OPINION

"No es Allah sino el verdadero Dios, la TV, el que ‘obliga’ a ISIS y a copilotos deprimidos a ir siempre más lejos en destrucción"

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Tiempo estimado de lectura: 7 minutos

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lubitz

Por Santiago Alba Rico*
Para Cuarto Poder

El 24 de marzo de 2015, el copiloto del vuelo del 9295 de Germanwings, Andreas Lubitz, se encerró en la cabina tras haber provocado la salida del comandante y, dueño de los mandos, estrelló el avión contra la cordillera de Los Alpes, matando a 150 pasajeros. El 2 de abril de 2015 un ataque islamista planificado por Mohamed Kuno, profesor de una madrasa, asesinó a 147 estudiantes en la universidad de Garissa, en Kenia, a 150 kilómetros de la frontera con Somalia. No quiero hablar de la desigual cobertura que la prensa internacional ha dedicado a ambos casos. Como decía uno de los estudiantes supervivientes: “nadie se ocupará de nosotros porque no ha muerto ningún blanco”. Es verdad. Pensemos, por comparación, en el atentado contra el Charlie-Hebdo en París o incluso contra el museo del Bardo de Túnez, donde murieron algunos turistas europeos. Pero me importa más especular en otra dirección. ¿Qué hubiera pasado si al mando del vuelo 9295 de Germanwings hubiera estado el ‘yihadista John‘ o si Andreas Lubitz hubiese reivindicado su acción en nombre del Estado Islámico o de un grupúsculo -pongamos- de independentistas corsos? ¿Y qué habría pasado si el copiloto suicida hubiera sido negro o, peor aún, árabe?Digamos de entrada que, a la hora de medir la relevancia de un acontecimiento, tenemos que pensar no sólo en la calidad de las víctimas, sino también en la identidad de los verdugos. Si Andreas Lubitz hubiera sido negro o árabe, jamás se habría contemplado la posibilidad de una depresión o un cuadro patológico: los negros y los árabes son naturalmente terroristas o, en todo caso, viven en condiciones tan miserables que no pueden permitirse el lujo civilizado de un sufrimiento mental. Pero más importante: si Andreas Lubitz, alemán y blanco, hubiese reivindicado su acción en nombre del Estado Islámico, los medios y los lectores se hubieran sentido tranquilizados. La atención enfermiza, obsesiva, estremecida y novelesca que ha despertado la personalidad de Lubitz tiene que ver con el hecho de que Lubitz, blanco, alemán, piloto, con novia, con buena situación económica, de clase media (como todos nosotros) no pertenecía a ninguna organización ni operaba en nombre de ningún colectivo, no tenía ningún plan para el mundo, ni siquiera atroz, ni tampoco creencias o compromisos más allá de sus hábitos de consumo: ¡igual que nosotros!

Si tuviésemos que resumir el tono general de los medios europeos en relación con el caso Lubitz detectamos enseguida dos reacciones paradójicas y conectadas entre sí: mientras que la acción del copiloto alemán ha producido un ‘espanto’ mucho mayor que cualquier atentado terrorista (fuente sobre todo de ‘escándalo moral’), todos tenemos la tendencia, al contrario que con el terrorismo, a suspender el juicio o incluso a atenuar la responsabilidad individual de su gesto. Hay, de hecho, una relación de dependencia recíproca entre este espanto desnudo y nuestra incapacidad para expresar de manera liberadora o lenitiva una acusación moral. Ni los medios ni las víctimas han insultado a Lubitz; no lo han llamado criminal ni fanático ni monstruo, aunque objetivamente ha hecho algo peor que un terrorista suicida: ha consumado una masacre ‘egoísta’ en la que los pasajeros inocentes no eran ni siquiera medios o mensajes, como en el caso de Kenia o de París, sino puras extensiones narcisistas de su impulso autodestructivo. Si alguien puede definirse como un hijo de puta, un hijo de puta puro, indefendible, un hijo de puta al que ni siquiera un fanático asesino podría justificar (ni siquiera un mafioso o un yihadista), ése es Lubitz; y sin embargo el insulto más grave que ha recibido ha sido el de la abuela del comandante del vuelo, que lo calificó con desprecio de “idiota”. ¿Por qué? Si Lubitz nos espanta más que un degollador del Estado Islámico y si, al mismo tiempo, lo acusamos menos es porque no lo entendemos; y no lo entendemos porque Lubitz (encajemos la paradoja) era igual a nosotros. Ojalá hubiéramos podido reaccionar con nuestra habitual superioridad racista o ‘civilizacional'; ojalá el fanatismo religioso o político nos hubieran permitido distanciarnos, marcar nuestra diferencia, rechazar desde ‘otra cultura’ o desde otro mundo su hijoputez gratuita. Pero ante Lubitz estamos completamente desvalidos. Nos resulta fácil y consolador, frente a la barbarie alógena, proclamar “todos somos Charlie” o “todos somos Bardo” o incluso “todos somos Kenia” o, valga decir, “todos somos víctimas” cuando los verdugos no son como nosotros. Lo que nos espanta de Lubitz -y por eso lo tratamos de forma novelesca y sin insultos- es que nos insinúa en voz baja y terrosa, como en una película de terror: “todos somos Lubitz”.

