Una disnastía boxística en expansión: debutó en el profesionalismo Jorge Arias nieto

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Jorge Arias cumplió con su legado: como su abuelo y su papá inició un camino en el box profesional. Foto: Javier Vautier / EXPLÍCITO
Jorge Arias cumplió con su legado: como su abuelo y su papá inició un camino en el box profesional. Foto: Javier Votie / EXPLÍCITO

Por Lucas Debandi
Especial para EXPLíCITO

Ese viernes aparentemente intrascendente escondía en las profundidades de Las Heras el debut en el profesionalismo de Jorge Arias, hijo de Jorge Arias y nieto de Jorge Arias: tres generaciones de una familia-institución en el boxeo mendocino.

En la entrada del gimnasio, cerca de la esquina, tres pibes vestidos con ropa deportiva tomando de un tetrabrick que pasa de mano en mano. La imagen se parece a la de varias puertas de boliches, pero viéndola de cerca resulta que la marca de la cajita es Baggio: los pibes no escabian están tomando un jugo. Y adentro tampoco nadie está tomando alcohol. Uno que viene acostumbrado a acompañar la noche con cerveza se siente desconcertado ante la ausencia de alcoholes y hasta se sorprende desubicado por preguntar en la barra ante tanta sobriedad. Muchos de los que van a ver el boxeo también lo practican y el box es un deporte que exige un estado físico riguroso, que no tolera deslices ni desarreglos alimenticios en las noches. Me parece adivinar a algunos entrenadores relojeando a sus entrenados, controlando que estén cuidándose el cuerpo. La disciplina se respira en el aire como un mandato.

Apenas entro, me topo con los aparatos del gimnasio y con una pared de fotos. Bonavena y Mano de Piedra me miran desde los posters con gesto de otro tiempo. Y me hacen viajar a un país más joven, donde se transpiraba boxeo en las esquinas de muchos barrios, donde los boxeadores argentinos paseaban por la televisión y le decían al mundo algo sobre quiénes somos. Pero continúo la mirada y me encuentro con la foto de Maravilla: me doy cuenta de que esos tiempos también son estos tiempos y de que los argentinos seguimos teniendo mucho del boxeo en nuestro sentir diario, en nuestros gustos populares.

Me ubico en un costado y lo primero que me llama la atención es el cartel que sobresale atrás. Un pasacalle colgado en la pared de cinco metros de largo íntegramente en japonés. No entiendo ni una sola letra de lo que dice, pero sé que el Cotón Reveco, boxeador salido de ese gimnasio, pichón de Arias, quien ha llegado a pelear por el título mundial en Japón. Esos jeroglíficos que nadie comprende dan un mensaje muy claro: hasta allá llegamos. El Cotón también tiene su lugar en los posters de la entrada, pero no posa erguido y rebosante como Bonavena y Cassius Clay. Yace tumbado en la lona, de rodillas, derrotado. Abajo, un cartel escrito con fibrón negro explica que así les va a los que niegan sus orígenes. Y es que la cultura del boxeo es muy distinta a la de otros deportes.

Por algo el cartel de la entrada titula “Gimnasio Cultural”. Estamos hablando de un deporte individual, como el tenis. Pero el tenis le pertenece a un sector en el que el individualismo es un valor positivo. Donde la ambición y cierto egoísmo son vistos como audacia y aptitud. En los barrios donde se cocina el box, en cambio, el individualista es el peor, porque deja tirado al de al lado. Porque la única forma de sobrevivir es desde lo colectivo. Y cuando llegan la espuma y la guita, el barrio tira fuerte y las contradicciones se agudizan, y la identidad tiene que cruzar por una tormenta. Se me aparece, como un flash, la imagen del Chino Maidana comiendo un alfajor después de pelear contra el mejor campeón en Las Vegas.

