Cien años de soledad

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"El único problema filosófico realmente serio es el suicidio", escribió Albert Camus, pensador, polemista, que hubiera cumplido cien años este noviembre. Sobre la esperanza escribió algo que es algo que se aprende en medio de las plagas, que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.

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Por Pablo E. Chacón
Para Télam

Albert Camus, escritor, pensador, polemista, hubiera cumplido cien años este año pero el tráfago de la información y la atención flotante en nada parecen haberse ensañado con el autor de El extranjero, sin que medien o que importen mayores explicaciones.

Nació en la Argelia francesa en 1913. Murió cerca de París en un accidente automovilístico en 1960, a los 46 años. Dos años antes había recibido el Premio Nobel de Literatura que después rechazaría Jean-Paul Sartre, con quien estaba enfrentado desde 1952.

Camus no era cristiano pero tampoco marxista. Era una suerte de humanista libertario que intentó detener las primeras asonadas de los argelinos contra el imperialismo francés. Si uno pensara que entonces se equivocó, se le haría difícil entender El mito de Sísifo, La peste y El extranjero. Bienvenida dificultad.

"Hoy murió mamá. O quizá ayer, no sé". Así abre El extranjero, la novela que descubrió una particular libertad, la del sujeto, siempre en conflicto con los imperativos categóricos que ordenan plegarse a la masa, siempre en conflicto con las identidades fijas. Mersault representa la división subjetiva.

De natural anarquista, su individualismo lo empujó a un humanismo blando, ecuménico (casi cristiano): los obreros argelinos golpearon duro, abajo, a un país que supo colaborar con los nazis y que tampoco se entregó a los ideologemas del marxismo duro. Argelia era un territorio rural, no el paraíso del común que deliraba la gauche francesa.

Mersault mata a un árabe, sin causa, sin razón, porque sí, en una ápoca donde las explicaciones a la carta estaban a la orden del día. Juzgado, muestra la indiferencia de la libertad; sin embargo, el estructuralismo supo entender a esa indiferencia y a esa libertad como unas determinaciones inconscientes que no sólo inauguraron otra racionalidad sino otra manera de pensar al poder.

En pocos años más, Sartre sería barrido por Foucault, Lacan, Blanchot y Lévi-Strauss, que destruyó su voluntarismo en el magistral postfacio de El pensamiento salvaje. Eso no alcanzó para reivindicar a Camus sino para situarlo: era un escritor, no un militante.

Sobre la esperanza escribió que es algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio. Después de publicar La peste, esa idea acaso suene banal, en el sentido de una banalidad del bien.

El hombre de Camus reivindica su derecho a decir no, pero también a decir sí. Su cacareada rebeldía no es la posición del terrorista, ni la del revolucionario, ni la del aventurero, ni la del maldito en la vertiente de Jean Genet o William Burroughs.

Camus se asemejaba a un mártir laico que no hubiera desentonado como brillante orador de concilio, como Sísifo que cae, se levanta, cae y se vuelve a levantar. Si no hay libertad para el hombre mientras no supere el miedo a la muerte, acaso un cierto automatismo hermenéutico podría entender su accidente como la ilustración de ese otro dicho: el único problema filosófico realmente serio es el suicidio.

Entre sus papeles se encontró el original inconcluso de El primer hombre, su novela de formación: padre e hijo, como en la película de Mijail Sojurov, pelean la reconquista de un espacio topológico donde el enfrentamiento y la soledad que se apaciguan sólo podrán ser interrumpidas por la muerte.

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