No todos. Entre las víctimas siempre hay, como hemos visto, diferencias de clase y de raza, pero es el propio eurocentrismo proyectado de manera desigual sobre París y sobre Kenia el que nos impide ver los vínculos entre los verdugos. Más allá del número de víctimas, muy parecido en los dos casos, y de su carácter indiscriminado, digamos que entre Andreas Lubitz y Mohamed Kuno, entre el asesino de casa y el asesino de fuera, hay una afinidad esencial: los dos buscaban la mayor repercusión mediática posible. Lubitz tuvo más éxito que Kuno. Como sabemos, la mayor parte de las acciones sangrientas del Estado Islámico se justifican menos por razones religiosas o ideológicas que publicitarias: la ‘barbarie’, muchas veces puramente escenográfica, como en el caso de la destrucción de patrimonio arqueológico, busca sobre todo audiencia. Lo mismo en el caso de Lubitz. Los periódicos han recordado una y otra vez la frase que, al parecer, le había dicho a una exnovia antes de su disparate: “Un día voy a hacer algo que cambiará todo el sistema y así todos van a saber mi nombre y recordarlo”. El “sistema”, lo sabemos, no es nada; es precisamente el recinto mediático en el que se inscribe su acto y que difunde su gesto. Lubitz no quería matarse a sí mismo en el silencio sino resucitar en público. Este impulso es tan antiguo que incluso los psiquiatras lo denominan ‘síndrome de Eróstrato‘, por el pastor de Efeso que 356 años antes de nuestra era incendió el templo de Artemisa, una de las siete maravillas del mundo, con el único objetivo de que la posteridad recordase su nombre, aunque fuese asociado a una conducta patológica. Lo que es nuevo es que este impulso enfermizo se ha convertido en una regla antropológica. Se ha acabado por imponer, sí, un nihilismo mediático en virtud del cual el fin de todo gesto es el medio mismo que lo visibiliza y fuera del cual no podemos ni siquiera matarnos por la sencilla razón de que aún no existimos.

Todos los asesinos se parecen en este medio autotransparente que ha venido a sustituir a Dios como medio de salvación. Los medios (de comunicación) son, sí, medios de salvación y Lubitz era un fanático religioso a igual título que Al-Baghdadi, Kuno o el yihadista John y por los mismos motivos. Pero, al contrario que Dios, la Televisión salva cualquier gesto, al margen de la moral, con tal de que sea más espectacular y produzca más víctimas que el anterior. No es Allah sino el verdadero Dios, la Televisión, el que ‘obliga’ al Estado Islámico y a los copilotos deprimidos a ir siempre un poco más lejos en términos de destrucción. Lo he dicho otras veces: los medios justifican todos los fines. Y de hecho los confunden y uniformizan.

Del crimen fanático de Lubitz debemos extraer dos enseñanzas. La primera es que, en un mundo tan complejo y vulnerable como el nuestro, excitado por la visibilidad mediática, es mucho más fácil empeorar que mejorar las cosas y cualquier loco individual, ‘normal’ o ‘ideológico’, puede introducir efectos destructivos sin precedentes en el planeta. Basta imaginar un Lubitz con acceso a una bomba atómica o una central nuclear. Esta combinación de tecnología, capitalismo y salvación mediática nos expone como nunca a la acción destructiva de una minoría o incluso de un solo hombre -mientras los muchos poco pueden hacer para introducir un gramo de bien o de razón. Contra esa vulnerabilidad, la tentación de seguridad tentacular omnipresente es inútil: no sólo haría imposibles las relaciones humanas (por no hablar de la democracia) sino que acabaría poniendo la seguridad misma en manos de un Lubitz deprimido en busca de salvación. Si todos somos Lubitz, todos estamos ya en manos de Lubitz.

La segunda enseñanza es, en cualquier caso, que por eso mismo debemos reivindicar la potencia política del concepto de responsabilidad. La responsabilidad es desigual, desde luego, como el acceso a la riqueza y al poder, pero nos equivocamos en la izquierda -frente al desconcierto de las clases medias- al atribuir la responsabilidad del gesto de Lubitz -o el de Mohamed Kuna- al Capitalismo en Mayúsculas. Eso sólo indica que, como los demás, no sabemos qué hacer con ese gesto. Todos los seres humanos podían haber sido o pueden llegar a ser otra cosa de lo que son y por eso es muy importante transformar algunas de las causas modificables que los fabrican. Pero nuestros actos nos pertenecen y nadie tiene derecho a quitárnoslos. La responsabilidad es desigual y es exigible que el Derecho haga diferencias, pero nadie es tan pobre o tan desgraciado (o tan hijo de sus padres o tan asalariado de su empresa) que no pueda distinguirse a sí mismo de una piedra o de un tornillo. Lubitz era un asesino fanático y no un suicida, como también lo son Mohamed Kuna, Bachar el-Assad o George Bush. Cada uno es responsable de sus acciones y debe responder de ellas ante un tribunal, real o imaginario, y esto incluye a los islamistas, a los dictadores, a los políticos, a los banqueros e incluso a los periodistas. También a los que nos oponemos al fanatismo, las dictaduras, las desigualdades económicas y las mentiras. No veo ninguna otra manera de que nuestra lucha contra el capitalismo sea justa ni de que, en la medida de lo posible, introduzca ya un poco de justicia. Lo que demuestra el caso Lubitz no es que, en un mundo tan complejo y vulnerable, no haya ya responsabilidad individual sino precisamente -y al contrario- que en este mundo tan complejo y vulnerable la responsabilidad individual es más decisiva que nunca. Tengamos cuidado. En este mundo sólo el ‘bien’ es colectivo o, si se prefiere, ‘irresponsable’. En cuanto al ‘mal’, sale todos los días en los periódicos con nombres y apellidos. Y sólo algunos de esos nombres son árabes.

*Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.

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