La organización de las policías autofinanciadas detrás de los levantamientos que estremecieron al país. Los nexos con el delito y la política. Una crónica del oscuro mundo de los uniformes, por Ricardo Ragendorfer.
Por Ricardo Ragendorfer
Para Tiempo Argentino
Una postal de época. Ocurrió durante la primavera de 2009 en la tribuna oficial del Hipódromo de San Isidro, cuando muchos ojos convergieron hacia un recién llegado, y alguien exclamó: "¡Marito se dio la carmela!" La frase provocó hilaridad. Aludía al teñido color caoba que estrenaba el individuo en cuestión. Era Mario "Chorizo" Rodríguez, un antiguo dignatario de la Maldita Policía que en los '90 dominó a sangre y fuego los territorios bajo su control.
Un año antes, se lo vio en el despacho del ministro de Seguridad bonaerense, Carlos Stornelli. En esa ocasión, fue consultado acerca de cómo optimizar los vínculos entre el poder político y el comisariato. Era el final de las reformas aplicadas por León Arslanian.
Ahora, mientras una yegua de su propiedad peleaba la punta, el sujeto que lo acompañaba insistía en agitar un brazo. Era un ex subordinado suyo: Salvador Baratta. Ese tipo acababa de ser puesto al frente de Coordinación Operativa, el segundo sitio en la jerarquía de la fuerza. Cuatro años después –ya concejal del Frente Renovador y factótum de un sindicato policial sin personería–, Baratta es señalado por el Poder Ejecutivo nacional como instigador en Buenos Aires de las protestas uniformadas.
En el interín de aquellos dos tiempos, se produjo un thriller que en estos días bien vale ser recordado: el caso Candela. Una pesquisa construida con datos ficticios, pruebas plantadas, testigos no identificados y el arresto de personas inocentes. Semejante montaje no tuvo otro propósito que el de encubrir, en los arrabales de aquel crimen, los negocios policiales con el hampa. Sin embargo, la maniobra en realidad visibilizó tal relación. Aun así, el gobierno provincial decidió preservar la cúpula de la Bonaerense, pese a que un lapidario informe de la comisión investigadora del Senado recomendaba su destitución.
En paralelo, más de 50 tiros sacudieron al barrio rosarino de Villa Moreno durante la primera madrugada de 2012. En una canchita, tres militantes del Frente Popular Darío Santillán yacían sobre charcos de sangre. Habían sido asesinados por error. Con dicha certeza se topó de manera tardía el hombre con chaleco antibala y ametralladora FMK3 que huyó de allí junto a otros cuatro sicarios. Era Sergio "El Quemado" Rodríguez, un jefe barrabrava de Newell's que controlaba la distribución de droga.
En realidad, sus balas eran para los soldados de su archienemigo, Ezequiel Villalba, al que buscaba con fines de venganza. A raíz de ello, el aún flamante jefe de la Policía de Santa Fe, comisario general Hugo Tognoli, se prestó a la requisitoria periodística. "Acá hay una guerra mafiosa", fueron sus exactas palabras. Desde entonces, aquel conflicto bélico se cobraría una montaña de cadáveres Y también el destino del propio Tognoli, quien no demoró en convertirse en el primer jerarca de una fuerza policial que termina tras las rejas por sus vínculos con redes de narcotráfico y trata de personas.
Lo cierto es que el caso cordobés fue, por su simpleza aun más estrepitoso. Sólo bastaron las revelaciones televisivas de un soplón despechado para que un oficial principal se volara la tapa de los sesos, mientras era arrestado nada menos que el jefe de la División de Drogas Peligrosas, comisario Rafael Sosa. El asunto también volteó al jefe de la policía provincial, Ramón Frías, y al mismísimo ministro de Seguridad, Alejo Paredes. A todos ellos se los acusa de proteger bandas de narcos y armar causas a personas inocentes.
Es justamente en Córdoba donde estalló la espiral de "rechifles" policiales y los saqueos urdidos desde las catacumbas de las agencias del orden. En esas situaciones, más allá de sus apariencias –"conflicto sindical" y "estallido social", según el moroso análisis ciertos comunicadores– anida un reacomodamiento algo estridente del lazo policial con el crimen organizado.
Sobre la base de que todas las policías del país hicieron de las cajas ilegales su sistema de sobrevivencia, cabe destacar que con sus dividendos también se solventan parte de los gastos operativos. Pero, claro, una fuerza de seguridad que se autofinancia también se autogobierna. Y a través de un pacto explícito con el poder político: presencia policial en las calles para crear una ilusoria sensación de orden a cambio de vista gorda con sus negocios.
Tal fórmula se cifra en un dudoso pragmatismo: someter los variados quehaceres del crimen organizado bajo las normas de la recaudación de los uniformados no deja de ser un modo eficaz de graduar los niveles de la violencia urbana. Sin embargo, tal recurso posee sus contraindicaciones: en algunas coyunturas, ciertas actividades reñidas con la ley superan con creces la capacidad policial de regulación y control, provocando –entre otras calamidades– una implosión institucional. Sin duda, el vidrioso panorama actual es –entre otros factores– fruto de tal escenario.
Ello, a su manera, ya había sucedido a fines de 1996, tras el derrumbe de la dupla formada por el secretario de Seguridad, Alberto Piotti, y el legendario jefe de la Bonaerense, Pedro Klodczyk. Aquel acto quirúrgico del gobernador Eduardo Duhalde prometía dar por concluida una avalancha de escándalos protagonizada por efectivos de aquella fuerza. Desde entonces, sin embargo, se desató una sinuosa trama de acciones y reacciones, de acomodamientos y desajustes, en los que su signo más notorio fue el aumento geométrico del caos en el suelo provincial, debido a que los uniformados –en medio de sus pujas internas– habían dejado por el momento de oficiar como gerenciadores del delito. Al tiempo, todo volvió a la normalidad.
En la actual debacle de la Policía de Córdoba, no es un hecho menor la interrupción provisoria de la caja del narcotráfico, a raíz del arresto de Sosa y los suyos, con la consiguiente merma de ingresos entre el personal abonado a sus beneficios. Pero, más allá de dicho escollo circunstancial, la crisis que envuelve a las agencias policiales más picantes de la República tiene que ver con el desarrollo sostenido de las organizaciones delictivas –en particular, las que se dedican al negocio de las drogas–, debido a la formación de un creciente mercado minorista, cuyo abastecimiento está en manos de una estructura de menudeo no menos creciente, diversificada y con un sólido dominio territorial. Lo que está en riesgo, en consecuencia, es nada menos que la subordinación de esos grupos al poder policial. En ese contexto, su rol de regulador es la primera víctima. En resumidas cuentas, las mafias que logran extenderse en determinados ámbitos geográficos comienzan asimismo a establecer vínculos de igualdad con sus antiguos gerentes de uniforme. Los primeros efectos de este fenómeno están a la vista. Tal pulseada ahora no sólo se ha convertido en un problema de Estado, sino también en su gangrena.
Los procuradores de todas las provincias acordaron en Córdoba una serie de pautas con el propósito de investigar los saqueos ocurridos en el país desde el 3 de diciembre.