Biopolítica

Ensayo general de distopía

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Las fantasías de poder realizadas y las pruebas de control social a las que asistimos anuncian el siglo de la catástrofe climática

Miembros de la Guardia Nacional de Louisiana (EE.UU.) recopilan información sobre quienes esperan un test de COVID-19. 21 de marzo de 2020.

Por Luca Dobry
Para CTXT

En un pasaje clave de Vigilar y castigar, de Michel Foucault, se detallan las medidas que toma el gobierno local de una ciudad francesa en el siglo XVIII para hacer frente y gestionar un brote de peste que ha golpeado a parte de sus habitantes. A saber: confinación al hogar, prohibición de salida bajo pena de muerte, control total sobre los recursos y su racionamiento, establecimiento y marcaje de una jerarquía y cadena de mando claras y la elaboración de un registro detallado de los individuos, con sus nombres, edades, domicilios, detalles fisiológicos y estado de salud. Foucault usa este ejemplo para demostrar cómo un período de crisis de este tipo sirve para poner en práctica e instalar definitivamente una nueva forma de poder: el poder disciplinario y biopolítico. Es uno que individualiza, numera, hace estadística, ordena en el espacio, determina límites físicos e intelectuales y establece rangos de acceso al conocimiento y, por lo tanto, a la toma de decisiones. A esta teoría debemos el ya lugar común de que ‘el conocimiento es poder’. El poder disciplinario se da precisamente en el momento en que se está asentando el tándem Estado-nación con el capitalismo de fábricas: es decir, una organización de la sociedad marcada por el poder simbólico y factual de quien ostenta la representación de la res colectiva que es la nación, por un lado, y por otro, el del dueño de la fábrica, que no es solo el propietario de los medios de producción, sino también el depositario del conocimiento que le permite ser el jefe, para el cual el resto de trabajadores son subordinados. El poder biopolítico se da en tanto que la preocupación del poder es la de administrar los cuerpos (por eso lo de bio): tiene que asegurarse que el pueblo esté en forma para trabajar –mayormente, claro, para trabajos manuales, ya que por entonces los trabajos afectivos no se consideran como tales.

¿Por qué es interesante recuperar todo esto? Sencillamente es el punto de apoyo para la teoría que formulo aquí: la actual conmoción global a causa del coronavirus, y la gestión que de ello están haciendo los gobiernos, no es tanto (no es solo) una respuesta adecuada y medida a la situación, como un ensayo general para la gestión de más crisis de nivel planetario/vírico/imparable que seguro habrán de venir. El reto no es tanto/solo parar el virus, sino probar cómo parar el mundo en un espacio de pocas semanas, comprobar cuánto se puede hacer antes de su colapso, e instalar nuevas y profundas herramientas de poder y su ejercicio.

El reto no es tanto/solo parar el virus, sino probar cómo parar el mundo en un espacio de pocas semanas e instalar nuevas y profundas herramientas de poder y su ejercicio

“Ha habido en torno de la peste toda una ficción literaria de la fiesta: las leyes suspendidas, los interdictos levantados, el frenesí del tiempo que pasa, los cuerpos mezclándose sin respeto, los individuos que se desenmascaran […] Pero ha habido también un sueño político de la peste, que era exactamente lo inverso: no la fiesta colectiva, sino las particiones estrictas; no las leyes transgredidas, sino la penetración del reglamento hasta los más finos detalles de la existencia y por intermedio de una jerarquía completa que garantiza el funcionamiento capilar del poder; no las máscaras que se ponen y se quitan, sino la asignación a cada cual de su ‘verdadero’ nombre, de su  ‘verdadero’ lugar, de su ‘verdadero’ cuerpo y de la ‘verdadera’ enfermedad. La peste como forma a la vez real e imaginaria del desorden tiene por correlato médico y político la disciplina” (Foucault, p.195).

Es decir, mientras producimos memes de forma cínica y frenética y salimos a tocar el Titanic a los balcones, la situación pandémica, tomada ya como símbolo significador de otros tantos “desórdenes” que acucian al mundo globalizado en el presente, se va instalando la respuesta que esta recibe como el golpe “ordenador” de todo ello.

