Por Sergio Pascual
Para La Razón
Los estudios cuantitativos y cualitativos de opinión tienen una funcionalidad estratégica en las campañas electorales. Son insumos para la toma de decisiones, por ejemplo, desarrollar una estrategia de campaña, testear un mensaje, evaluar la imagen de los candidatos o los costos políticos de sus decisiones. Pero en las últimas décadas, a medida que se acentúa el hecho de que vivimos en democracias mediáticas, los estudios de opinión también tienen cada vez más usos públicos, en ocasiones, orientados a hacer propaganda, fortalecer o erosionar determinada propuesta política.
La difusión pública de las encuestas y la instalación mediática de escenarios pueden potencialmente influir en las preferencias del electorado, sobre todo durante la fase final de la campaña electoral, momento en que los indecisos definen su voto. Aunque su efecto no está demostrado, lo cierto es que muchos procesos electorales transcurren enmarcados en narrativas mediáticas que toman la contienda como una “carrera de caballos” entre candidatos, de manera que los “números” van marcando el pulso y conformando opiniones. Las encuestas, revestidas del halo de saber técnico-científico -que, en efecto, requieren para ser realizadas- aparecen como verdades presuntas, por tanto difícilmente atacables, y se constituyen como un actor más de la contienda electoral. Ejemplos del uso mediático de las encuestas en América Latina sobran.
Basta recordar la elección en 2018 de Mario Abdo en Paraguay en un clima en que incluso durante la jornada electoral “las encuestas” vaticinaban 30 puntos de ventaja sobre su oponente, cuando finalmente fue electo con una diferencia de 3 puntos, o el caso de Argentina, cuando a pocos días de las últimas elecciones primarias (PASO) la gran mayoría de las encuestas, casualmente publicadas y amplificadas desde grupos mediáticos afines al oficialismo, auguraban un resultado estrecho que favorecía a Mauricio Macri, quien perdió la elección por 16 puntos. A pocos días de tres elecciones presidenciales en la región (Argentina, Bolivia y Uruguay) las encuestas vuelven a ser protagonistas.
¿De qué manera puede usarse una encuesta para intentar influir en la opinión púbica? Resulta obvio reconocer que, por ejemplo, ante un escenario de oposición fragmentada, una encuesta que revele la posibilidad de ganar al oficialismo aglutinando los votos en una sola formación favorecerá precisamente esa condensación que parece anunciar. Por contra, un escenario decantado desesperanzará a los electores de los candidatos que van a la cola de las preferencias, que no tendrán menos incentivos para optar por ellos, salvo que tengan una adhesión fuerte partidaria o ideológica, desactivando por tanto el trasvase de votos hacia ese candidato por “utilidad” e incluso ampliando la abstención.
La pregunta que se abre es cómo torcer la tozuda voluntad de los datos arrojados científicamente por las encuestas para lograr este perverso efecto. Imaginemos, por ejemplo, que un candidato es competitivo en el entorno urbano y no lo es en el entorno rural. Bastaría entonces hacer una encuesta sólo en el entorno urbano para lograr el efecto de mayor proximidad entre dos candidatos. Del mismo modo, si sabemos que la población joven es proclive a un determinado candidato podríamos hacer una encuesta telefónica, sólo a números fijos, y garantizarnos así un sesgo etario y de clase social importante. Finalmente, si nuestra intención es aumentar las expectativas de un candidato que anticipamos con buenos ratings entre la población universitaria podríamos hacer la encuesta en la puerta de varias universidades, en lugar de procediendo con un muestreo estratificado consistente con la realidad censal.
La cosa no queda ahí; las encuestas pueden crear candidatos. Efectivamente, un candidato que no sale en los rankings de las encuestas, es un no-candidato, alguien que ni siquiera compite, y por tanto una opción desechable. Por contra, aparecer en una encuesta, siquiera con un 2%, siendo un candidato absolutamente desconocido, automáticamente catapulta a la contienda a aparentes outsiders que mágicamente aparecen de la nada en el escenario electoral. Aunque cabe aclarar que de la nada suele requerir muchos miles de dólares, algo fuera del alcance de la mayoría.
Finalmente tenemos el efecto cocina, como se llama en el argot. Las encuestadoras tienen para ello una herramienta crucial: los indecisos/blancos/nulos/no voto, una especie de saco sin fondo con el que jugar a ampliar o estrechar diferencias. Pongamos un ejemplo bastante real. Si la distancia efectiva proyectada entre dos candidatos es 10 puntos, bastaría con asignar un 26% a los indecisos para deducir una distancia mucho menor, en este caso de tan solo 7 puntos, construyendo la imagen de una elección mucho más reñida (véase el caso de algunas de las últimas encuestas publicadas en Bolivia).
En definitiva, las encuestas son herramientas poderosas para conocer las opiniones de la ciudadanía, pero pueden convertirse en artilugios de manipulación masiva cuando son empleadas malintencionadamente. Contra estos efectos secundarios y riesgos de manejo los ciudadanos sólo tienen una medida profiláctica al alcance: el compromiso de las encuestadoras y los medios que las difunden con la transparencia absoluta y la publicidad completa de los métodos, las fórmulas y los posibles efectos distorsionantes de éstos.