Por Juraima Almeida
Para Estrategia.la
La noticia de que todas las condenas contra el ex presidente Luis Inácio Lula de Silva habían sido anuladas y que el ex mandatario recuperó todos sus derechos políticos, incluyendo el de ser candidato en las elecciones del año próximo, provocó un maremoto político que abrió las compuertas para distintas interpretaciones del hecho.
Si bien el fallo corrige errores graves en los procesos, llama poderosamente la atención que una cuestión tan simple haya tardado tanto tiempo en dilucidarse, y es imposible ser ingenuo, ya que en el proceso el país salió malherido en el prestigio, mostrando la escasa solidez de sus instituciones democráticas.
Lula estuvo preso 580 días, desde abril de 2018 hasta noviembre de 2019, en una celda solitaria del cuarto piso de la Superintendencia de la Policía Federal de Curitiba. Recién ahora, en marzo de 2021, se anularon las condenas por algo tan elemental como un problema de jurisdicción.
Muchos daños ya están hechos, entre ellos las consecuencias de que Jair Bolsonaro haya sido elegido presidente y la demostración de que una alianza de intereses muy poderosos manejó como quiso los procesos judiciales e institucionales.
Edson Fachin, uno de los integrantes del Supremo Tribunal Federal, aceptó uno de los numerosos recursos que había presentado la defensa de Lula al admitir que el tribunal de Curitiba que dictó las sentencias, con un papel protagónico del ex juez (y luego ministro de Justicia de Jair Bolsonaro) Sérgio Moro, no tenía competencias para hacerlo.
Fachin admitió la solicitud de hábeas corpus presentada por la defensa de Lula, que alegaba la incompetencia de la Justicia curitibana para juzgar los casos del tríplex de Guarujá, del sitio de Atibaia y del Instituto Lula, causas en las que se acusó al líder del Partido de los Trabajadores de actos de corrupción.
Y allí pareciera destaparse el fondo de la resolución de Fachin, que se consumó en vísperas de que la Corte Suprema empezara a analizar otra medida solicitada por la defensa de Lula, que se refiere directamente a la conducta de Moro durante todo el juicio, ya que más que juzgar actuó como una especie de coordinador de las acciones de la fiscalía.
El ex presidente insiste en que, más que anular decisiones, se declare, de manera clara y contundente, su plena inocencia. Lo que pidió la defensa de Lula, es juzgar si Moro fue o no parcial, lo que a su vez anularía todo el proceso jurídico, declarando la inocencia del acusado. Fachin, al declarar que la instancia de Curitiba no podría haber juzgado a Lula, impidió que Moro sea sometido a la Corte Suprema.
Desde el punto de vista formal, el fallo de Fachin sólo significa que los casos deben ser retomados por la Justicia del Distrito Federal, pero ese tribunal competente ya había absuelto al ex presidente en todos los procesos iniciados en su contra. Ese punto específico de la iniciativa despertó fuertes discusiones internas entre sus demás integrantes, que ahora decidirán si juzgan o no a Moro por manipulación.
La decisión de Fachin se produce al tiempo que las críticas a los fiscales de la operación Lava Jato van en aumento, así como la parcialidad con la que actuó en el caso el ex juez Sérgio Moro. La pérdida de credibilidad de fiscales y de Moro se produjo por los mensajes obtenidos en la operación Spoofing, donde quedó claro que había una coordinación entre las partes y una premeditación para mandar a Lula a prisión.
Al deplorar el fallo, Bolsonaro acusó que el juez Fachin siempre tuvo una vinculación fuerte con el Partido de los Trabajadores. En los medios políticos, la noticia de la recuperación de los derechos del ex mandatario y la posibilidad de que se presente en 2022 provocó un maremoto.
No se descarta que la decisión de Fachin sea apelada por la Procuraduría General de la República, sumisa a la voluntad de Bolsonaro, y elevada al Plenario del Supremo compuesto por once miembros, divididos en dos alas: simpatizantes y adversarios de la lawfare y de Sérgio Moro.
Fachin, considerado un juez lavajatista -recordaba Dario Pignotti-, sorprendió a políticos y magistrados con esta decisión que, como casi todas las del Supremo Tribunal Federal, están inspiradas en motivos más políticos que judiciales.
Lula de vuelta al ruedo
La previsión en los estamentos políticos es que en las presidenciales del año que viene ocurra una polarización radical, con Lula de un lado y el ultraderechista Bolsonaro del otro. Una reciente encuesta mostró que sólo el ex presidente sería capaz de derrotar al ultraderechista en una segunda vuelta.
Desde el punto de vista de la izquierda, cuando se trata de unificarla detrás de un programa común, poniéndolo delante de la precipitación por lanzar candidatos, la decisión judicial avala también el hegemonismo del Partido de los Trabajadores –de Lula- dentro del sector progresista.
