Noticia sobre aquel libro prohibido y quemado

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En los 60 en Mendoza se secuestró y quemó el libro Pautas Eneras, de Rodolfo Braceli, porque tenía la frase "mear a los cuatro puntos cardinales. En estos días en que libros de historietas destinados a las escuelas quedaron "bajo siete llaves", como dijo una funcionaria de la DGE, por un escandalete mediático, justo y recomendable es leer el episodio contado por el mismo Braceli, con su siempre exquisita prosa.

quema de libros

 

Noticia sobre aquel libro prohibido y quemado

(Prólogo para una tercera edición pendiente)

Por Rodolfo Braceli

Borracho, no de vino sino de ilusiones, yo imaginaba: el día que mi primer libro saliera de la imprenta, en aquella mi provincia se declararía, por lo menos, un medio feriado celebratorio, y se soltarían palomas y cuanta ave enjaulada, y se abrirían de par en par las bodegas, y se embanderarían con colores irreparables casas, escuelas y edificios. Nada de eso.

A mi libro, a pocas horas de nacer, lo censuraron, lo prohibieron, lo quemaron. Sin metáfora, lo prendieron fuego hasta la ceniza. Mediaba el año 1962 después de Cristo. La Argentina, para variar, estaba tomada por militares comedidos, sacrificados y providenciales que habían derrumbado y apresado al presidente constitucional, Arturo Frondizi, y puesto en su sillón a otro civil, decorativo e inocuo, José María Guido. La provincia de Mendoza intervenida en consecuencia. Digamos que nuestras vidas, que nuestras tenues libertades estaban, como casi siempre, en manos de los supremos salvadores.

Algunos detalles que vienen al caso. Mi libro Pautas Eneras había sido editado por la Biblioteca General San Martín por ocurrencia de su directora, Manuela Mur. Con él se iniciaba la colección Cuadernos de la Joven Poesía. Edición de presupuesto modestísimo (48 páginas para 23 poemas), ni encolada ni cosida, abrochada; el índice por poco lo imprimen en la contratapa. Pero qué importaba tanta precariedad: la poesía desde siempre se alimenta y se envalentona con la abundancia de carencias.

Aquel 13 de junio, en plena siesta, me avisaron que Pautas Eneras estaba listo. La edición, de 300 ejemplares, esperaba empaquetada en la Imprenta Oficial de la Casa de Gobierno de Mendoza. Yo debía pasar a retirar los 150 ejemplares, que me darían por ser el autor, al día siguiente por la Biblioteca San Martín. Pero le hice caso a mi impaciencia, profané la siesta y me fui a la imprenta. Un operario maravillosamente irresponsable (hijo de un Fernández español y anarquista) permitió que me llevara un par de paquetes sin que él se diera cuenta. Los otros ejemplares irían para su distribución a la Biblioteca (pobrecitos, lo que les esperaba...)

Ya en mi casa, les mostré mi primer libro a mis padres, dos seres sin estudios, sin escuela, que atravesaron la vida trabajando también en días y fiestas de guardar. Mi delgado librito, del que no sabían nada hasta entonces debido a mi pánica timidez, estaba con ellos, sobre la mesa de la cocina. Mi mamá sin dejar su tarea dijo envuelta en una risa: Este loco siempre con sus chifladuras. Mi papá ni una palabra: se puso a mirar Pautas Eneras respirando en un hilo. No se animaba a abrirlo. Mientras lo sostenía en el hueco de sus manos como a un animalito recién encontrado, las lágrimas le brotaban.

A eso de las cuatro de la tarde me fui al diario Los Andes, donde yo trabajaba. Todavía no había llegado la mayor parte de la redacción. Aprovechando las ausencias fui poniendo un libro dedicado sobre cada escritorio, a mis compañeros más entrañables. El primero fue para Antonio Di Benedetto, alguien que desde siempre apostó toda su fe a mis escrituras.