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En las pocas semanas previas al actual estado de alarma, hubo una proliferación de artículos y comentarios condenando la reacción frenética y totalitaria de los gobiernos occidentales como exagerada, desmedida e inadecuada para con la letalidad real del virus. Se decía, como es ya sabido, que la gripe común mataba mucho más cada año, que los porcentajes de contagio y mortalidad no justificaban el toque de queda, etc. Sin embargo, en la fecha en la que se escribe esta pieza (24 de marzo), en España acaban de sumarse 500 muertos para ascender a un total de dos mil setecientos. Es decir, se hace evidente que, cuando alcanza un cierto punto, esta pandemia es realmente mortífera y temible. Por eso, aunque resulte muy tentador arrimarse a la perspectiva conspiranoica de que los gobiernos están exagerando las medidas y sus motivos reales son distintos a los de la racionalidad médica, no hay que ceder a esas tentaciones.

Pero eso tampoco puede ocultar lo evidente. Otro de los mayores descubrimientos de Foucault en su análisis de las estructuras de poder que se esconden en la lingüística de los discursos es que los números (sobre todo la estadística) se presentan como la única forma de información totalmente verídica e irrefutable. Emanan del empirismo científico. Pero, justamente, al ser los números y la ciencia estadística una herramienta de poder, son susceptibles de ser manipulados y usados de forma arbitraria. Los que hoy nos ofrecen como prueba del mundo experto arrojan poca o nula información sobre la que poder sustentar opiniones racionales. Nos dan el número de muertos e infectados, pero no el de las camas de terapia intensiva pérdidas por la sanidad pública debido al desmantelamiento del Estado del bienestar (y ahí está el designado experto jefe en España, Fernando Simón, siempre proclamando “no saber” cuando se le pregunta, por ejemplo, por qué la tasa de mortalidad del virus se quintuplica aquí con respecto a la alemana).

La televisión no se harta de repetir las catastróficas cifras de muertos actuales y muertos potenciales a causa el virus. Se cita a diario a la OMS, que se nos presenta como el tribunal experto supremo. A su vez, la OMS muestra a su propio experto jefe (el ya ubicuo Tedros Adhanom Ghebreyesus, aquel tipo de nombre bíblico) congratulándose de la dureza y determinación de las medidas que toma el Gobierno español, mientras cita, con expresión abatida, las cuentas de muertos del día anterior. Sin embargo, no se cita tanto a la OMS en tiempos de ‘normalidad’, cuando advierte de que siete millones de personas mueren al año en el mundo debido a problemas respiratorios directamente derivados de la contaminación. Tampoco se cita al CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas: otro consejo experto) cuando dice que en España mueren al año 30.000 personas por la misma causa. Es decir, una causa evitable si se tomaran medidas tan drásticas como las que se están tomando para frenar esta pandemia. Pues, parece claro que la relación mortalidad-reacción del poder no es continua, o no se rige por un juicio puramente sanitario.

También está el hecho de que es difícil lograr testarse si no se presentan síntomas graves y que, en general, se recomienda a la gente en bajo riesgo de desarrollo grave (jóvenes, etc.) que, si creen haber sido contagiados, se queden en casa y lo pasen lo mejor que puedan. Es decir, la estrategia no es tener un registro estadístico total y preciso del virus en el país. En cambio, la reacción del Gobierno español y del mundo entero, ante el apercibido caos, ha sido parar en seco: echar el freno de mano de manera brusca, derrapando ligeramente (¡las horas de distancia entre los anuncios oficiales y su entrada en vigor!), hasta lograr tener a todo el mundo quieto, bajo la orden marcial de ministros de Defensa. ¿Y ahora?

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En las semanas previas a la llegada definitiva y certera del virus a nuestras calles, algunos medios se deleitaban con una situación que les venía como anillo al dedo por ser como de peli (más sobre eso enseguida): un componente de shock emocional bestial, una dificultad casi inmanente para hacer un análisis preciso, una urgencia tremenda que permite pisar a todo lo demás (refugiados atrapados en Lesbos, etc.), y en fin, todos los elementos necesarios para captar la atención paranoica del público y engrosar así las cuotas de share a las que se deben, por encima de la calidad y rigor de la información que prestan –siendo los medios, en última instancia, más un activo dentro de un conglomerado corporativo-financiero que un servicio con vocación de tal.