Obviamente se abrieron todas las especulaciones, pero sobresalen, dos grandes incógnitas: una, cómo reaccionaría el mercado financiero ante el más que posible retorno de Lula, y la más preocupante, cómo reaccionarán los militares, que coparticipan en el gobierno de Bolsonaro.
Tener de vuelta a Lula en el ruedo político y comunicacional significa un duro revés para el Ejército, cuya presión a través de su ex comandante, el general Eduardo Villas Boas, influyó para que el jefe petista fuera proscrito tres años atrás. Desde el retorno a la democracia (1985) jamás hubo tantos militares, activos y retirados, en el gobierno. Lo cierto es que si hoy, Bolsonaro no encabeza un gobierno castrense, al menos comanda un gobierno militarizado, señala el analista Eric Nepomuceno.
Desde 2014, la causa del Lava Jato vertebró una coalición de fuerzas del campo conservador unidas en pos de acabar con el ciclo de gobiernos del PT. Las maniobras de Moro, amplificadas por el multimedios Globo y las redes evangelistas, contribuyeron a intoxicar el ambiente político y el ánimo popular hasta desembocar en el golpe parlamentario que derrocó a Dilma Rousseff, sucesora de Lula, en mayo de 2016.
Fue el primer paso de un plan cuyo objetivo era impedir la candidatura en 2018 y el posible tercer mandato de Lula. Esta asociación ilícita, conocida como «Grupo de Tareas de Curitiba», quedó al desnudo a partir de julio de 2019 cuando el sitio The Intercept comenzó a publicar las transcripciones y los audios de las conversaciones de Moro con el jefe de los fiscales, Deltan Dallagnol, como recordaba Dario Pignotti.
Cada movimiento de la trama del lawfare apuntó a matar políticamente a Lula, a que permaneciera en prisión y quedara fuera de la carrera presidencial. Bolsonaro fue electo gracias a unos comicios anómalos, a una operación que fue la continuidad del golpe de 2016 o un golpe en sí mismo.
Moro cobró a buen precio su papel en la conjura siendo nombrado por Bolsonaro como ministro de Justicia y Seguridad. Hasta que el actual mandatario consideró que era un peligro para su continuidad, y se terminó el amor.
El imaginario colectivo
Las acusaciones y los juicios contra Lula se difundieron masivamente desde los grandes medios de comunicación, imponiendo el imaginario de que la izquierda era la gran corrupta y corruptora del país. Gran parte de la población brasileña llegó a un veredicto de culpabilidad antes que el juez Moro, y eso tuvo una influencia indudable en las decisiones ciudadanas que determinaron el ascenso de la derecha y la elección como presidente de Jair Bolsonaro.
Aun antes de que la divulgación de numerosas grabaciones demostrara que fiscales y jueces operaron en forma indebida para lograr las condenas a Lula, compartiendo una clara intencionalidad política, era notorio que las sentencias se apoyaban en delaciones premiadas, sin evidencia que las confirmara, y hubo muchas otras irregularidades en los procedimientos judiciales.
Con la recuperación de sus derechos, Lula logró una importante victoria después de cinco años de encarnizada batalla contra el lawfare en los que siempre aseguró ser inocente. De hecho, como señalaba Dario Pignotti, prefirió la cárcel a dejar el país o asilarse en alguna embajada.
Pero más allá de la justicia, Lula también fue condenado al silencio por parte de las empresas periodísticas hegemónicas. Las encuestas, sin embargo, sostienen que conserva una resilente popularidad: según O Estado de Sao Paulo, su potencial de votos está alrededor del 50%, contra el 38% de Bolsonaro, con vistas a las presidenciales de 2022.
Obviamente, es aún prematuro saber si será candidato por sexta vez, como en 1989, 1994, 1998, 2002 y 2006, pero de que ha salido robustecido, a sus 75 años, no hay dudas.
La presidenta del PT, Gleisi Hoffmann, sostuvo que «la anulación de las condenas responde a un pedido de justicia de la sociedad brasileña y la comunidad internacional, de la lucha de nuestra militancia y los que creyeron en la inocencia de Lula (…) a pesar de las barbaridades cometidas por Moro».
Es probable que una parte de la población brasileña cambie ahora su convicción de que el ex presidente era un gran corrupto. Otra parte seguirá dentro de su burbuja, como los seguidores de Donald Trump en Estados Unidos, y creerá el relato que se le haga creer sobre conspiraciones y traiciones para salvar al líder del Partido de los Trabajadores, indica Marcelo Pereira.
Quienes siempre creyeron en Lula, lo seguirán haciendo, tonificados por la decisión de Fachin, y quizá muchos prefieran creer que no hubo corrupción alguna en los gobiernos del PT, sino que todo fue una sarta de mentiras de la derecha. Pero toda la ciudadanía suma hoy fuertes motivos para desconfiar del sistema judicial, los partidos y los medios de comunicación.
Y va a ser muy difícil revertir ese descreimiento, que nada bueno puede traerle a la democracia brasileña.
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Juaraima Almeida es investigadora brasileña y analista asociada al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).