Decimotercer juicio

Dos sobrevivientes del D2 relataron la "perversa creatividad" de los represores para torturar a los presos políticos

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Con las declaraciones de Rosa Gómez y Eugenio Paris, sobrevivientes del D2, comenzó la etapa de testimoniales del decimotercer juicio por crímenes de lesa humanidad en Mendoza, conocida como Megacausa D2.

Nueve meses de terror

Rosa Gómez fue secuestrada el 1.° de junio de 1976. Desde entonces, pasarían más de 9 meses hasta su traslado a la cárcel de Mendoza, alrededor del 10 de febrero de 1977. No tenía ningún tipo de militancia política. Su compañero y padre de su hijo, Ricardo Sánchez Coronel, era delegado del Banco de Mendoza y era peronista. Lo detuvieron el mismo día que a Rosa.

Cuando ella llegó al D2, le subieron el vendaje y le preguntaron si conocía “a este hijo de puta”, era su pareja, Ricardo. Tenía la cara deformada, un brazo caído y arrastraba la pierna. Cuando lo vio, escuchó que le dijo que estuviera tranquila, que iba a salir, pero le sintió una voz “de ultratumba”. Ricardo le dijo que le habían roto tres costillas. Estaba ensangrentado, vestía un pulóver marrón y un pantalón azul. Nunca más lo volvió a ver, hoy en día sigue desaparecido.

Rosa fue detenida en la casa de sus padres y trasladada en un Ford Falcon con los ojos vendados y las manos atadas hacia el D2. Recuerda haber visto las caras de sus secuestradores, quienes iban de civil, y también recuerda que en el vehículo iban 5 personas. Una vez en el D2, fue sacada de los pelos del vehículo y arrastrada por el ripio hasta el edificio. Recuerda haber subido dos escalones y luego ser empujada por unas escaleras por las que rodó hacia abajo. La llevaron directamente a la sala de tortura, donde la desnudaron y le aplicaron la picana. También la golpearon y la manosearon. En la sala de tortura dice haber percibido más personas, entre las que seguro había un médico.

Las torturas serían continuas durante los primeros 3 o 4 meses, luego se “relajaron”, contó. Las violaciones, en cambio, se mantendrían durante los 9 meses de cautiverio en el D2. En un principio, se resistió y gritó. Sus compañeros también gritaban intentando defenderla, por lo que los oficiales luego entraban en las celdas y “los mataban a golpes”.

Por esta razón, con el tiempo Rosa dejaría de gritar. De los cinco oficiales que la violaron sistemáticamente, Rosa ha reconocido a tres: Julio Héctor Lapaz, Rubén Darío González y Manuel Bustos Medina. Con respecto a este punto, la fiscalía pidió al tribunal que se realicen las gestiones pertinentes para que ella pueda revisar material fotográfico con la esperanza de encontrar a los dos policías que aún no ha reconocido.

En las torturas la acusaban de guerrillera. Entre golpes le preguntaban dónde estaban las armas. Llegaron a amenazarla con sacarle a su hijo, quien tenía tres meses al momento de la detención y permaneció seguro en la casa de sus padres porque los secuestradores no se dieron cuenta de que era hijo de ella.

Explicó que los represores utilizaban dos métodos de tortura: la picana o el tacho. Los días de picana no eran días de tacho y viceversa. Los días de picana la desnudaban, la ataban, le ponían una cinta elástica, como de caucho, y le aplicaban la picana en todo el cuerpo de forma intermitente. También la quemaban con cigarrillos dejándole quemaduras en las rodillas y el estómago que aún hoy tiene. El día de tacho, por otro lado, la torturaban con lo que se conoce como “submarino húmedo”: sumergían su cabeza en un tacho que, además de agua, contenía los vómitos de otros detenidos que habían sido torturados previamente. En los interrogatorios también le mostraban fotos. Le sacaban la venda, la encandilaban con las luces y como no reconocía a nadie la golpeaban más.

De las celdas a la sala de tortura la llevaban, con los ojos vendados, entre gritos y pataleos, por los pasillos del D2. Explica Rosa que caminaban para un lado y para otro como para despistarla y que ella escuchaba máquinas de escribir y voces de gente trabajando en el lugar. «Nuestros gritos obviamente que los escuchaban ellos», dice. Recuerda que dos veces la sacaron de la celda para llevarla a una oficina donde había varias personas, entre ellas mujeres, que intentaban hacerla firmar un documento para «salvarla» y sacarla del país con documentos falsos. Al no querer firmar nada por no saber qué decían y por no haber hecho nada, la llevaban a la sala de tortura.