A la mañana siguiente, sobre el mediodía, me llamó Manuela Mur. Estaba desesperada. Me contó que Pautas Eneras misteriosamente había llegado a manos del Ministro de Gobierno (un ser humano de apellido Argumedo o algo así). El funcionario –según ella– estaba escandalizado, indignado y etcétera. De inmediato había ordenado el secuestro de la edición. También me contó que la había llamado el doctor-profesor-rector Edmundo Correa (una especie de prócer provincial, fundador de la Universidad Nacional de Cuyo), quien por esos días colaboraba con el gobierno inconstitucional como Director General de Escuelas. A ella cierta frase se le había grabado a fuego (como el que vendría): Señorita Mur, le aviso que este libro con sus porquerías no debe entrar a mis escuelas. Forzada por semejantes apremios, Manuela Mur puso su renuncia a disposición del gobierno provincial. Su desesperación la empujó a una flaqueza: me pidió que le devolviera los ejemplares por mí retirados. ¿Dónde llevaba Caperucita Roja la canastita? Le respondí: NO.

El 16 de junio, a tres días de su nacimiento, el libro, ya prohibido y secuestrado, fue quemado adentro de un tambor de aceite, en la playa trasera de la Casa de Gobierno. Para facilitar las llamas al principio remisas, le arrojaron kerosene. Fue consumado una vez entrada la noche para no llamar la atención. Hasta para eso fueron torpes: el fuego cuando más se ve es en la oscuridad.

No, nada de lo que yo suponía sucedió en mi comarca cuando salió mi primer librito de poemas.

Si hubo algo celebratorio fueron las lágrimas de mi papá, la risa de mi mamá, el larguísimo vino oscuro que tomé con Antonio Di Benedetto en la noche del 13 de junio, y algo que hice amparado por la madrugada en el enorme patio de mi casa en Benegas casi Carrodilla. Hoy me animo a contarlo: Al volver saqué hasta el medio del patio una mesita que mi mamá usaba para planchar. Me subí a ella. En puntas de pie extendí un brazo, estiré los dedos y traté de tocar no sé cuál estrella. Les puedo asegurar que en el cielo de Mendoza las estrellas están ahí pero ahí nomás. Faltó un poquito así, casi nada, para que consiguiera rozar una. Me consolé haciendo algo crucial: siempre trepado a la mesita me puse a mear largamente, hacia los cuatro puntos cardinales. Como en el poema 59 que tanto había escandalizado a los insípidos e inodoros académicos del buen decir.

Sigamos memorando: lo del fuego asesinador no fue todo. El libro, por prohibido y por quemado tuvo, con sus pocos ejemplares salvados, una repercusión impensada. Voces cercanas y lejanas (del interior del país, de Buenos Aires, de Chile, del Perú, de España) acercaron palabras y algún elogio para abrigar mi desolación. Mientras tanto la directora de la biblioteca editora seguía, por semanas, sometida a una especie de juicio con sabor a agonía. Ella movía también sus influencias, no quería perder el cargo. Comprensible, porque por entonces estaba embarcada en la realización de una de las primeras ferias del libro de la Argentina. El calvario de Manuela Mur duró casi dos meses: recién el 10 de agosto de 1962 salió en el diario Los Andes esta noticia: La intervención federal de la provincia de Mendoza dio a conocer un decreto por el cual se rechaza la renuncia presentada a mediados de junio por la señorita Manuela Mur Delfino al cargo de directora de la Biblioteca Pública General San Martín.

Entretanto yo quería decir lo mío en voz alta, públicamente. Y con el auspicio de un centro de estudiantes iba a leer mis poemas quemados y a opinar sobre las censuras y los fuegos en un acto a realizarse en el aula magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo. Iluso sin redención. El acto, previsto para el jueves 23 de agosto, fue también prohibido. Pero no todo en aquella facultad fue prohibitivo por parte de los almidonados eruditos, mejor dicho eruc-ditos: el profesor, poetasiempre, Alfonso Sola González me alentaba con su voz espléndida y nocturnal. Y me galardonaba con el regalo de un libro de su mano declarándome primer poeta maldito de Mendoza.