Se corta la música y el relator anuncia la primer pelea. Dos chicos del barrio inauguran la velada. Suena un rap fuerte y entran desde los vestuarios. Uno lleva una bata sin mangas, brillante, que le encapucha la cabeza. Van saltando de un lado a otro, moviendo los hombros, tirando piñas al aire, como paneles solares que se cargan con el aliento de sus vecinos. Saltan al ring y lo recorren como en una vuelta olímpica, saludando al público. Finalmente paran cada uno en su esquina y sus cabezas apenas llegan a la altura de la primera cuerda: ninguno de los dos tiene más de diez años. Uno de los Arias (Jorge), sube con ellos y recibe sus golpes con las manoplas. Es una demostración de concentración y rapidez.

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Se bajan los chicos y se suben los amateurs. Ahora son dos muchachos cercanos a los veinte años. Uno azul y otro rojo, uno local y otro visitante, uno alto y largo y otro petiso y macizo. Se respetan y se miden amagando y tratando de anticipar el paso del otro, caminando todo el ring, hipnotizados. Esa escena se parece al tango, o a eso que uno se imagina que era ese tango primitivo, de hombres bravos que bailan entre sí con pose de desafío.

Van a pasar en total cinco peleas de chicos con casco, cinco boxeadores rojos del gimnasio de los Arias contra cinco azules que vienen de San Juan. En los intervalos que separan las peleas, el cuarteto de la Mona Jiménez galopa de fondo marcando el ritmo, recordando que hay que estar bien despierto, moverse siempre para sorprender y que no te sorprendan. En la tribuna conviven madres, hermanas, amigos, compañeros, novias y algún curioso. Todos concentrados, todos acompañando con el cuerpo los movimientos de sus pollitos, como en una coreografía leve, tensa. Algunos vinieron desde San Juan, otros son del barrio. A todos les gusta el boxeo más que pelear y les caen bien los pibes que están subidos al cuadrilátero, les llena el pecho que estén ahí dejando todo en vez de estar en la calle cultivando los vicios. Por eso no le niegan el aplauso a ningún rival. Por eso los movimientos de escape, la cintura, los esquives, hacen estallar los aplausos; pero las buenas manos generan silencios casi trágicos, de madres preocupadas. Y a un costado del ring brilla amenazante la camilla y el cuello ortopédico.

Los pibes son el motor del gimnasio. Los mayores, en cambio, tienen menos para prometer y más para demostrar, y por eso ganar les urge más que boxear. Aparece en el ambiente el sabor de la violencia, el hambre de daño y destrucción que todos escondemos en algún lado. Pero en el medio de la bronca y la adrenalina contagiadas, a veces un boxeador se anima a algún cambio de paso, un amague para la tribuna u otro firulete despertando sonrisas y ovación, reafirmando de nuevo que esto es un deporte y no una guerra.

Cuando llega el combate de fondo, ya estamos todos con las retinas llenas de boxeo. Viene para coronar la noche, es el único del profesionalismo, y el que marca el debut de Jorgito Arias, hijo de Jorge Arias, nieto de Jorge Arias y fruto maduro del gimnasio. Se suben los púgiles al ring y la gente saca fotos mentales con la esperanza de estar grabando los anales de una leyenda. Empiezan a recorrer el cuadrilátero y sus pesos pesados son más pesados. Cargan con la expectativa de todos los presentes. El visitante, de Guaymallén, le llega al pecho a Jorgito, pero junta unos buenos kilos en su estatura y los empuja para adelante como una locomotora. Se hace respetar.

Arias es muy alto: sus brazos y piernas están demasiado lejos de su cabeza y se tornan difíciles de coordinar. Pero a pesar de eso y no sin esfuerzo se muestra más ágil que su oponente, cinturea y esquiva golpes levantando a su gente. La pelea se complica y en el rincón local cranean el plan. Jorge Arias se acomoda el bucal y atiende a Jorge Arias, que le da indicaciones con ademanes amplios, mientras que Jorge Arias lo masajea de atrás con palabras de aliento. El Arias pupilo sale al último round con la preocupación en la cara, y pone el corazón en los guantes. Pide aliento y su familia gigante responde con creces. Escucha la campana final avanzando hacia adelante, redimiendo la pelea.

El empate es apenas anecdótico. La familia del box se levanta de sus sillas y vuelve a su casa tranquila, satisfecha. Sabe que la mejor victoria es saberse en el camino correcto reafirmando ese ritual como su forma de encarar la vida.

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