Otras dos veces la sacaron, disfrazada con peluca y anteojos —por arriba de la venda—, para hacer reconocimiento en la calle, una vez por Godoy Cruz y otra por Guaymallén. Le bajaban la venda en la cuadra del reconocimiento y se la volvían a subir. Al día de hoy, ella no ha reconocido los lugares a los que la llevaron y por eso las dos veces la llevaron directo a la sala de torturas.

Compañeras y compañeros de cautiverio en el D2

Rosa Gómez hizo especial mención de la situación de otros detenidos que pasaron por el D2 mientras ella estaba allí y que hoy están desaparecidos, tres con nombre y apellido: Rosario Aníbal Torres, Jorge Vargas Álvarez y Miguel Alfredo Poinsteau.

Sobre el primero, Rosario Aníbal Torres, recuerda que estuvo los primeros días de su detención, a lo sumo la primera semana, y que siempre la defendió. El último día que sintió que estaba ahí fue cuando lo sacaron a la rastra. Nunca más lo vio. Sobre Jorge Vargas Álvarez, manifiesta que durante las golpizas que le propinaban sentía sus gritos como si vinieran de un sótano, hasta que se dio cuenta que, en realidad, le pegaban en el piso cruelmente. Más o menos se lo llevaron en la misma semana que a Torres.

Sobre Miguel Poinsteau, explica que llegó una mañana y que obviamente lo traían de la tortura. Escuchó que le pusieron un plato de comida y que le hacía preguntas al compañero de la celda de enfrente. En ese momento, Rosa recordó que les habían puesto micrófonos en las celdas y se los comentó para que tuvieran cuidado. Poinsteau le hizo preguntas y ella trató de tranquilizarlo.

A los pocos minutos escuchó un ruido, unas patadas en la puerta y alguien gritando “¡agua!”, cuando ellos nunca recibían agua. Sintió unos gritos y a algunos oficiales que entraron intempestivamente para sacar a Poinsteau de la celda. Nunca más lo vio. A los días, el “Mosquito”, un oficial que los trataba con algo de amabilidad, les contó que seguro lo habían llevado al hospital. Cuando salió se enteró de que estaba desaparecido; ella cree que Poinsteau se ahorcó.

Además, recuerda los casos de otras dos mujeres de las que nunca supo el nombre. La primera, una chica, maestra, que lloraba y le decía que no le podía contar nada. No le quiso decir su nombre. Recuerda que cuando se la llevaban corrió la mirilla y vió que era rubia. Mucho tiempo después, cuando empezaron los juicios, se enteró de que una maestra había sido desaparecida. El segundo caso que recuerda se dio otro día, a los 4 o 5 meses, cuando Bustos le dijo a Rosa que se salvó, porque habían encontrado a la Negra —hasta ese entonces, la Negra, supuestamente, era ella—. La Negra llegó muy herida y ella cree que la sacaron muerta porque la arrastraban.

El fiscal Dante Vega le preguntó por qué cree que estuvo 9 meses detenida, si es que cree que hay alguna razón, a lo que Rosa Gómez contestó que ella también se lo pregunta: por qué tanto tiempo, por qué un consejo de guerra a ella, por qué la condenaron cuando le habían dicho que era inocente. Son cosas que no puede entender.

Finalmente, resaltó la necesidad de encontrar a los dos oficiales que aún no ha podido reconocer. Admitió que ella nunca imaginó que estos juicios se realizarían y que su juicio era encontrar a quienes la habían violado y decírselos a la cara. Estuvo buscando durante mucho tiempo a los opresores, sabía dónde trabajaba Lapaz, había encontrado a González, reconoció a Bustos. “Podría haber dicho que todos me violaron, pero no fueron todos, yo sé quiénes”.

Un edificio construido para reprimir

El segundo testimonio fue el de Eugenio “Keno” Paris, un sobreviviente que no solo ha declarado en juicios por delitos de lesa humanidad sino que también acompaña recorridos guiados en el ex-D2, actualmente Espacio para la Memoria y los Derechos Humanos. Como dijo, hoy él tiene la llave del lugar que lo mantuvo en cautiverio dos meses en el 76: “En nombre de mis compañeros, prometo decir verdad”, le afirmó al tribunal.

