí. El peritaje balístico dirá de qué arma salió el plomo asesino. Y luego, la Justicia determinará las circunstancias que precedieron al fin de esa querida mujer, una muerte por completo gratuita, injusta, muy dolorosa para todos los que conocieron a esa chica de 44 años tocada por la alegría y el cariño hacia los demás.

Hasta ahora no se ha hablado ni tocado el tema de la falta de instrucción policial.  Un uniformado, con una poderosa arma de doble acción debe saber que su uso únicamente se justifica si la vida de un ciudadano o la del propio agente corren peligro. No puede descerrajar balazos a una casilla en la que con seguridad hay personas, acaso adultos y también niños. Una mujer policía (así lo habría declarado)  y los dos o más, si había otros agentes, no tienen que tirar hacia el cielo porque cuando cesa el impulso que la pólvora da a los proyectiles, éstos descienden. Y pueden cortarle la vida a un humano. Deben saber  los servidores públicos que un arma de fuego no es un cuco (asustar)  Extinguir la existencia de una persona y de modo confuso, es algo sumamente grave. Lo que el hecho denota,  significa una inadecuada capacitación del personal a quien se le entrega una pistola de alto calibre. No hay otra explicación ya que de ningún modo podría  insinuarse que existió intención de matar. Nadie, en su sano juicio, se arruinaría la vida para siempre por matar  sin causa a una persona.

Lo sucedido es una falla más de la conducción de la fuerza policial. Otra es la falta de control de los uniformados que actúan en las calles y que lo hacen sin que nadie verifique y corrija  errores. Existen en estos momentos hombres aun con la fuerza de la juventud, policías en retiro,  que pueden ser convocados para que se encarguen de esos necesarios controles. Y también es factible disponer de ellos para que transmitan valiosa experiencia a los nuevos, durante los días de estudio o cuando ya son designados para patrullar.

Y sobre esas barriadas humildes, habitadas por hombres, mujeres, jóvenes, ancianos y chicos,  flota la sombra de uno de los pecados más graves que los políticos cometen: el abandono. A esos hogares llegan los periodistas  sólo cuando un vecino muere de manera trágica (el caso de Rosita)  Surgen el frío y el barro. Moscas y vinchucas. Lluvias  y dolores. Y políticos en campaña, que luego de alzar y besar mecánicamente  a niños y más niños, y hasta a algún enano, se van y nunca más vuelven a esos lugares.  El abandono sigue presente con todo su peso. Produce víctimas. De una manera u otra. Con enfermedades. Tristeza.  O con balas de policías crudos.

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