Con la bendición de ser nombrado así, viví aquellos días muy acompañado y muy solo. Me sentía insignificante y/o arrollador, desguarnecido y/o indestructible. A veces me encontraba hablando solo en voz alta, el corazón se me salía por la boca. Estaba a disposición del llanto en cualquier sitio, y también de las trompadas y de las patadas. No es todo. Además de mis desmesuradas furias y entusiasmos tuve, conocí, un miedo nuevo. Miedo en castellano. Cuento la causa: frente al diario había un bar-café llamado Augustus. Cuando se produjo la prohibición y quema de mi libro empezó a ir al café un tipo de unos cuarenta años, siempre trajeado. Una y otra vez se las arreglaba para estar cerca de mí. Sin mirarme, casi sin mover los labios, como ventrílocuo, repetía en voz muy baja: Rabanito, mirá lo que vamos a hacer con vos si seguís jodiendo. Emitía la sentencia sin gestos, neutro, mientas subía y bajaba un lazo hecho con una soguita imitando un nudo para ahorcar. Rabanito, mirá lo que vamos a hacer... Los rabanitos son colorados, rojos. La tapa de mi libro también. En Mendoza se les decía rabanitos a los sospechados de bolches, comunistas, zurdos. El episodio no pasó de esa expresión de deseo que alguna vez me hizo acostar completamente vestido, porque yo sentía un frío único que no se debía a aquel invierno del 62. Ahora, con la distancia de las décadas, reparo en el presagiante nombre de aquel bar: Augustus. Es decir, el nombre que acompañaría el apellido de uno de los más eficaces asesinadores y quemadores de libros de América latina, Pinochet, con perdón de la palabra.

¿Por qué prohibieron y quemaron Pautas Eneras? ¿Por qué, si la edición era tan insignificante? ¿Por qué, si el librito podía desaparecer naturalmente y traspapelarse en el olvido, como casi siempre pasa con las escrituras adolescentes? Muchas veces me hicieron y me hice estas preguntas. Aparte de la imbecilidad, de la cuota intrínseca de asesinato y de la coronación de cretinismo que significa quemar cualquier libro, las razones que trascendieron en aquel 1962 fueron éstas: el libro era insolente, impertinente; usaba la palabra mear y encima elogiaba el episodio renal; mostraba “reiteradas irreverencias religiosas”; ponía en duda la existencia de Dios; estaba “plagado de escepticismo”. Manuela Mur me dejó ver un ejemplar con anotaciones, subrayados vehementes, signos de interrogación y de admiración, todo a dos colores (rojo y verde), según ella realizado por el ministro Argumedo. Entre los poemas más cuestionados estaba “Plegaria”:

¡Dios o lo que fuere!

no nos condenes

a ser arena y nada más

arena larga y sucesivamente.

Danos, al menos,

la posibilidad de sufrir

y de no creer en Ti.

 

Entre las páginas de “nihilismo exasperante, inadmisible para una publicación auspiciada por una biblioteca pública” estaba la que dice:

Después de todo

no deja de ser un alivio

esa cuota de lástima

que nos tienen los abuelos

y lógica

esa felicidad

por haber nacido sesenta años antes.

 

Pero sin duda el poema que tenía más anotaciones era “El hermano de Dios”:

Dios está viejo.

¡Que venga el hermano, entonces

-el hermano menor, se entiende-

porque, definitivamente,

Él no está para los presentes trotes.

Por lo demás, Señor Juez,

América latina

reclama un Dios con paciencia,

y en lo posible

de su misma generación.

 

Al costado de este texto los censores habían escrito una colosal pregunta-afirmación: el hermano menor ¿Fidel Castro? La verdad es que, con mucho menos, cualquier hijo de vecino, académico de vecino, podría consumar una flor de tesis doctoral...

El poemita 59, el de la meada hacia los cuatro puntos cardinales, no tenía comentarios: directamente estaba tallado, tachado con una brutal X. Eso sí, esto en verde; todo un presagio ecológico.

Una de las pocas páginas sin anotaciones marginales era la que contenía el poema que Roberto Tito Cossa hace una punta de años me señaló diciendo que con esas solas líneas yo podía “sacar patente de poeta”. Se refería Cossa a:

Se hincó el viento

y me pegó en la cara.

