"Mirtha no son los militares"

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leyrado

 

Por Matías Chamorro
Para Tiempo Argentino

El año pasado, para la serie Santos & Pecadores: Televisión x la Justicia, dio clase de actuación calzándose el traje de un juez, Marangoni, acusado por mal desempeño de sus funciones. Ahora, la cartelera teatral marplatense lo tiene asumiendo, de martes a domingo, bajo la dirección de Lía Jelín, un papel menos terrenal y que lo desafía cada vez que sube el telón: el de un Dios que está en crisis, desesperado, y necesita ir urgente a terapia. Junto a Thelma Biral, como la prestigiosa psicóloga encargada de llevar adelante la tarea de tratar a ese paciente impensado, Juan Leyrado es protagonista de la obra Dios mío, de Anat Gov, una de las más importantes dramaturgas israelíes.

A pesar de tener en su haber una gran cantidad de trabajos realizados para teatro, TV y cine, este actor –que muchos siguen recordando por su Héctor Panigassi en «Gasoleros»– parece no dar nada por sabido e ir por la vida, a sus 61 años, cuestionándose a cada paso y con una curiosidad eléctrica, como la de un chico que está desarmando un reloj.

Un artista para el cual el teatro no es solamente un trabajo, sino un espacio que le permite pararse frente a sí mismo. “Ahí hay una comunicación con el público, que anda por el aire y te contiene. Y que si uno sabe captar aparece algo amable, natural y animal, más parecido a Dios”.

¿Cree en él?

–Sí. Pienso que estamos compuestos por una energía, que es la que tienen todos los seres vivos y las cosas que habitan este universo apenas conocido. Y que a esa energía uno bien puede darle el nombre de Dios.

¿Como es su Dios?

–No está muy lejos del de la obra. Cuando empecé en este proyecto hice un trabajo interno, donde me di cuenta que el Dios que yo tenía, venía de algo establecido culturalmente (la comunión, mis padres religiosos, la iglesia) y no que nacía desde un lugar mío, que es como yo concibo la existencia de Díos. Y cuando me puse a trabajar este personaje descubrí la energía que cubre todo lo existente, donde no cabe el intelecto, sino la sensibilidad y algo mucho más abarcativo y más cuántico.

¿Tuvo algún temor a la hora de encarar un papel tan especial?

–A la semana de empezar a ensayar la obra entré en pánico. Me dije: “¿Cómo voy a ser Dios? ¿Cómo voy a poder cubrir las expectativas de tantas personas, que van a estar ahí sentadas y tienen una imagen propia de Dios? ¡Es como ir al fracaso rotundo!”. Me asusté mucho, algo que nunca me había pasado. Me di cuenta de que no iba a hacer de un plomero que había tenido un conflicto con su mujer o se separaba, sino que tenía que encarnar a un personaje que me demandaba algo muy interno.

No es un papel más...

–No. Aunque siempre tuve una relación con mi tarea donde la elaboración es muy personal. Es más, creo que de chico elegí esta profesión –a lo mejor inconscientemente– porque exige un trabajo continuo con uno mismo. A mí eso me hace crecer, investigar cosas mías y modificar las que no me gustan. Con este papel, esta convicción me apareció de manera mucho más clara.

¿Es angustiante tomarse la profesión con tanta sensibilidad?

–Es como la vida misma. Uno puede ponerse una coraza con lo propio y sentir que no le duele. Pero, en algún lugar, termina apareciendo la infección y, después, el dolor. O si no se vive un poco con los poros abiertos. No sé si es bueno o malo, mejor o peor. Yo soy así. Trabajo mucho con mi sensibilidad, pero aprendí a transitarlo y no sufrirlo. Al principio no lo entendía mucho y lo padecía. Pero si yo tuviera que elegir una forma de ser en la vida volvería a elegir la misma. La de la sensibilidad, con todo el riesgo y el dolor que eso implica; donde los momentos felices son intensamente felices y, los amargos, intensamente amargos.