¿Y a qué se debe esa aparente naturalidad de los medios en su cobertura de la pandemia? Cualquiera que haya seguido las noticias mientras el virus ganaba momentum, habrá podido percibir que era como si, de alguna manera, esta situación fuera presentada como el desencadenamiento natural de una tendencia que veníamos acumulando. No era todo sorpresa e inquisición. Sino, más bien, una sensación de que “por fin ha llegado”.

Llevamos fantaseando con estas mismas imágenes mucho tiempo. Dejando de lado la montaña de películas de zombies que son el extremo de la épica del contagio y un género en sí mismo, otras películas como Contagion (2011), Outbreak (1995) o Flu (2013) reproducen situaciones de espeluznante parecido a la actual: un paciente cero en una localidad percibida como remota empieza a expandir una extraña enfermedad infecciosa, incurable e irrefrenable, que pone contra las cuerdas cualquier sistema sanitario/social/político y amenaza con barrer al mundo. Con motivo del estreno de Contagion, blockbuster que reinó en taquillas de todo el mundo, varias cadenas de televisión invitaron a expertos para que comentaran la posibilidad de que se produjera el escenario vírico/apocalíptico que se vive en la peli (que vista ahora, la cantidad de detalles idénticos a la pandemia actual pone los pelos de punta). La mayoría dijo que sí podía producirse –resulta que los guionistas trabajaron codo con codo con el equipo de científicos del CDC (la agencia americana que se encarga del control y prevención de enfermedades contagiosas) para dar el máximo rigor posible a la trama.

Una característica típica de la posmodernidad que habitamos es la pasmosa capacidad de que la ‘realidad’ imite a la ficción

Sabemos que una característica típica de la posmodernidad que habitamos es la pasmosa capacidad de que la ‘realidad’ imite a la ficción. La palabra realidad está cogida con pinzas aquí porque, como demostró Baudrillard, la realidad es ya un plano demasiado alejado a nuestra percepción, que en verdad habita la mayor parte del tiempo en la hiperrealidad. La hiperrealidad es como un plano agregado sobre el mundo de las cosas, compuesta de imaginario, y que cobra mayor grado de existencia que aquello a lo que sustituye: todo lo que percibimos está mediado por imágenes, simulaciones y virtualizaciones –se sabe: aquello que pasa en las redes sociales tiene más peso que lo que ocurre en el espacio-tiempo tangible. El nexo de nuestro ‘yo’ cartesiano con todo lo que ocurre fuera de nosotros mismos se da mediado por proxys, IPs, IMEIs, seguidos, seguidores, indexaciones de varios tipos, etc. Y no solo en las relaciones humanas. El foco de la actividad económica no está tanto en el momento en el que se construye una casa o se fabrica un coche, como en la abstracción y computación de estas actividades en la bolsa. Todo es una simulación. En el genial Hypernormalization (2016), Adam Curtis demuestra, sirviéndose de un impresionante archivo e investigación, cómo funcionan los mecanismos de creación de afectos sociopolíticos globales a través de la producción estética de los medios: cómo, por ejemplo, Muammar Gaddafi pasa de ser un aliado secular progresista en el mundo árabe, a un enemigo de precisamente todo eso, que debe ser eliminado a toda costa y con presta urgencia. En ese mismo documental, Curtis muestra un puñado de escenas de películas previas a 2001, en las que se producen atentados muy parecidos, incluso un par exactamente idénticos, a los del 9/11 en las Torres Gemelas. Demuestra así que la sociedad americana, a través de Hollywood, venía secretamente fantaseando con esa escena tiempo atrás. Y se recordará cómo, a este lado del charco, la percepción de aquellas imágenes era difícil de distinguir de una ficción: eran tan o tan poco convincentes como lo que ya se nos había mostrado en términos casi pornográficos en cientos de películas. Por eso, a nivel afectivo, estábamos ya entrenados de antemano y esperando algo como aquello.

