La Comisión de DD.HH. Resistencia y Memoria del SUTE recordó con una serie de videos a maestros desaparecidos durante la dictadura miliar en Mendoza. Inauguró la serie con una carta de María Ester Correa, quien fuera alumna de Adriana Bonoldi, maestra de música de la escuela Petrona G. de Burgoa, en Godoy Cruz.
Adriana fue secuestrada junto a su esposo, Marcelo Carrera, estando embarazada. Su hijo, nacido en cautiverio, es uno de los nietos que buscan las Abuelas de Plaza de Mayo.
Dice la carta:
Llegó a la escuela un día cualquiera que ya ni recuerdo. Era la nueva señorita de Música. Venía para reemplazar por enfermedad a la profesora Isabelita.
Eran clases muy aburridas. Nos daba lo mismo quien viniera. Con seguridad seguirían siendo soporíferas. Siempre cantando en el patio el Himno, Aurora, la Marcha de San Lorenzo. De fondo algunos acordes que se escapaban, y el piano desafinado. Para eso no había plata.
Ni cuenta nos dimos de cuándo comenzaron los cambios. El primer día nuestros ojos de niñas avivadas se posaron sobre la figura de esta intrusa. Joven, delgada, pecosa, pelo con bucles, largo hasta la cintura. Pelirroja, rosada, colorada. Aros, colgantes de piedras y maderas, pulseras, anillos. Ojos brillantes color miel, jeans gastados, camisas de bambula coloreadas, abiertas, que mostraban su piel joven. Guardapolvos cortos, desabrochados, zapatillas con florcitas. Concluimos nuestra radiografía: Adriana era hippie.
Su figura no encajaba en el entornos de maestras prontas a jubilarse y cansadas, a las cuales les decíamos sargento de caballería, la de sexto, solterona insoportable, la de cuarto, vieja vinagre, la de tercero. Cuchicheábamos ¿quién era esta usurpadora que no tendría más de 21 o 22 años? ¿Qué nos podía enseñar esta chiquilina a chicas agrandadas de 12?
Y todo cambió. De dormirnos con la voz monocorde y a veces chillona de la antigua docente, del silencio y los bostezos en el aula, a una fiesta de los sonidos y del color. Nos llevó con los cantos al patio. Nos eligió a algunas, que jamás hubiésemos pensado, con voces roncas y tachadas de desafinadas, a ser parte de un coro. Esto para mí fue trascendental.
-¿A vos te gustaría estar?
-Sí!, respondí temblorosa
Nadie me había elegido para nada jamás. Era una alumna problemática. Ella me dio seguridad.
El colegio no había tenido coro en 100 años de historia. Y menos una tarima especial donde cantar. Ella lo consiguió. Era una maga, un ángel.
Nuestra vida discurría entre el elástico y los primeros acordes de la Lopez Pereyra. "Yo quisiera olvidarte, me es imposible, mi bien mi bien". La mancha, y las balas y bombas de aquellos tiempos, el 74. Entre "salgo a caminar por la cintura cósmica del sur", de Tejada Gómez y César Isella, y la venenosa, el Tateti, la Payana. Entre los flashes de la televisión y la muerte de Perón, el ascenso de su esposa Isabel, entre "a orillitas del canal, cuando llega la mañana, sale cantando la noche desde lo de Balderrama...", al Pisa pizuela y "por las tardes de sol y alameda, San Juan se me vuelve tonada en la voz". La vida en blanco y negro, la sangre derramada. El color y los soles, los la, los sí, las corcheas y el piano. El piano que ahora afinaba. La caza de brujas, las persecuciones políticas, las voces de barítonos y tenores, de contraltos, a pesar de nuestras voces de pre adolescentes. Y las siestas, que ya no fueron siestas, marcadas en Clave de Sol.
El orgullo de pertenecer y de ser agigantaba su figura. Llegaba con una sonrisa que llenaba el alma. Tiraba el morral tejido con flores, se descalzaba. Sentada en el piso con las piernas cruzadas como si fuera un indio. Y nosotros en ronda. Nos enamoramos de su encanto, juventud, mirada diáfana, alegría desbordante, el amor por la vida, el folclore, la música, y su patria.
Así como llegó se fue, y nada fue lo mismo. O sí. Volvimos a las aburridísimas clases de la señorita Isabelita, y el coro se desarmó.
"La señorita Adriana ", se oyó decir por allí, "no era para una escuela formal y centenaria". Ese típico discurso de la dictadura.
Años más tarde, pocos nomás, supimos que se la habían llevado los militares. Que era una desaparecida. Preguntas sin respuestas en mi mente de niña quedaron sueltas, sin cabo donde agarrarse.
Año 2011. En esta era virtual, de las redes sociales, de los juicios de lesa humanidad, de la búsqueda de familiares desaparecidos en al dictadura, me encuentro con su nombre, que se había perdido en la nebulosa de los años. Descubro su rostro y el de su marido. Eran buscados, y también su hijo. Hoy me la imagino tal cual la conocí, bella, un sol en mi vida. Pero ahora sabiendo que jamás ha dejado de estar entre nosotros. Ella es una de las 30.000 almas que ya no están, pero viven en el corazón de cientos de chicos que cantamos en aquel último año de la primaria--- "y rasguña las piedras, y rasguña las piedras, y rasguña las piedras, hasta mí".