Woody Allen, unos de los más prolíficos directores estadounidenses de la historia, vuelve en "Blue Jasmine" a abordar el universo de una mujer con su habitual cinismo, una crueldad que incluye un mínimo de humor y mucho de drama, casi el de una tragedia griega ambientada en una urbe estadounidense de hoy.
En su película número 48, Allen cuenta la historia de Jasmine, una mujer madura que supo disfrutar de la burguesía de Manhattan hasta que su marido entró en juegos financieros peligrosos, la engañó y se separó.
El respaldo económico que gozaba desapareció en un tris, lo que le quedaba se fue agotando y, como era de esperar, la realidad la enfrentó a una situación muy comprometida, la de tener que mudarse al pequeño departamento de su hermana Ginger, una trabajadora ama de casa de San Francisco.
En “Blue Jasmine” no hay, de hecho, situaciones más graciosas que las que por casualidad suelen entreverse en medio de un drama, y no hace falta demasiado análisis para descubrir en el guión una fuerte carga de la crueldad que sesgó la obra de Tennessee Williams, en especial la de “Un tranvía llamado deseo”.
Es que Williams fue el más cinematográfico de los dramaturgos estadounidenses del siglo XX y Allen puede definirse como el más teatral de los cineastas de la segunda mitad de igual período y lo que va del XXI, con igual impronta de trabajar los diálogos y hasta los monólogos, que son los que definen la verdadera carga dramática de la propuesta.
Como el autor de clásicos como “El zoo de cristal” o “Un gato sobre el tejado de zinc caliente”, Allen es un excelente narrador de los universos femeninos, tal como ocurrió, por ejemplo, en “Annie Hall” o en “Alice”, y un excelente armador de historias que a pesar de su extrema sencillez, incluso cuando entran en el terreno de lo fantástico, logran tocar profundo en la sensibilidad.
Este tipo de cine pone distancia a la ironía de sus otros filmes más graciosos pero nunca más livianos de la primera época, incluso de los que jugaban a una amable reflexión sobre la relación entre los hombres y las mujeres, y de esos otros que eran pura nostalgia y broma, algunos en blanco y negro, hasta las comedias románticas que le permitieron recorrer ciudades que lo apasionan o sus variaciones sobre el “stand up”.
Aquí se trata de unas puertas casi cerradas, donde la cámara hace foco en una mujer y su momento, y lo hace hasta las últimas consecuencias, logrando que la luz, la edición, incluso la música, un elemento tan importante en su cine y en su vida, tengan peso específico.
Cate Blanchett aquí logra confirmar que puede dar todos los matices de un personaje rico, precisamente en estar mejor o peor sin demasiado tiempo entre una y otra situación. La otra gran figura, que en el filme integra parte de los recuerdos de la protagonista, es Alec Baldwin, otro actor de fuste del cine norteamericano de las últimas décadas, que de la mano de Allen muestra que es dueño de un talento inmenso.
Mención final para un par de rubros estrictamente cinematográficos: la brillante iluminación del español Javier Aguirresarobe que logra capturar la sensibilidad de Blanchett tanto a plena luz como en interiores muy trabajados y la música, que incluye a Louis Armstrong, Lizzie Miles y Sharkey`s Kings of Dixieland, King Olivier, Trixie Smith y Julius Black, entre otros.