¿Cuál es su relación con la terapia?

–Es de siempre. Me analizo desde hace treinta años. Para mí es una relación filosófica, de una forma de observar las cosas y verme a mí. No soy ortodoxo ni creo que la psicología sea la salvación de todo. Considero que uno puedo crecer y conocerse mejor yendo tanto a terapia como jugando al fútbol o estando con amigos. El asunto es qué le hace bien a uno. Y a mí, la psicología, con buenos profesionales, me sirve muchísimo. Casi la tomo como un deporte.

Participó en más de 50 obras de teatro. ¿Cómo hace, a esta altura de su carrera, para no encender el piloto automático cuando debe interpretar un personaje?

–En mí, el piloto automático no pasa en nada. Me aburriría mucho, no crecería, no me divertiría. Así que no tengo posibilidad de accionar de ese modo. Mi compromiso con lo que hago en la vida y en el trabajo tienen que ver con una ebullición constante de lo que me sucede, donde sé que el piloto automático me seca y no me sirve.

Transcurrieron 16 años desde su trabajo en Gasoleros. Sin embargo, para muchos, es inevitable no asociarlo a Panigassi. ¿Eso lo fastidia?

–No, para nada. Para mí, ese personaje fue importantísimo en muchos aspectos; íntimos, profundos, míos, de la vida. Como así también sé lo que significó y significa para el público. Fue fantástico e irrepetible lo que pasó, estábamos como iluminados. Ahora, más que antes, donde no había tiempo para analizar nada, descubro y entiendo el fenómeno.

Es un artista interesado en la política. ¿Sería candidato si surgiera la posibilidad?

–No. Sé lo que me pasa a nivel piel, soy pasional y no muy político que digamos. No podría transar con algo que no estoy de acuerdo. Y la política tiene que ver con eso, ¿no?. Y me parece bien, porque es un poco la tolerancia y, además, el equilibrar. No sirvo para eso. Sirvo para, cuando algo me gusta, poder demostrarlo, tenerlo y transitarlo. Pero tengo una forma de pensamiento, como ciudadano, de lo que me agrada. He tenido posibilidades de participar de cosas relacionadas con lo político o sindical, pero afortunadamente tomé conciencia y me di cuenta de que no sería útil, sería un fracaso y no podría ayudar en nada.

A lo largo de su vida fue de todo: cafetero, diagramador, oficinista... Si la necesidad lo obligara, ¿a cuál de todos aquellos trabajos volvería a recurrir?

–La verdad que, con todo lo que hice hasta ahora, si tuviera que sobrevivir y ayudar a mi familia, yo podría estar parado en un semáforo. Y, cuando se pusiera en rojo, hacer un pequeño monólogo y pasar la gorra. No tendría ningún problema en hacerlo y me encantaría, porque ese es mi trabajo.

¿Se reconcilió con Mirtha Legrand?

–Nunca me peleé con ella. Me hicieron una nota, donde dije que dentro de un contexto de país, de mundo, de vida, por ahí con determinadas personas –porque no me sentiría bien– no me sentaría a comer. Para mí la mesa es muy importante y compartirla con alguien que tiene conceptos tan distintos, con relación a la vida, sería una vergüenza. Dentro de ese contexto, donde me habrán preguntando “si Mirtha lo invitara a almorzar...”, salió lo que salió. Entonces, un día, ella se acercó. Me saludó, la saludé. Y sigo pensando lo mismo en relación, no a Mirtha, sino a lo que pasó en el país, con respecto a las responsabilidades que tiene uno estando en los medios. Y para mí, Mirtha no son los militares. Ella es ella y hace su programa. He ido varias veces y la he pasado bien. También me pasan cosas en las que no estoy de acuerdo. Por lo tanto no participaría, porque si no tendría que decir lo que tengo que decir en un programa y me parece peor. Ir y hacer el circo, levantarse o pelearse. No voy y punto. Mirtha vino a verme al teatro, le encantó la obra y tuvo muy buenos mensajes hacía mí.

 

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