Tenía 20 años, estaba en tercer año de Medicina en la UNCuyo y trabajaba en el bar Bull & Bush, ubicado en la calle Vicente Zapata, casi San Martín, de la Ciudad de Mendoza. La noche del 13 de mayo de 1976 lo esperaba a la salida su amiga Vivian Acquaviva. Intempestivamente, tres hombres ingresaron al local y uno de ellos se abalanzó por el mostrador, lo agarró y le dijo “perdiste”. Era Celustiano Lucero, lo reconoció porque vivían cerca. En la calle había diez o doce efectivos más y lo subieron a uno de los tres autos en los que iban. El trayecto fue corto y Eugenio se orientó: doblaron hacia el oeste por Pedro Molina, subieron el puente hacia el sur, tomaron Virgen del Carmen e ingresaron por ese costado a la playa de estacionamiento del Palacio Policial.

Lo sacaron del vehículo con mucha violencia, encapuchado, y lo metieron al edificio. Lo condujeron por oficinas donde escuchaba no una o dos sino muchas personas, probablemente policías. Lo bajaron a una sala en penumbras que olía muy mal. Lo desnudaron y —entre burlas, golpes, manoseos y penetración con objetos— lo ataron a un camastro de metal. Alguien lo orinó y sintió la picana en su cuerpo. Entendió después que ese acto profundamente humillante tenía además un objetivo “instrumental” para la tortura: amplificar el efecto de la picana en el cuerpo.

Al menos cinco hombres, contó, lo tuvieron allí: dos controlaban que las manos permanecieran atadas, uno le tapaba la cara con una almohada para dificultarle respirar, otro le hacía preguntas con tono porteño sobre personas y nombres. Había también un médico. No sabe cuánto duró esa sesión de tortura: “En ese lugar el tiempo existe pero se mide de otra manera —manifestó—. Estás en manos de otros. Pasamos a ser un pedazo de carne con el que hacen lo que quieren”. “Yo remarco la creatividad que tenían para hacer daño de tantas formas. Estaban sumergidos en una orgía de placer por la tortura (…) ¿Cómo es posible que haya seres humanos que puedan hacer esto, que torturen, que lleven a la mayor de las humillaciones y a lo peor de la condición humana?”, se preguntó.

En un momento, una quinta persona le puso un estetoscopio para ver si podía seguir resistiendo la tortura y dio el aval. “Pensar que yo estudiaba medicina para ayudar gente y salvar vidas”, lamentó. Reflexionó sobre la tortura, cuyo fin no es obtener información, aseguró, sino apropiarse del cuerpo de las personas como una forma de disciplinamiento social. Cuando lo dejaron ir, se quiso poner las medias porque sentía que lo ligaba de alguna manera con su mamá, pero mientras las buscaba, vendado, uno de los hombres le pegó una piña en la boca del estómago que lo liquidó. “Era alguien que sabía pegar, sabía lo que tenía que hacer”, reflexionó. Los torturadores hablaban de un “boxeador”. En ese estado, no sabe cómo, llegó al calabozo; probablemente lo subieron. Además del agotamiento total que le produjo la picana, sentía mucha sed y necesidad de ir al baño. Cuando lo llevaron constató las heridas en su cuerpo y sus genitales que no le permitieron orinar pese a las ganas que sentía.

Eugenio refirió que tuvo “suerte” porque el calabozo que ocupó gran parte de los dos meses de su permanencia en el D2 tenía claraboya y podía constatar el momento del día: “En ese contexto, el solo hecho de saber si era de día o de noche era un privilegio”. Las condiciones de detención eran extremas y, según el testigo, configuraban en sí mismas una forma de tortura perfectamente planificada porque el edificio fue pensado para esa función represiva: con suerte, las víctimas eran llevadas una vez al día al baño; no les daban agua y bebían de los inodoros; recibieron escasa comida —una especie de guiso que repartían en un jarro—, no pudieron higienizarse y no tuvieron ningún tipo de abrigo. Únicamente se tapó con una arpillera que tanteó en una de sus salidas al baño y que, supone, cubría a un cadáver. Dado que pasó parte del invierno en ese lugar, con la misma camisa que llevaba el día del secuestro, destacó que su sistema inmunológico se potenció: no solo no se enfermó —una gripe allí podía significar la muerte—, directamente no recuerda haber sentido frío.