También esto lo estábamos esperando. No solo son los ejemplos literales de tantas películas. Desde hace un par de años se venía anunciando la inminente crisis financiera que había de ser peor que la de 2008 (y que de hecho los récords en caídas de bolsa de estas semanas están probando). Por todos lados se mostraban indicadores de un mundo que corría sin freno contra un muro. La desestabilización de la fraternidad europea, el ascenso del nacionalismo y la extrema derecha en todo el mundo, el reloj climático cerrando la brecha hasta el momento de no retorno, las tensiones bélicas, económicas y geopolíticas entre Rusia, China y Estados Unidos a punto de desatar la tercera y definitiva guerra mundial, etc. Parecía que estábamos constantemente en el punto de ebullición para que todas esas burbujas empezaran a explotar. Y como una bendición maldita, llegó el virus, y nos obligó a parar en seco.

Hay una frase canónica del teórico cultural bandera de la posmodernidad, Fredric Jameson, que dice: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. O, como lo desarrolla Mark Fisher en su genial Realismo capitalista (2009), es más fácil imaginar miles de situaciones apocalípticas que el menor cambio significativo en la dirección opuesta a la impregnación absoluta del capitalismo sobre todas las cosas. Previo virus, era muy fácil entender esta premisa. Desde que se anunció ‘el fin de la historia’ y que ‘no hay alternativa’ (por parte de Fukuyama y Thatcher respectivamente), el mundo occidental ha dejado de soñar con el futuro y, en cambio, lo teme. El sueño de perpetuo progreso de la Ilustración murió y dejó paso a otras proyecciones. Por un lado, el nuevo afecto del ecologismo, que considera que hemos alcanzado un estadio ilícito de tecnologización y debemos ahora decrecer, o en términos más románticos, sanar la Tierra de nuestras prácticas abusivas. La narrativa es la de una humanidad descarriada en su persecución de la modernidad, que debe ahora bajar velocidades y encontrar maneras más puras de existir.  En este sentido, son notables las lecturas en positivo que se hacen de la pandemia, que está haciendo caer en picado las emisiones de carbono, y, de forma menos explícita, el malthusianismo eco que considera que somos demasiados y no está tan mal que se cribe la población mundial (se entrevé por aquí el peligro de una compatibilidad de la causa eco con una especie de neofascismo verde). Por otro lado, existe una cualidad inmanente de nuestra cultura judeocristiana que atiende, en perpetuidad, la llegada del día del juicio final. Los hijos de Dios hemos errado tanto que ahora él desata sobre nosotros su ira en forma de plaga: el coronavirus como acontecimiento bíblico (véase al Papa paseando por las desiertas calles de Roma en una preghiera por el destino de la humanidad).

Por eso, a caballo entre estas dos grandes tendencias políticas de nuestro tiempo, el ecologismo y el neofascismo, se identifica la fantasía que ambas compartían del frenazo global: orden absoluto, congelación de la industria planetaria, prohibición del derecho de movilidad y de reunión, mando militar, y todo el mundo a su casa a esperar a ver qué hacemos con todo esto.

Ahora que hemos chocado de frente con el escenario apocalíptico, se empieza a abrir la veda de la posibilidad de una alternativa al capitalismo

Pero volviendo a la frase-sentencia de Jameson: ahora que hemos chocado de frente con el escenario apocalíptico, se empieza a abrir la veda de la posibilidad de una alternativa al capitalismo. En un plot twist totalmente inesperado, se están reactivando viejos y polvorientos preceptos socialistas como auto-evidentes y verdadera solución al caos climático que nos ha llevado, por un lado, a generar un virus anti-natura que no se hubiera producido de no ser por una práctica zootécnica planetaria descontrolada y, por otro, a darnos cuenta de que un Estado débil y sin recursos no está capacitado para enfrentar una crisis como la actual, de la que seguro tendrán que venir más. En este período de reflexión debería definirse un nuevo “contrato social” en el sentido rousseauniano. Ya se están produciendo situaciones inverosímiles en lo que respecta a la hegemonía ideológica del neoliberalismo. Quién hubiera dicho que el gobierno de Trump se lanzaría a crear un vastísimo programa de renta básica para aquellos bajo el umbral de pobreza, o que el Gobierno de Sánchez fuera a poner en marcha el mayor dispendio público de la democracia, que los desahucios por impago se pararían en seco, o incluso que se nos ocurriría empezar a hablar seriamente de abolir el alquiler. Cuánto van a perdurar este tipo de medidas después de la pandemia y cómo se van a inscribir en la normalidad post-virus está por ver, pero de momento se percibe un cambio de tendencia respecto a lo que fue la gestión de la crisis de 2008, que puso la salud de cualquier entidad financiera por delante de la humana, arrojada a la miseria.