Caí de espaldas

con los brazos abiertos

desguarnecido

y mi cara sola y poca

ante el cielo total...

 

¿Tendré que aclararlo? Bueno, sí. Por aquellos días yo me sentía como un héroe incomprendido aunque, claro, no era ningún héroe. A pesar de todo, me sentí abrigado por las voces y los comentarios que me llegaban desde muy lejos, entre otros de Bernardo Verbistky, de Leopoldo Marechal, de Córdoba Iturburu, y más adelante de Roberto Cossa, Leonardo Favio, María Vaner y María Rosa Gallo que hicieron en Buenos Aires una lectura pública.

Dos, tres palabras sobre Mendoza y los fuegos inquisidores. El caso de mis Pautas Eneras no fue el único. En la década del 70, a Julio Le Parc le pusieron fuego en una exposición de sus pinturas que hizo en la Sala de Pampa Mercado y Patiño Correa. A Carlos Owens le pusieron un bombazo con fuego en su salita de teatro. Esto pasaba en los años de López Rega que prologaron al Proceso de Violación Nacional. Al poeta Víctor Hugo Cúneo le incendiaron una, dos, tres veces su quiosquito de libros que funcionaba muy cerca de la antigua facultad de ¿Filosofía y Letras? Esto en la década del 60. Al final, Cúneo, un tanto cansado, se puso combustible y se prendió fuego él en un día de perfecta primavera a la vista de quien quisiera en la plaza Independencia. Y murió su cuerpo.

Pero hay fuegos y fuegos. He dejado para el final a alguien esencial en mi vida de escritor y, creo, en la de tantos escritores de Mendoza, desde Jorge Enrique Ramponi pasando por Armando Tejada Gómez hasta Antonio Di Benedetto: me refiero a don Gildo D´Accurzio. Don Gildo imprimía libros como quien hace pan. Tenía una imprenta, que él prefería llamar imprenta y no editorial. Les publicó sus libros durante décadas a cientos de escritores. Le pagábamos lo que podíamos cuando podíamos. Es decir, casi nada, siempre nunca. Hacía maravillas artesanales. No es casual que escritores de Buenos Aires lo eligieran para algunos de sus libros más queridos. Julio Cortázar lo cuenta en la memoria de sus cartas. Desde toda América, desde España, desde Italia, se le encargaban libros a D´Accurzio. Sí, su imprenta tenía el otro fuego, la entrañable calidez de las panaderías.

Su imprenta nos hizo. Y su imprenta, también, nos desenmascara. Porque don Gildo, ya anciano, quiso vender ese sitio de prodigios por un precio magro, simbólico, a la Universidad Nacional de Cuyo. Pero la universidad-mausoleo lo dejó con la mano tendida. A don Gildo le fue imposible regalar ese tesoro a la universidad y la imprenta fue deambulando, se traspapeló en el tiempo y la desidia. ¡Qué crimen tan perfecto! Qué vergüenza delatora de la enconada capacidad que tenemos los presuntos intelectuales y creadores para no sostener, para desintegrar lo que tanto necesitamos. Como si la dejadez y la ineficiencia fueran segura garantía de no somos mercaderes. El recuerdo de aquella imprenta nos llena de vergüenza. Si es que no la hemos perdido.

