Por el Observatorio Sudamericano de Patentes
La herramienta para ello es el “reto del cubo de hielo” (ice bucket challenge): alguien se echa un cubo de agua helada por encima, graba la gesta y lo publica, anuncia que hace un donativo a la Asociación del ELA, y desafía a otra u otras personas concretas a que hagan lo mismo. ¿Qué podría objetarse con tan contundente muestra de solidaridad mundial? ¿Qué puede parecernos perverso del hecho de que los enfermos de ELA reciban cien millones de dólares?
En primer lugar, que no son ellos quienes reciben ese dinero. Es una práctica muy recomendable para cualquier ciudadano crítico preguntarse siempre que se ve en los medios de comunicación algo relativo a un problema médico, quién estará detrás de la publicidad. Puedo afirmar que en la inmensa mayoría de los casos, detrás habrá un laboratorio farmaceutico. De manera que cuando veamos que en la televisión se habla demasiado de ese nuevo mal que aflige a nuestros niños y que llamamos ahora TDAH (trastorno de déficit de atención con hiperactividad), debemos sospechar que detrás hay laboratorios forrándose con el tratamiento. Medios tan poco dudosos como el New York Times han denunciado esa publicidad encubierta en el caso específico del TDA aquí. Y si de pronto todo el mundo empieza a hablar del triptófano, o del litio… es más que probable que los fabricantes del medicamento que los contiene estén pagando unos cuantos cientos de miles de euros para que se hable de ellos en los medios.
¿Será que son los laboratorios quienes están detrás de la brillante campaña publicitaria del ELA?
En este caso es fácil de comprobar. Los cien millones de dólares, de momento, van a parar a una asociación que está patrocinada fundamentalmente, según sus documentos públicos, por los laboratorios farmacéuticos más conocidos. Algunos dan más de 50.000 dólares al año a la asociación. Otros entre 10.000 y 50.000 (aquí la lista). Esos mismos laboratorios son los que luego presionan a los gobiernos para evitar la promoción de genéricos o la centralización de las compras en concurso público. Los que venden a gobernantes asustados cantidades millonarias de tratamientos contra la Gripe A que luego resulta ser una gripe común, mientras las medicinas se pudren en algún almacén ministerial. Los mismos que venden sus soluciones en cajas por el doble o el triple de lo que el enfermo requiere, llenando las casas de medicinas caducadas pero bien cobradas. Los mismos que denuncian a los gobiernos pobres que osan copiar sus patentes impidiendo que se haga negocio con ellas. Esos mismos son quienes están detrás del desafío del cubo de agua con hielo.
¿Y qué? ¿Qué hay de malo, en cualquier caso, con que esos laboratorios capten dinero de la gente para investigar sobre la enfermedad? El efecto es sencillo de prever: si la gente pone cien millones, es probable que deje de ponerlos el Estado. No hay nada que objetar en ello si se sigue el axioma tan estadounidense de que el Estado debe hacer aquello que no es capaz de hacer la iniciativa privada. Pero otros creemos que el Estado debe suplir ciertas necesidades básicas, entre las que ocupa un papel fundamental la protección de la salud humana, se ocupe o no la iniciativa privada de hacerlo. El impacto del ELA o las enfermedades infrecuentes no debería estar al albur de la beneficiencia, de la caridad o de los cálculos económicos de los laboratorios. El Estado debe proveerse de sus propios centros de investigación, de sus propios médicos, de sus propios recursos, para no depender de los proveedores privados, por muchos convenios que firmen con ellos.
Con la gracia del famoso mojándose pasamos un buen rato y nos olvidamos rápido de que el sufrimiento de los pacientes es real, nada gracioso, y que el Estado debería ayudarlos: no por caridad, sino por justicia social.