Claro que no hay que poner demasiada esperanza en este efecto colateral de la situación pandémica. No hay que olvidar que se está destacando la gran responsabilidad y decoro del sector privado, y se celebra, por ejemplo la capacidad de Mercadona para abastecernos de papel de váter; la de Inditex, para fabricar mascarillas; o de Glaxosmithkline, para buscar la vacuna que nos salve del virus. Muy posiblemente, lo que surja de esto sea un tándem reforzado entre el Estado y las megacorporaciones, que sancione la necesidad de contar con estas megaestructuras, por lo general privadas y ultracapitalistas, pero, en última instancia, dispuestas al esfuerzo altruista y a salvar el mundo cuando todo se pudre. No se está hablando, ni en los medios ni en los gobiernos, de atacar de una vez por todas a la industria alimentaria (y relacionadas: es decir, prácticamente todas las demás), aprobando unos estándares medioambientales estrictos que aseguren la responsabilidad ecológica con tal de que otros virus como este no se vuelvan a repetir, o como mínimo, se minimicen todo lo posible.

***

A luz de todo esto, las conclusiones que se pueden destilar de esta situación son las siguientes:

2001 y los consiguientes atentados yihadistas fueron la inauguración de un nuevo estado de alarma perpetuo, en el que un mal alterno, fantasmagórico y destructor podía en cualquier momento quebrar la frágil ‘realidad’ del mundo ‘desarrollado’ (léase occidental). Esos shocks iniciales (como maravillosamente ha teorizado Naomi Klein), por parte del fantasma yihadista en occidente y por parte del ejército contratista en Oriente Medio, inauguraron una nueva ontología del poder siempre alerta ante la posibilidad de que cualquier ciudadano sea un terrorista encubierto. En el espacio de esos veinte años, se ha producido también la mayor y más extensa crisis financiera de la historia –que, lejos de reprobar el modelo, sirvió para apuntalar el proyecto global del neoliberalismo económico (y cultural). Con la crisis del coronavirus asistimos quizá al tercer momento determinante del que deberá ser el ethos de la configuración social/política/económica a escala planetaria. Así como en la resaca inmediata al atentado de las Torres Gemelas y al desplome de Wall Street (en 2001 y 2008 respectivamente) se pudo ya entrever, en la necesidad de respuestas que esos eventos abrían, cuál iban a ser los preceptos dominantes de las nuevas relaciones Estado-sociedad / monopolio de la violencia-gestión macroeconómica – de igual forma a cómo en el siglo XVIII una plaga sirvió de pretexto para el ejercicio de nuevas y determinantes formas de poder y su gestión de lo social—, asistimos hoy al ensayo y puesta en práctica de mecanismos que deberán más que probablemente devenir normalidad.

Como ya se ha dejado entrever, son tres las principales tendencias o características de estas nuevas disposiciones de poder llamadas a permanecer post-crisis:

1º) En una tendencia que se inicia en los albores del poder moderno, como identificó Foucault, la de crear censos, registros de movilidad, enfermedad, etcétera, y que en los aproximadamente tres siglos desde entonces ha definido una ontología del poder que crea una división entre aquellos sin, y aquellos con acceso al monopolio del conocimiento (oficialmente aceptado), que devienen los expertos que diseñan leyes y medidas. Esto se intensifica con la llegada del dispositivo de seguimiento siempre más cercano (el smartphone) a dos tercios de la población mundial. Con toda probabilidad, se saldrá del momento pandémico con la aceptación irrefutable de que es bueno y necesario acumular la  máxima información sobre la población por parte de los entes oficiales a través de cualquier método disponible.