A todo esto: qué tiene que ver don Gildo con Pautas Eneras. Tiene que ver con su resurrección. Así como hay cabrones incendiarios que se consideran con derecho a torturar, prohibir, quemar libros, desgajar vidas, también hubo en ese pañuelito de mundo que es Mendoza personas, mejor dichos seres que, como don Gildo, se pasaron la vida haciendo Vida. Les cuento: yo apenas lo conocía a D´Accurzio. Unos meses después de la quema de mi libro lo encontré en la vereda y me animé a saludarlo. Don Gildo, con esa voz sonora que podía prescindir de los teléfonos, me trató de usted. Sin que le dijera nada recordó lo que me había pasado y antes de que terminara el primer minuto de conversación redondamente me dijo: Tráigame su libro a la imprenta. Se lo vamos a publicar de nuevo. Mire, don Gildo -le dije- estos tipos son capaces de clausurarle la imprenta... No se aflija por eso, amigo. Usted tráigame el libro pronto. Y partió don Gildo. Y a las semanas le llevé Pautas Eneras con los poemas de la primera edición, varios más y un prólogo nada conciliador dedicado a los canosos mentales y keroseneros intelectuales. Y le advertí: Mire don Gildo, yo no sé cuándo podré pagarle. No se aflija por eso, amigo, Usted déjeme el libro. Y la segunda edición de Pautas Eneras, con el discretísimo sello de D´Accurzio Impresor colocado sólo al pie de la contratapa salió ese mismo año 1962.

Pero esta vez no hubo prohibición, solamente algunas lánguidas amenazas porque el ministro incendiario ya había perdido su carguito.

Esa segunda edición iba a ser de 500 ejemplares. Don Gildo, por las suyas la hizo de 1500 que fueron distribuidos a pulso. Y Pautas Eneras anduvo por ahí. Y me sirvió para brotar y abrir las puertas a mi segundo libro, El Último Padre.

Entre las cosas menudas que le pasaron a esta segunda edición recuerdo, ya sin la bronca de hace unos años, el confesado afano que me hizo mi amigo Leonardo Favio. Leonardo usó parte de mi poema “Ventajas de la mala memoria” para escribir una de sus canciones más famosas y más vendidas. Mi poemita empieza: Quiero aprender / con mis labios / tu cuerpo de memoria... Favio, varios años después escribió una canción que empezaba quiero aprender de memoria con mi boca tu cuerpo... Cuando apareció la primera tanda de su arrasador longplay me dijo que por un error involuntario no se había mencionado mi nombre como coautor en ésa ni en otra canción, Quiero ser Dios y cuidarlos... Me prometió que en la segunda tanda mi nombre aparecería. No apareció nunca. Y bue.

¿Qué más contar a décadas de aquella quema? A los cabrones incendiarios uno podría decirles educadamente que eso no se hace. ¿Para qué tomarse la molestia de quemar libritos que contienen candores de los 18, de los 20 años? ¿Para qué, si el tiempo se encarga de desmemoriar tanta y tanta escritura? Penosa tontera prenderle fuego al fuego.

A los causantes del fuego asesinador no los odio, ya no. Y no porque la ira se me haya cansado: no los odio porque no valen la pena. Porque no valen la vida. ¿Y si ellos han muerto? Bueno, en tal caso, que en paz descansen. En paz, no en intensidad.

Pero las cosas en su dimensión. Ubicáte, me ha soplado una vocecita. Momento de recordar que aquí, en este sitio del planeta, sucedieron, uno por uno, mil, dos mil, diez mil, treinta mil desaparecidos. Cada uno de ellos era un libro, pero un libro de carne, de sangre, de sueños a cumplir. Y fueron borrados, desgajados, quemados, tachados del cosmos visible. Ante esto, ¿qué importancia tiene que unos magros mojones exterminadores, hace tiempo y allá lejos, hayan quemado un librito de poemas? En todo caso la importancia se vuelve muy leve si atendemos a la comparación. Aquella quema fue un atisbo de la pesadilla que aquí íbamos a vivir despiertos.

Por lo demás, para qué tanto alboroto si yo, desde el candor de aquella edad, con mis Pautas Eneras venía a avisarles un par de cositas: que la música es el agua del aire y que el aire se estaba quedando sin aire. Apenas eso.

José Ingenieros decía, citando a Shakespeare, que hereje no es el que arde en la hoguera sino el que la enciende. Después de todo debo ser agradecido: gracias por la condecoración de las llamas.

Finalmente, hablando de fuegos: el único fuego que se sobrepone a la desmemoria es ése que ayer, que ahora, que mañana, le dio, le da, le dará semblante a la harina para que la harina cumpla con su eterno deber: ser pan.

Tomado de rodolfobraceli.com.ar

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