Respecto a otras personas detenidas durante su cautiverio, Paris recordó a Rosario Aníbal Torres, excomisario originario de San Luis y detenido por su militancia en Montoneros. Torres había sido jefe de Policía en dicha provincia y los represores lo consideraban un traidor. La tortura y los golpes se repetían cada una hora en su caso, cuando lo regular era que sucedieran cada tres horas. Esto pudo asegurarlo porque, estando cerrado, el D2 era “casi como una comunidad”: sentían y oían lo que pasaba en los demás calabozos y por momentos intercambiaban palabras entre las víctimas. Además de gritar cuando Rosa Gómez era abusada, Torres vociferaba “¡viva Perón, carajo!”, lo que aumentaba la saña de los captores. A Eugenio, que no era peronista, le impresionó su fortaleza.

Un episodio muy traumático para el testigo ocurrió cuando los policías del D2 abrieron la celda de Torres para golpearlo y la encontraron sucia con todo tipo de fluidos corporales. Eugenio oyó que dijeron “¡qué asco!” y, acto seguido, lo hicieron salir a él para limpiar. El objetivo no era mejorar la situación deplorable de Torres, sino poder pegar con mayor comodidad, explicó. Como le permitieron bajarse la venda, pudo identificar a Julio Héctor La Paz entre los torturadores. “Él sabe dónde está Rosario, era uno de los más feroces de los que estaban ahí adentro”, sostuvo. Aníbal Torres murió días antes del 12 de junio. Lo escucharon agonizar y decir cosas delirantes. Fue retirado de la celda y continúa desaparecido.

Eugenio también presenció, junto a Raúl Acquaviva —compañero de la Juventud Guevarista detenido el mismo día que él—, uno de los tantos momentos en que Rosa Gómez fue abusada en su celda, con la puerta abierta. No la conocía entonces. Años más tarde, el hijo de Rosa fue abanderado de la Escuela Rawson donde la esposa de Eugenio era directora. Ese fue el nexo para su reencuentro. El testigo declaró que se sintió nuevamente humano cuando supo que la mujer había podido salir adelante pese a todo lo vivido.

Dentro de su grupo de militancia, recordó especialmente a Daniel Moyano, amigo de la infancia que pasó por el D2. No llegó a verlo, pero reconoció su voz. Es otro de los desaparecidos de este CCD. Un grupo de once víctimas, incluido el testigo, fue finalmente “legalizado” a principios de julio de 1976: Víctor Sabatini, Nélida Allegrini, Liliana Tognetti, Graciela Leda, Silvia Schvartzman, Carlos Roca, Raúl Acquaviva, Antonio Siro Vignoni, Jaime Pedraza y Nicolás Zárate. Todas ellas fueron trasladas a una dependencia militar, donde les hicieron elegir abogado sin retirarles la venda. Días más tarde les leyeron las condenas y las condujeron a la penitenciaría provincial. El testigo refirió que dejó de ser un secuestrado para convertirse en un rehén que conoció distintas cárceles nacionales.

Perversa creatividad

Sobre la responsabilidad de los imputados, el testigo fue contundente: “Yo estoy convencido de que estuvieron todos, participaron todos. Es imposible que hayan sido dos o tres. Cómo es posible que se hayan degradado humanamente (…) Es infame cuando no quieren reconocerlo. Es imposible que no nos vieran, no se dieran cuenta”, argumentó. También mencionó que expresaron “una cuota de perversa creatividad” para torturar y señaló que la premisa entre ellos era ver “quién la tenía más larga, quién se hacía más el macho” a la hora de producir dolor. Lamentó no haber podido verlos a todos más allá de Lucero, La Paz y Fernández. “Absolutamente todos estos tipos están manchados con sangre”, declaró, y se preguntó cómo serían en sus roles de padres, abuelos, esposos y amantes luego del “trabajo” en el D2.

El fiscal Dante Vega consultó al testigo acerca de las razones por las cuales él y gran parte de las víctimas fueron conducidas al D2. Paris respondió que desde allí se hacían los preparativos para las detenciones junto a las demás fuerzas represivas. Si algunas personas no pasaron por este CDD, posiblemente se deba al hecho de que estuviera lleno: “No tengo otra explicación”, agregó. No obstante, recordó que el edificio tenía muchos otros lugares donde pueden haber estado cautivas.

Fuente: lesahumanidadmendoza.com

 

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