La aparente apertura de un mundo globalizado por el cual circulan dinero y mercancías, sobre todo, y personas y cultura en cierto grado, no es más que un frágil equilibrio que puede desmantelarse con relativa facilidad

Desde hace un par de años, en Occidente se muestra con morbo el avanzado sistema de hipervigilancia que está implementando el gobierno chino de manera gradual. Se trata de una base de datos capaz de identificar y recabar información de cualquiera de sus ciudadanos mediante varios métodos: el teléfono o el reconocimiento facial gracias a las innumerables cámaras callejeras dotadas de inteligencia artificial. De esta manera, resulta imposible escapar a esa red y el gobierno puede saber en todo momento dónde ha estado uno de sus ciudadanos, a dónde ha viajado, qué ha comido, con quién se ha encontrado, cuánto debe, a qué velocidad conduce, si tiene amantes, si es feliz. Aún no del todo desprendidos del orientalismo que nos hace mirar a China como si fuera un ente exótico, pensamos que están usando tan brutal tecnología porque son chinos (totalitarios, comunistas, raros, en fin), decidiendo ignorar lo que ya se sabe: que esa misma tecnología existe en Occidente y es solo cuestión de tiempo (justamente, de la aceptación social adecuada) que se implemente de forma explícita aquí. Pues bien, hemos descubierto que los chinos han sido capaces de contener la expansión del virus, entre otras cosas, gracias a un sistema de información híperdetallado sobre el historial de ubicación de todos sus ciudadanos, que eran alertados inmediatamente de la posibilidad de que estuviesen infectados según hubieran estado en contacto con otro infectado, a la vez que trazaban los desplazamientos de todos los ciudadanos desde focos de infestación a otros lugares del país. Hace poco desembarcó en Italia un grupo de científicos chinos que trabajaron en la exitosa contención del virus en su país. Las primeras declaraciones del jefe de esta comitiva fueron casi cómicas: “No sé en qué estáis pensando, ¡esto es un desastre!”. Una de las medidas que los chinos recomendaron a las autoridades italianas fue la utilización de la geolocalización de forma extensiva, que grupos como Vodafone y Orange ya se están prestando a ofrecer. En los noticiarios televisivos ya hemos podido ver demostraciones del poder de este big data en manos del gobierno, que seguro está aquí para quedarse. Si en el post-2001 el argumento a favor del espionaje público masivo (expuesto por Snowden) era el de la posibilidad (negativa) de descubrir al próximo aspirante a terrorista, en el post Covid el argumento será ya de salud pública, en clave positiva. Frente a la irrupción inminente del 5G y unos algoritmos de tracking siempre más desarrollados y autónomos (lo que se conoce como machine learning), se abrirá un nuevo y vasto abanico de posibilidades para el seguimiento y vigilancia de los usuarios. El precedente pandémico hará lícita la plena utilización de estas posibilidades por parte de los aparatos gubernamentales.

2º) Es evidente que la aparente apertura de un mundo globalizado por el cual circulan dinero y mercancías, sobre todo, y personas y cultura en cierto grado (las privilegiadas más que las menos), no es más que un frágil equilibrio que puede desmantelarse con relativa facilidad. Hasta hace poco, era casi inimaginable una situación en la que se frenara en seco la posibilidad de viajar libremente –para aquellos afortunados con buenos pasaportes y recursos para ello, era pensable amanecer cada día de la semana en un continente distinto con total normalidad. La congelación del espacio aéreo, el cierre de las fronteras y, en última instancia, la reducción al municipio, al barrio y al domicilio, son medidas muy extremas para un mundo que ya se había proclamado, en el éxito de uno de los proyectos principales del neoliberalismo global, como totalmente abierto, conectado, accesible y de fácil movilidad.

Sin embargo, y en la línea de la realización de fantasías de poder que esta pandemia y su gestión demuestran, no escapará al lector el hecho de que tanto Europa como Estados Unidos estaban barajando la idea de un cierre de fronteras absoluto, por el que cualquier migrante de escasos o nulos recursos económicos fuera considerado un ilegal. Sin pretender sugerir que no sea esta una medida adecuada al problema pandémico, ¿no se advierte cierta satisfacción en el imperativo ‘no político’ del absoluto cierre de fronteras por parte de los jefes de Estado? (como fue evidente en el uso de la carga simbólica que esto tiene por parte del president Torra, cuando reclamó una vez más poder cerrar las fronteras Cat con respecto a Esp, esta vez por un motivo puramente sanitario/técnico, claro está…).

