Diego de Jesús, uno de los monjes acusados de abuso sexual por un seminarista del Monasterio del Cristo Orante, en Tupungato, escribió desde su celda una carta a sus fieles en la cual, en tono críptico y desafiante, arranca con una aseveración: "La guerra, finalmente, ha comenzado. Bendito sea Dios". Este sacerdote permanece en la celda junto a Oscar Portillo, otro cura acusado de abuso sexual, en el Centro de Detención Transitoria, ex Contraventores.
La denuncia contra los dos monjes -oriundos de Buenos Aires y que comandaban el monasterio desde 1996- derivó en el cierre del monasterio por parte del Arzobispado. A su vez, la Red de Sobrevivientes de Abusos Sexuales Eclesiásticos advirtió que esta medida es parte de la "política de mentira y ocultamiento" de las máximas autoridades de la iglesia en Mendoza.
En su carta, publicada en el blog Adoración y Liberación, Diego de Jesús señala: "Como todo soldado sabe los miedos y temores, angustias e incertidumbres, son fantasmas horrendos que terminan definitivamente cuando el primer fogonazo da comienzo a la contienda. Ahí terminan los miedos y empieza la Acción de Dios. Por eso, de nuevo: comenzó la guerra, arrancó el combate; ¡Enhorabuena!".
Sobre sus compañeros de celda pondera que "la selección no puede ser mejor. Hasta rezamos antes de comer" y dice que hasta celebran misa "algo clandestina".
Esta es la carta completa del monje acusado de abusar de un seminarista:
Queridos hermanos míos: aquí estamos, presentes. Dando nuestro presente. Ad sum. La guerra, finalmente, ha comenzado. Bendito sea Dios.
Como todo soldado sabe los miedos y temores, angustias e incertidumbres, son fantasmas horrendos que terminan definitivamente cuando el primer fogonazo da comienzo a la contienda. Ahí terminan los miedos y empieza la Acción de Dios. Por eso, de nuevo: comenzó la guerra, arrancó el combate; ¡Enhorabuena!
Estamos muy bien ambos con el padre Oscar y de un modo estable, constante, sin siquiera altibajos pasajeros. Son tantas gracias las recibidas desde la detención el día del discípulo amado, que no sabemos ya donde acaudalarlas en este estrecho lugar. No me animo casi a escribirlo pero de algún modo estamos contentos de poder padecer esto por Nuestro Amado Dios y Señor que pasó por esto y ¡tanto más!
Una sola tentación nos asecha pero la rechazamos entre ambos: el creernos los Van Thuam, cuando estamos a muy lejos de padecer todo eso.
Sí nos duele el dolor de ustedes y de tanta gente, y la imagen de la Iglesia y la salvación de la historia. Pero nosotros, lo nuestro, es una inmensa gracia.
Compartimos este calabozo, el subsuelo, casi sin luz del sol (ni reloj) con siete reclusos. La selección no puede ser mejor. Hasta rezamos antes de comer. Nos hicimos de un recodo de este laberinto y lo marcamos como territorio, de modo que los otros nos la respeten. Es “el rincón de los monjes”, y ahí… qué decirles, ahí pasa de todo, de las gracias más bellas que treinta años de vida monástica me vedaron.
El Cielo se abre de par en par, como una exclusa. Celebramos la Misa, algo clandestina, con un permiso algo precario pero no es peligroso. Los guardias saben. Los demás reclusos nos ayudan a juntar cajas y cartones y armar el altar, y un cura nos pasó hostias, vino y un misalito. Rezamos el oficio, adoramos al Señor, el Rosario, y demás yerbas. Todo en un clima, en una atmosfera que linda con lo inefable. Hay mucha Luz divina en esta tiniebla.
Las celdas son limpias. Nos dicen (2×1) y allí quedamos encerrados en determinados horarios y la noche (no entendemos muy bien aún cual el la rutina de este monasterio). Pero se cumple lo del poeta: la celda no tiene techo (no literalmente, claro). Pero en 2×1 se eleva a una inmensidad vertiginosa. Ni todo el basto viñedo de Gualtallary es comparable a la inmensidad que se despliega en esta diminuta celda.
Celda viene de Cielo y lo hemos dicho miles de veces en treinta años. Pues hoy recién lo entiendo. Lo vi.
Estamos ambos aprendiendo a ser monjes. De una buena vez. Ya no es el alejarse del mundo, apartarse de los hombres como a mí me resulta bucólicamente, sino en la firme forma que el Señor los dispone. Ya no es renunciar a muchas cosas bajo el formato comedido de una Regla. De poco serviría toda esa renuncia si no somos capases de renunciar a ella misma.
Es el monacato desnudo. En estado puro. Obediente, casto y pobre. Entregado. Libérrimo.
Y el estar juntos con el padre Oscar (jamás nos separamos, ni en aquella primera noche en que pasamos por 4 calabozos distintos) es un regalo inolvidable.
Sí. Sepan que si hasta el 27 había 1 monasterio del Cristo Orante, pues ahora hay 2. Sin licencias a certificar sino otorgadas en mano propia del mismísimo Rey y Señor. Cuando pasen cerca del Bustelo sepan que ahí atrás, 4 metros bajo el suelo, hay monjes orando por la Babilonia perdida, y que si alguna vez nos ufanamos de haber llenado ese auditorio y de haber dicho muchas cosas bonitas, tengo la certeza absoluta de estar ambos predicando el Evangelio más puro desde este calabozo.
Los frutos tardaran un poco- como toda semilla tiene que germinar- pero llegará y será abundante, Dios sea bendito por sus designios de amor.
Agradecemos profundamente todas las plegarias que están elevando. Que no sean solo para nosotros, sino para los enemigos.
No pierdan la paz ni la mansedumbre. Todo sirve para el bien de los amigos de la Cruz. Omnia in bonun.
El padre Oscar los saluda por mi intermedio lleno de gratitud.
Les mandamos un gran abrazo en el Señor, que vuelve de un momento a otro. ¡Viva Cristo Rey!
p. Diego de Jesús”.