Por Albino Prada
Para Sin Permiso
El neoliberalismo es sin duda la nueva razón del mundo, tal como lo calificaron Christian Laval y Pierre Dardot en un ensayo imprescindible[1] en el año 2009. Una razón que se levanta sobre la lógica de la empresa capitalista de finales del siglo XX y que ha penetrado todos los poros de la sociedad: desde cada uno de sus ciudadanos al Gobierno de las naciones.
En un ensayo[2] del año 2016 Wendy Brown se centraba en una crítica de la razón neoliberal en cuanto inspira y determina lo que hacen nuestros Gobiernos. Y como la lógica de la empresa capitalista es la del mercado y del dinero, es por eso que la solución neoliberal a todos los problemas siempre será más mercados, mayor financiarización, nuevas tecnologías y nuevas maneras de monetizar (310-311). Esta sería la versión corta, la versión larga sería esta:
“El neoliberalismo es un ensamble de políticas económicas que coinciden en su principio original de afirmar libres mercados. Estos incluyen la desregulación de las industrias y de los flujos de capital; la reducción radical de las provisiones del Estado de Bienestar y de sus protecciones para quienes son vulnerables; la privatización y subcontratación de bienes públicos, que van desde la educación, los parques, los servicios postales, las carreteras y la previsión social hasta las cárceles y los ejércitos; el reemplazo de esquemas hacendarios y de arancel progresivos por regresivos; el fin de la redistribución de la riqueza como una política económica o sociopolítica; la conversión de cada necesidad o deseo humano en una empresa rentable, desde la preparación para ser admitido en universidades hasta los trasplantes de órganos, desde las adopciones de bebés hasta los derechos de contaminación, desde evitar colas hasta asegurar un espacio cómodo en un avión …” (30)
*
Todas ellas son normas y criterios que acaban percibiéndose como de mero sentido común, como un sensato sentido de realismo. Que sean procedentes para las empresas permite a la lógica neoliberal que nada haya que pueda hacerlas inapropiadas para los individuos o el Estado que, por tanto, se han de construir sobre el modelo de la empresa. Y así ambos –individuos o Estados- han de atraer inversionistas y mejorar sus calificaciones crediticias.
Para el caso del Estado se trataría de construir “la nación sobre el modelo de Wall-Mart” (295) ya que “la legitimidad y las tareas del Estado quedan vinculadas de modo exclusivo al crecimiento económico, a la competitividad global y al mantenimiento de una calificación de crédito fuerte” (49, 200). Y poco importa que tal cosa se corresponda o no con una mejora del bienestar social, porque para el neoliberalismo se desvanece el fundamento de una ciudadanía preocupada con las cosas públicas y el bien común.
Con lo que si fuese cierto que no siempre un mayor nivel de crecimiento económico se corresponda con un mayor desarrollo humano o bienestar social (ver aquí) tal asunto sería absolutamente irrelevante para la impecable razón neoliberal. La pobreza en términos de PIB será un fracaso aunque se corresponda a niveles de bienestar social de países más ricos y, desde luego, la bancarrota o suspensión de pagos una mancha imborrable. Hablamos de esas cosas que forman parte del “disco duro que nos meten las sociedades de mercado en las que vivimos”, en acertadas palabras de Pepe Mujica[3]. Esas cosas que los banqueros alemanes, bajo el eufemismo de la estabilidad financiera de las naciones de la UE y la eurozona, sacralizan como objetivos de déficit, de deuda o de inflación.*
La gestión de las cosas públicas (ahora se nombra como gobernanza) muta del terreno político a un campo gerencial o administrativo, técnico (así se presenta el nuevo Ministro de Economía del Reino de España estos días). Como a la razón neoliberal empresarial le es muy querida la democracia del voto según el capital que uno detenta en la empresa, buscará todos los atajos posibles para que esto se traslade a la formación y control de los gobiernos. Se trata de conseguir que los resultados electorales o las políticas aprobadas se correspondan con los intereses de los que más riqueza nacional detentan.
En este aspecto no es solo que los mercados y el dinero corrompan o degraden la democracia, sino que mutan los elementos constitutivos de la democracia. Así en EE.UU. en el año 2010 leemos en la sentencia de la Corte Suprema sobre los super PACS: “permite que grandes corporaciones financien las elecciones, el icono definitivo de la soberanía popular en la democracia neoliberal” (204, 206). Poniendo la guinda de la subordinación de la democracia al capital.
El vaciamiento neoliberal de la democracia liberal se complementa haciendo de la otrora discusión política una mera búsqueda de soluciones administrativas a objetivos previamente consensuados. Con lo que la llamada gobernanza es el fin de la historia política, el reino de la razón (neoliberal) sin alternativas. Por eso campan a sus anchas las subcontrataciones de lo público o su privatización, el trabajo a tiempo parcial o no salarial, la traslación de medidas de mercado (productividad, costes, precios sombra, competencia entre unidades, etc.) cuantitativas a todos los servicios públicos.*
Para el caso de la educación la metamorfosis neoliberal de la misma como inversión en capital humano -en su neolengua- supone acelerar un círculo vicioso de desigualdad galopante y, por tanto, la erosión de las condiciones para una democracia real. Como se visualiza en la relación entre el nivel de ingresos de cada familia y el acceso universitario de sus vástagos en Estados Unidos.
Pues en ese país mientras solo 25 de cada 100 jóvenes de familias menos ricas acceden a la enseñanza superior, llega nada menos que a 90 de cada 100 los que lo hacen entre las familias más ricas. Bingo: una real plutocracia disfrazada de meritocracia. Algo que también sucede en la China actual. Desembocamos así en sociedades de castas hereditarias en las que no queda apenas rastro de una real igualdad de oportunidades para ocupar los niveles más altos del empleo cualificado y de gestión en el actual hipercapitalismo digital tanto en el sector privado como en el sector público[4].*
La libertad y la democracia sucumben así ante una desigualdad galopantes pues como bien dice Wendy Brown aunque “la democracia no necesita de igualdad social y económica absoluta, no puede soportar extremos grandes y fijos de pobreza y riqueza” (239). También sucumbe la justicia ante esa misma desigualdad galopante, e incluso también lo hace la otrora crucial soberanía nacional, ante las determinaciones derivadas de la feroz competencia económica en un mundo globalizado.
Es quizás cuando llegados a este punto, y aunque la autora declara al inicio de su ensayo no buscar presentar alternativas sino apenas estrategias para resistir al neoliberalismo, que uno eche en falta argumentos igualitarios derivados del criterio del velo de la ignorancia de Rawls o de como atajar la corrosión de la democracia al hilo de las últimas obras de Robert Dahl. Algo de lo que, espero que con acierto, me ocupo en mi reciente ensayo “¿Sociedad de mercado o sociedad decente?”.
[1] “La nueva razón del mundo” (La Découverte, París, 2009) (Gedisa, Barcelona, 2010). Una amplia reseña sobre este libro puede leerse aquí.
[2] “El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo”, Wendy Brown, Malpaso, Barcelona, 2016 (los números entre paréntesis se refieren a páginas de este libro)
[3] En la página 158 del reciente libro de Saúl Alvídrez “Sobreviviendo al siglo XXI. Chomsky & Mujica” (Debate, Barcelona, 2023)
[4] Lo que los convierte en gestores del capital inmaterial y global de este siglo, Piketty (2019) “Capital e ideología”, Deusto, Barcelona (páginas 899 y 968)