A medida que avanzamos hacia el casi ineludible futuro de la catástrofe climática, se divisa ya que las migraciones en masa serán uno de las principales cuestiones a gestionar. El calentamiento global afectará primero y con más severidad a los países del hemisferio sur, que son también aquellos con menores recursos económicos y estructurales para hacer frente a estos eventos. Por eso no es casual que Europa se esté  entrenando en el cierre de sus fronteras, después de haber invertido en la última década ingentes cantidades de dinero público en el proyecto Frontex, que arma a las guardias costeras y fronterizas, y construye muros mortíferos para evitar nuevas llegadas no solicitadas a Europa. También están en esa línea las millonarias subvenciones a países como Libia y Turquía, para que detengan en masa a todos estos migrantes (en su totalidad, huidos de guerra o de miseria) y los contengan en campos de concentración, hasta que los escupan de vuelta al lugar de donde huían. Este tipo de comportamiento por parte de los países ricos se apoya sobre un cálculo de la venidera necesidad de limitar el acceso a aquellas zonas del planeta donde las condiciones climáticas idóneas se prolonguen por más tiempo.

Por otro lado, también se ha hablado de la necesidad de coartar el frenesí del turismo consumista, por su elevada huella medioambiental, a lo que ahora se sumará la paranoia de la transmisión vírica, por lo que tampoco resultaría extraño pensar que en un futuro próximo se puedan tomar medidas en ese sentido.

Por último, con la más que probable posibilidad de que una situación así se repita a causa de nuevos virus, o, por ejemplo, a causa de una extrema polución del aire o del agua, se vuelve evidente que todo lo que pase en estos dos meses servirá como ensayo y precedente a futuros escenarios de amenaza existencial a cuestiones de salud pública.

3º) Otra tendencia/promesa de la globalización que hoy se quiebra inesperadamente es la del internacionalismo que tenía que ir reemplazando, cada vez más, al Estado-nación en favor de organismos gubernamentales supranacionales, regionales pero también globales. La crisis pandémica ha puesto de relieve la latente falta de cooperación y coordinación efectiva por parte de organizaciones en principio sólidas como la Unión Europea o la OMS para lidiar de manera ordenada con la situación, siguiendo protocolos establecidos por los preceptos de colaboración internacional. En cambio, los Estados han recuperado un papel central en el mapa geopolítico global, en parte dejados a su suerte y con una política exterior por lo general hostil, y en parte beneficiados por poder reclamar una soberanía plena en una situación que se han apresurado en presentar como de guerra. En España ya aparece en las ruedas de prensa de la comisión para la gestión de la crisis, junto al experto jefe, el teniente general de la Benemérita, que llama a estos “tiempos de guerra y de lucha”.

He aquí otra de las fantasías que veíamos crecer y que ahora se cumple. Por todo el mundo occidental están al alza movimientos nacionalistas con discursos de un alta carga bélica y patriótica que, frente a la erosión de las soberanías nacionales, justamente debido al distanciamiento de la ciudadanía con los núcleos de poder real y la toma de decisiones, exigían reclamar una identidad que el proyecto globalizador, dicen, les había quitado. Al dedo le han venido a los Trump y Johnson, pero también a los Sánchez y Macron, la posibilidad de mostrarse como figuras fuertes y de pleno poder, liderando el espíritu y preservando la supervivencia de sus respectivas patrias –unos, por poder demostrar finalmente el músculo patriótico que prometían traer, y otros, por poder frenar la percepción de que su doblegamiento ante conflictos identitarios internos, así como ante las instituciones supranacionales que los contienen, restan credibilidad (y dignidad) a la figura de la presidencia de la nación.

Por otro lado, esta tesitura de macro-emergencia social-sanitaria ha vuelto a poner el foco sobre el elefante en la habitación: se ha demostrado, una vez más, que el plan neoliberal de una economía de mercado expansiva que quiere relegar al Estado a un ente meramente de arbitrio (e incluso en eso, raquítico) no es más que una burbuja que estalla cuando llega la primera complicación seria. Sorpresa: no podemos contar con que el libre mercado (o capitalismo radical) nos salve de situaciones críticas; hace falta estructura pública. Hace falta la estructura pública que desde la crisis de 2008 se ha ido desmantelando gradualmente, en pro de un programa que se presenta como técnico pero que es puramente ideológico, impuesto por el FMI (que ahora obligaba a Europa a tragar la misma medicina/veneno que ya le aplicó a todo el Sur Global en los años 70 y 80), que exigía liberalizar todas las industrias y que el Estado vendiera absolutamente todo, incluidas las vastas redes de servicios esenciales que el mismo Estado había construido, porque, se decía, estaban mejor en manos de la iniciativa privada. Con un poco de suerte, cundirá la idea de que esa perspectiva es lo que siempre ha sido: un despropósito. Cualquier sociedad que quiera llamarse civilizada debe poder darse a sí misma los derechos básicos de educación, sanidad y vivienda, y ninguna de estas tres cosas tiene por qué ser objeto de mercantilización, ya que son cosas básicas para el sustento de la vida.  Ceder un mínimo en la dirección opuesta es claudicar a la inhumanidad como condición (otro elemento llamativo es que los países que más ayuda médica están ofreciendo son socialistas como Cuba y China, cuyas agencias estatales también parece que están más cerca de descubrir una vacuna).

Pero lo notable es que, frente al friedmanismo que se aplicó en 2008, esta vez parece que la lógica es más keynesiana. Sin, por supuesto, atacar a los fundamentos del sistema capitalista, el Estado recupera el rol central de mejor gestor posible de las grandes decisiones económicas y, mediante una política fiscal expansiva, que no se veía hace mucho tiempo, se propone ahora asegurar que nadie perezca bajo el umbral de pobreza, y salvar la economía real, más que salvar los bancos. Hemos visto a Sánchez soltar mucha chapa sobre el esfuerzo, la solidaridad y el heroísmo de ciudadanos comunes (que se prestan a voluntarios o que trabajan por sueldos irrisorios en servicios esenciales), así como de multimillonarios caritativos, pero no tanta en promesas firmes de reconstruir la sanidad pública y el sistema educativo, para que no vuelva a producirse un déficit de camas hospitalarias ni falten profesionales de primer nivel porque se han ido a estudiar o trabajar fuera.

Si saliéramos de esta con una convicción mayoritaria e irrefutable de que necesitamos un Estado del bienestar fuerte, y grandes inversiones públicas, y entes públicos capaces de gestionar con una lógica de bien social, podríamos entonces activar nuestra última esperanza.

Necesitamos afrontar la crisis climática cuanto antes. A medida que crisis como esta se repitan y se intensifiquen, será más difícil para los gobiernos soslayar la necesidad de crear un megaplan para hacerles frente. Cuando eso llegue, tendremos que estar preparados. En ese momento, tendremos la oportunidad de inscribir nuevos valores fundacionales sobre las relaciones económicas: no solo será la de la necesidad de producir con energías renovables y reducir la polución –solo hasta ahí llega la ambición de Thunberg, y, como se sabe, eso no deja de ser compatible con un ultracapitalismo verde, que además también lo es con fórmulas políticas totalmente rancias y fascistas (por eso da tanto miedo El cuento de la criada)–, sino que el concepto de sostenibilidad se podrá estirar y moldear para incluir otras ideas en boga de lo que consideramos decencia en nuestro tiempo: feminismo, cooperativismo, antirracismo, solidaridad, etc.

Pero no nos confundamos, aunque por todo el mundo hay brotes verdes de decencia, esta guerra ideológica se está librando y, de momento, vamos en en dirección opuesta. Si no conseguimos reaccionar colectivamente e insertar, ya mismo, una nueva idea de normalidad sobre la responsabilidad compartida de cuidarnos entre la ciudadanía y los entes públicos (como el Estado o cualquiera de sus ramificaciones menores), muy probablemente nos podemos preparar para vivir muchos más encierros así.

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